-¿Alguien sabe con exactitud lo que sucedió?
Dave vio que Jennifer se le acercaba. Tenía el rostro radiante, pero eso no ocultaba el profundo sufrimiento que se leía en sus ojos. Antes de que alguien hablara, Dave tuvo un inesperado vislumbre de lo que había pasado.
-Fue Darien -dijo Kim acercándose también- Pero no sé cómo. Me gustaría saberlo.
-También a mi -dijo Teyrnon-. Pero no puedo ver tan lejos como para saber lo que sucedió allí.
-Yo sí -dijo una tercera voz, dulce pero claramente.
Todos miraron a Gereint. Y fue el anciano chamán ciego de la Llanura quien les dio noticia del deseo de Darien al morir.
En medio de la suave luz y de la profunda paz que había sobrevenido, dijo:
-Creí que había una razón por la que debía volar con Tabor. Es ésta. No podía combatir en la batalla, pero viniendo aquí estaba lo bastante al norte para enviar mi conciencia a Starkadh.
Hizo una pausa y preguntó con suavidad:
-¿Dónde está la reina?
Dave permaneció confuso unos momentos, pero Jennifer contestó:
-Aquí estoy, chamán.
Gereint siguió el sonido de la voz. Dijo:
-Está muerto, mi señora. Siento tener que decirte que tu hijo ha muerto. Pero a través del don de mi ceguera, vi lo que hizo. Al final eligió la Luz. La Diadema de Lisen resplandeció en su frente, y él mismo se arrojó contra la daga y murió para que Maugrim muriera con él.
-¡El Lokdal! -exclamó Kim-. Rakoth mató sin amor y por eso murió. ¡Oh, Jen! Estabas en lo cierto. Estabas terriblemente en lo cierto.
Se echó a llorar, y Dave vio que Jennifer Lowell, que era Ginebra, lloraba también, pero en silencio.
Lloraba por su hijo, que había tomado el Camino Más Tenebroso y había llegado hasta el final, completamente solo y apartado de todos.
Dave vio que Jaelle, la suma sacerdotisa, que ya no era tan arrogante ni fría -se notaba incluso en su forma de moverse-, se acercaba para consolar a Jennifer y estrecharla en sus brazos.
Muchos sentimientos opuestos se abrían paso en su corazón: alegría y debilidad, profundo sufrimiento, dolor, infinito alivio. Dio media vuelta y caminó ladera abajo. Tomó el camino que bordeaba por el sur lo que había sido, no hacía mucho tiempo, el campo de batalla donde la Luz tendría que haber sido vencida y donde lo habría sido si no hubiese sido por el hijo de Jennifer. El hijo de Ginebra.
Tenía heridas por todas partes y el cansancio lo iba invadiendo por momentos. Pensó en su padre por segunda vez en aquel día, de pie junto al campo de batalla, contemplando a los que habían muerto.
Pero uno de ellos no había muerto.
¿Nunca lo abandonaría aquella vieja sensación de aislamiento?, se estaba preguntando Paul. ¿Incluso allí? ¿Incluso en aquellos momentos, cuando habían caído las torres de la Oscuridad? ¿Siempre se sentiría así?
Y la respuesta que surgió en su mente tenía la forma de otra pregunta: «¿Qué derecho tenía a preguntar?».
Estaba vivo porque Mornir lo había querido. Había ido al Árbol del Verano para morir, designado para sustituirlo por el anciano rey Ailell, que le había hablado del precio del poder durante una partida de ajedrez que parecía haber tenido lugar hacía centurias.
Había ido a morir, pero lo habían dejado regresar. Todavía estaba vivo: Dos Veces Nacido. Era el señor del Árbol del Verano y ese poder tenía un precio. Estaba marcado, destinado a estar aparte. Y en aquellos momentos, mientras por doquier se entremezclaban una apacible alegría y un apacible sufrimiento, Paul vibraba con la presencia de su poder como nunca hasta entonces había vibrado.
Tenía que ocurrir algo más. Se estaba acercando algo que no era la guerra. Kim había acertado en eso como en tantas otras cosas: el suyo no era un poder de guerra, nunca lo había sido. Había estado tratando de que lo fuera, de encontrar una manera de usarlo, de canalizarlo en la batalla. Pero desde el principio lo único que había obtenido había sido una fuerte resistencia, oposición, rechazo a la Oscuridad. Era una defensa, no un arma de ataque. Era el símbolo del dios, una afirmación de la vida con su misma existencia, su mismo hálito.
No había sentido el frío del invierno de Maugrim, el caminar sin abrigo durante las noches desapacibles. Luego, había dado la alerta contra el Traficante de Almas en el mar, el grito que había atraído a Lirannan para que los defendiera. Y luego, otra vez, por segunda vez, lo había llamado para que salvara sus vidas frente a los arrecifes de la bahía de Anor. Era la presencia de la vida, la savia del Árbol del Verano que se levantaba de la verde tierra para absorber la lluvia del cielo y recibir la luz del Sol.
Y ahora, en su interior, cuando la guerra había acabado y Maugrim había muerto, la savia comenzaba a circular. Sentía el temblor de las manos, la conciencia de que crecía, de que algo se estaba desarrollando, algo profundo y poderoso. El latido del Dios que formaba parte de si mismo.
Contempló la quieta llanura que se extendía allá abajo. Por el noroeste regresaba Aileron cabalgando entre Arturo y Lancelot. El Sol poniente quedaba tras ellos y dibujaba aureolas de luz sobre sus cabellos.
Ésas eran las figuras de la batalla, pensó Paul: los guerreros al servicio de Macha y Nemain, las diosas de la guerra. Como lo había sido Kimberly con la llamada del Baelrath en la mano, como lo habían sido Tabor y su resplandeciente montura, el regalo de Dana nacido de la roja Luna llena. Como incluso lo era Dave, con su atronadora furia en el combate y el regalo de Ceinwen en el costado.
El regalo de Ceinwen.
Paul fue rápido. Toda su vida había tenido una intuitiva habilidad para establecer conexiones que los demas no hubieran visto nunca. Estaba volviéndose al tiempo que el pensamiento llameaba en su mente como un tizón. Estaba volviéndose, buscando a Dave, con un grito a flor de labios. Casi llegó a tiempo, casi a tiempo.
También Dave estuvo a punto de lograrlo. Cuando la salvaje figura medio enterrada saltó desde el montón de cadáveres, los reflejos de Dave vencieron su debilidad y se volvió con las manos dispuestas a repeler el ataque. Si la figura hubiera saltado contra su corazón o su garganta, Dave habría podido rechazarla.
Pero el asaltante no quería quitarle la vida, todavía no. Una mano salió disparada, precisa, inequívoca, en el último momento; una mano que se dirigía hacia el costado de Dave, no hacia el corazón o la garganta, para apoderarse de la clave de lo que durante tanto tiempo había deseado.
Se oyó un sonido desgarrador como el de una cuerda arrancada. Dave oyó el grito que emitió Paul desde la colina y asió el hacha, pero era demasiado tarde. Era demasiado tarde.
Levantándose de un salto después de haber rodado un par de metros, Galadan se irguió bajo el Sol poniente sobre la llanura de Andarien; en su mano sostenía el Cuerno de Owein.
Y entonces el señor de los Lobos de los andains, que había soñado un sueño durante muchísimos años, que había perseguido un inalcanzable objetivo -no poder ni dominio sobre alguien o algo, sino la aniquilación total y absoluta de todas las cosas-, hizo sonar el poderoso cuerno con todas las fuerzas de sus pulmones y llamó a Owein y a la Caza Salvaje para que destruyeran el mundo.
Kim oyó el grito de alerta de Paul, y luego, en el mismo momento, los demás sonidos parecieron acallarse, y oyó el cuerno por segunda vez.
Su sonido era el de la Luz, lo recordaba muy bien. No podía ser oído por los agentes de la Oscuridad. La luz de la Luna se reflejaba en la nieve y brillaban gélidas y distantes estrellas en la noche en que Dave Lo había hecho sonar ante la cueva para liberar a la Caza.
Ahora era diferente. Lo estaba haciendo sonar Galadan: Galadan, que había vivido mil años de soledad y arrogante amargura después de que Lisen lo había rechazado y había muerto. Era un instrumento de Maugrim, pero había perseguido siempre sus propios designios, sus inalterables designios.
El sonido del cuerno en el que ponía toda su alma era la luz de afligidas velas en un umbrío y recóndito lugar: era una media luna levantándose a través de frías nubes arrastradas por el viento; era antorchas entrevistas desde lejos en un oscuro bosque; era un inhospitalario amanecer en una gélida playa; la pálida y obsesionante luz de las luciérnagas entre las nieblas de las marismas de Leychlyn; era todas las luces que no daban ni calor ni consuelo, que sólo hablaban de un refugio en otra parte, para algún otro.
Luego el sonido cesó y las imágenes se desvanecieron. Galadan bajó el cuerno. En su rostro había una expresión de aturdimiento. Dijo con incredulidad:
-Lo he oído. ¿Cómo he podido oir el Cuerno de Owein?
Nadie le respondió. Nadie habló. Todos miraban el cielo. Y en aquel momento aparecieron Owein y los fantasmales reyes de la Caza Salvaje, y al frente, blandiendo como los demás una mortífera espada, cabalgaba el niño sobre el pálido Iselen. El niño que había sido Finn dan Shahar.
Y que ahora era la muerte.
Oyeron que Owein gritaba en salvaje y caótico éxtasís. Oyeron el griterío de los siete reyes. Los vieron entretejerse como el humo con la luz del Sol.
-¡Owein, alto! -gritó Arturo Pendragon con toda la estridente autoridad que su voz podía expresar.
Pero Owein trazó un círculo sobre sus cabezas y se echó a reír.
-No puedes encadenarme, Guerrero. ¡Somos libres, tenemos al niño, ha llegado la hora de que cabalgue la Caza Salvaje!
Y, al punto, los reyes se precipitaron con salvaje ímpetu destructivo, invulnerables.
Eran el hilo del caos introducido por azar en el Tapiz. Al punto pareció que sus espadas resplandecían de sangre. Cabalgarían para siempre jamás y sembrarían la muerte hasta que no quedara nada que atar.
Pero en aquel momento, Kim los vio titubear y retener sus desbocados corceles de humo. Los oyó levantar sus fantasmales voces en confusa protesta.
Y vio que el niño no descendía con ellos. Finn parecía sufrir, angustiarse, mientras el caballo se desbocaba y encabritaba en la roja luz del crepúsculo. Estaba gritando algo que Kim no podía oir bien. No lo entendía.
En el templo, Leila gritó. Oyó el sonido del cuerno, como si explotara en su cerebro.
Apenas podía pensar. Pero entonces entendió. Y volvió a gritar de angustia, mientras se establecía la conexión una vez más.
De pronto, pudo ver el campo de batalla. Estaba en el cielo, sobre Andarien. Jaelle estaba en la colina allá abajo, con el soberano rey, Ginebra y todos los demas. Pero era al cielo hacia donde ella miraba, y vio aparecer a la Caza Salvaje: Owein y los mortíferos reyes, y el niño, que no era otro que Finn, a quien ella amaba.
Gritó por tercera vez, en voz alta en el templo, y con toda la fuerza de su mente en el cielo, allá en el norte: ¡Finn, no! ¡Vete! Soy Lelia. ¡No los mates! ¡Vete!
Lo vio dudar y mirarla. Sintió un blanco dolor: la mente se le hacia astillas y se sentía desgarrada en pedazos. Él la miró y ella pudo leer en sus ojos la distancia, lo lejos que estaba; demasiado lejos como para que ella lo alcanzara.
Demasiado lejos. Él ni siquiera contestó. Se alejó. Oyó cómo Owein se burlaba del Guerrero, vio que los reyes en el cielo blandían las ardientes espadas. El fuego la cercaba; había sangre en el cielo, en los muros del templo. El sombrío caballo blanco de Finn le enseñó amenazadoramente los dientes y se lo llevó lejos.
Leila se desasió con desesperación de quien la estaba sosteniendo. Shalhassan de Cathal se tambaleó. La vio echar a andar tropezando, casi cayendo al suelo. Logró erguirse, llegó al altar y cogió el hacha.
-¡En el nombre de la diosa! ¡No! -gritó una de las sacerdotisas horrorizada, llevándose una mano a la boca.
Leila ni siquiera la oyó. Gritaba, y estaba muy lejos de allí. Levantó el hacha de Dana, que sólo la suma sacerdotisa podía levantar. Levantó aquel objeto de poder sobre su cabeza y lo dejó caer con un golpe atronador sobre el altar de piedra. Y mientras lo hacia gritó otra vez, acumulando con el poder del hacha el poder de Dana, trepando hasta la cima de ellos como sobre un imponente muro para lanzar la terminante orden con la mente:
Finn, yo te lo ordeno. ¡En nombre de Dana, en nombre de la Luz! ¡Vete! ¡Ven conmigo ahora mismo a Paras Derval!
Cayó de hinojos en el templo soltando el hacha. En el cielo sobre Andarien miró en torno. No le quedaba nada; estaba vacía, como una concha. Si aquello no era suficiente, todo habría sido inútil, amargamente inútil.
¡Finn volvió. Frenó su desbocado caballo y lo obligó a encararse con el espíritu sin cuerpo de Leila. El caballo se encabritó con colérica resistencia. Era de humo y fuego, y quería sangre. Finn sostuvo las riendas con ambas manos, esforzándose por detenerlo en el aire. Miró a Leila y ella vio que la reconocía, que había regresado desde tan lejos para reconocerla.
Y con mucha suavidad le dijo, mediante el vinculo mental que habían compartido, sin ningún otro poder más que el sufrimiento y el dolor: Oh, Finn, por favor, vete. Por favor, vuelve conmigo.
Vio que los ojos de humo y sombras se agrandaban tal como ella recordaba que lo hacían antes. Y entonces, poco antes de caer desmayada, creyó oir que la voz de Finn le decía mentalmente una sola cosa, lo único que en realidad importaba: el nombre de ella.
En el anillo no había el menor parpadeo, y Kim sabía que no lo habría. No tenía poder alguno, estaba vacía; sólo le quedaban piedad y dolor, que no servían para nada. Una parte de su mente era salvaje y desesperadamente consciente de que había sido ella quien había desencadenado a la Caza aquella noche en los confines de Pendaran.
¿Cómo no había visto lo que sucedería?
Y, sin embargo, sabía que sin la intervención de Owein junto al río Adein los lios y los dalreis habrían muerto. Y ella no habría tenido tiempo de alcanzar a los enanos. Y Aileron y los hombres de Brennin, luchando solos, habrían sido exterminados. El Prydwen habría regresado de Cader Sedat para encontrarse con la guerra perdida y el triunfo de Rakoth Maugrim.
Owein, pues, los había salvado. Para destruirlos ahora, según parecía.
Así transcurrían sus pensamientos en el momento en que Finn separó su blanco corcel de los demás y comenzó a conducirlo hacia el sur. Kim se llevó las manos a la boca; oyó que Jaelle susurraba algo reteniendo la respiración, pero no pudo entender lo que dijo.
Owein lanzó un grito llamando a Finn, y los reyes del cielo protestaron. Finn luchaba por dominar el caballo, que había reaccionado al grito de Owein. El caballo se debatía y corcoveaba en las alturas del cielo, golpeando con las pezuñas. Pero Finn lo refrenaba con firmeza; sosteniéndose sobre el lomo del caballo, tiraba de las riendas, obligándolo a seguir hacia el sur, lejos de los reyes, lejos de Owein, lejos de la sangre de la Caza desencadenada. Otra vez Jaelle murmuró algo, con todo el dolor de su corazón.