Sendero de Tinieblas (50 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Y en aquel momento, precisamente entonces, Paul se dio cuenta de que faltaba alguien y se acordó del ligero y ahogado sonido que había oído poco antes a su lado y al que no había dado importancia.

Pero a su lado ya no había nadie.

Se volvió con el corazón palpitante y miró hacia el norte, al sendero que descendía hacia donde Uathach aguardaba en la pedregosa llanura.

Y lo vio. Y luego oyó, todos lo oyeron, una especie de estridente grito que resonaba en el aire del crepúsculo entre los ejércitos de la Luz y la Oscuridad.

-¡Por el Jabalí Negro! -oyó, todos lo oyeron-. ¡Por el honor del Jabalí Negro!

Y así fue como Diarmuid dan Ailell aceptó el desafío de Uathach y galopó solo sobre el caballo que su hermano había traído para él, blandiendo en alto la espada, con los rubios cabellos iluminados por el crepúsculo, mientras acudía corriendo al baile que su espléndida alma no podía rechazar.

Era un profesional, Dave lo sabía muy bien. Como había luchado junto a Diarmuid en la escaramuza invernal a orillas del Latham y luego en la cacería de lobos en el bosque de Leinan, tenía sobradas razones para saber de lo que el hermano de Aileron era capaz. Y el corazón de Dave -en parte por el furor que lo embargaba siempre antes de una batalla-saltó al ver la primera acometida de Diarmuid contra el urgach.

Y luego, tan sólo un instante después, el delirio combativo dejó paso a una escalofriante preocupación. Porque se acordó de la forma de combatir de Uathach en los ensangrentados bancales del Adein durante la primera batalla de la primavera de Kevin. Y en su mente, con mayor viveza que cualquiera de sus recuerdos, vio cómo el urgach de Maugrim, vestido de blanco, blandía su colosal espada y desde la silla del slaug descargaba un solo golpe que segaba la vida de Barth y Navon, los muchachos por los que había velado en el bosque.

Recordaba muy bien a Uathach, y ahora, al verlo de nuevo, el recuerdo, por tremendo que fuera, devenía menos terrible, mucho menos, que la realidad. A la luz del Sol poniente, en aquel terreno devastado entre los dos ejércitos, Diarmuid y su rápido e inteligente corcel se enfrentaron, en medio de un atronador ruido de pezuñas y un rechinante choque de espadas, con un enemigo que era mucho más que mortal para el hombre mortal que le plantaba cara.

El urgach era muy grande y extrañamente veloz pese a su enorme peso. Además era mucho más astuto de lo que hubiera podido serlo una criatura semejante si su naturaleza no hubiese sido alterada de alguna forma en los confines de Starkadh. Aparte de que el slaug por sí solo ya infundía un terror mortal. No dejaba de embestir con el curvo cuerno, intentando desgarrar las carnes del caballo de Diarmuid; corría sobre cuatro patas mientras daba coces a diestro y siniestro con las otras dos, y era tan peligroso que Diarmuid se veía obligado a esquivarlo por temor a que su montura fuera coceada y pisoteada y él mismo fuera a dar irremisiblemente con sus huesos sobre la devastada tierra. Y, como no podía acercarse, apenas podía alcanzar con su corta espada a Uathach, mientras que él, en cambio, era un blanco fácil para la espada negra del enorme urgach.

Junto a Dave, Levon dan Ivor contemplaba el drama que se desarrollaba allí abajo con el rostro pálido de congoja. Dave sabia con cuánta desesperación Levon había deseado la muerte de aquella criatura, y sabía cuán inexorablemente Torc, que no tenía miedo de nada, le había exigido a Levon el juramento de que no se enfrentaría él solo con Uathach.

De que no haría lo que ahora estaba haciendo Diarmuid.

Y lo hacia, pese al horror que inspiraba el monstruo con el que se enfrentaba, con la gracia espontánea que brota del impredecible y espléndido ingenio del hombre. Tan repentinos eran los frenazos y arranques, los cambios de dirección de Diarmuid -el corcel parecía una prolongación de su propia mente-, que en dos ocasiones se las arregló para esquivar el cuerno del slaug y propinar hábiles y peligrosas estocadas a Uathach.

El urgach los paró con una indiferencia tan brutal que verlo rompía el corazón. En las dos ocasiones, sus contragolpes hicieron que Diarmuid se tambaleara en la silla por el violento choque de aquella brutal defensa. Dave tenía experiencia en tales lances: se acordaba perfectamente de su primer encontronazo con un urgach en el bosquecillo de Faelinn. A duras penas había podido levantar el brazo durante los dos días siguientes, después de haber soportado uno de aquellos golpes. Y la bestia contra la que él se había enfrentado tenía tanta relación con Uathach como el sueño con la muerte.

Pero Diarmuid seguía todavía firme sobre la silla, seguía todavía buscando un lugar por donde colar la espada, describiendo con su corcel -tan pequeño junto al slaug- arcos y semicírculos, unas veces azarosos y desorientados, otras calculados para esquivar por un pelo los golpes de espada o las embestidas del cuerno, buscando sin cesar un ángulo, un camino, un resquicio por donde atacar en nombre de la Luz.

-¡Dioses, puede seguir cabalgando! -susurró Levon.

Y Dave sabia que no había palabras que pudieran expresar mejor la admiración de un dalrei. Y era bien cierto, era espléndidamente cierto; estaban presenciando una gloriosa exhibición mientras el Sol iba hundiéndose por el oeste.

Y de pronto aquello se convirtió en algo más, pues de nuevo Diarmuid atacaba a Uathach por el costado derecho e intentaba alcanzar el corazón de la bestia. Una vez más el urgach esquivó el golpe, y una vez más como antes su contragolpe cayó como se derrumba un árbol de hierro.

Diarmuid lo detuvo con la espada y se tambaleó sobre la silla. Pero esta vez, intentando sacar provecho de la ocasión, lanzó a su caballo hacia la derecha y propinó con la espada un golpe bajo para cortar una pata del slaug.

Dave empezó a proferir un grito de alegría pero tuvo que reprimirlo. Una burlona carcajada de Uathach pareció colmar el mundo, y detrás de él el ejército de la Oscuridad dejó escapar un estridente y atronador rugido de rapaz anticipación.

Un precio demasiado caro, pensó Dave, doliéndose por el hombre que combatía allá abajo. Pues aunque el slaug había perdido una pata y era por eso menos peligroso que antes, el hombro izquierdo de Diarmuid había sido desgarrado por una violenta cornada del animal. A la luz decreciente del crepúsculo era visible cómo la sangre manaba de una profunda y lacerante herida.

Era demasiado, pensaba Dave. Era en realidad un enemigo demasiado inhumano para que se enfrentara con él un simple ser humano. Torc había estado en lo cierto. Dave aparró la mirada de aquel terrible ritual que se estaba llevando a cabo ante ellos, y al hacerlo vio que Paul Schafer, que estaba un poco más lejos, lo estaba mirando a él.

Paul captó la mirada de Dave y la dolorosa expresión del rostro del hombretón, pero tenía la mente muy lejos, recorriendo los tortuosos senderos del recuerdo. Recordaba a Diarmuid la primera noche de su llegada. «¡Vaya melocotón!», había dicho refiriéndose a Jennifer, mientras se inclinaba a besarle la mano. Y lo había repetido pocos momentos después mientras se deslizaba a través de una alta ventana para confundir a Gorlaes y burlarse de él.

Otra imagen, otra extravagante frase -«He arrancado la más hermosa rosa del jardín de Shalhassan»-, al reunirse con Kevin, Paul y los hombres de la Fortaleza del Sur tras abandonar el perfumado recinto de Larai Rigal. Siempre las mismas extravagancias, siempre llamativos gestos que enmascaraban un buen número de verdades muy profundas. Pero las verdades se hacían ahora evidentes, saltaban a la vista. ¿No había protegido a Sharra el día en que ella había tratado de matarlo en Paras Derval? Y luego, la víspera del viaje a Cader Sedat, le había pedido que fuera su esposa.

Y había elegido a Tegid como intermediario.

Siempre el gesto, el cegador brillo de elegancia que escondía lo que era, lo que en el fondo era, lo que se encerraba tras la última puerta de su alma.

Sobre aquella elevación de terreno barrida por el viento, con el corazón doliente e incapaz de mirar otra vez hacia abajo, Paul recordaba cómo Diarmuid había renunciado a sus aspiraciones al trono. Cómo en el momento en que el destino parecía haber completado el círculo, cuando Jaelle estaba a punto de hablar en nombre de la diosa y proclamar al soberano rey en nombre de Dana, Diarmuid había tomado por su cuenta una decisión y había pronunciado con ligereza las palabras que sabía encerraban la verdad.

Aunque Aileron había jurado momentos antes que estaba dispuesto a matarlo.

Se oía el rechinar del metal contra el metal. Paul volvió a mirar. De algún modo -sólo los dioses sabían el esfuerzo que le debía de estar costando-, Diarmuid se las había arreglado para estrechar el círculo en torno al urgach y atacaba de nuevo anticipándose en el combate a su enemigo. Para ser rechazado una vez más con una fuerza tan aplastante que incluso Paul, desde tan arriba, podía sentirla.

Miraba. Mirar parecía una necesidad acuciante: para levantar testimonio y recordar.

Y una nueva secuencia de recuerdos acudió a su mente entonces, mientras el valiente caballo de Diarmuid hacia una pirueta para ponerse fuera del alcance del cuerno del slaug y de la espada del urgach. Imágenes de Cader Sedat, aquel lugar de muerte allá en el mar. Una isla que estaba en todos y en ninguno de los mundos, un lugar donde el alma se abría sin ocultar absolutamente nada. Donde el rostro de Diarmuid, al mirar a Metran, había mostrado la total y desnuda pasión de su odio contra la Oscuridad. Donde había entrado en la Cámara de los Muertos bajo el mar, y donde -si, en aquello había verdad, desnudo meollo- le había dicho al Guerrero, cuando Arturo se disponía a llamar a Lancelot y a llevar de nuevo al mundo aquella antigua tragedia de tres: «No tienes obligación de hacerlo. No está ni escrito ni exigido».

Y Paul vislumbró entonces, estremeciéndose por la intensidad del reconocimiento, el hilo que entrelazaba aquellos dos momentos. Porque era por Arturo y Lancelot, y por Ginebra, por quienes Diarmuid, con toda la espontánea anarquía de su naturaleza, había reclamado aquel baile como suyo.

Se había rebelado desafiadoramente contra la urdimbre de sus interminables destinos y había convertido aquella rebelión en una iniciativa personal contra la Oscuridad. Había cargado con la responsabilidad de combatir con Uathach para que Arturo y Lancelot, los dos, pudieran ir más allá de aquel día.

El Sol casi se había puesto. Los últimos rayos, largos y rojos, caían sobre Andarien. A la luz del crepúsculo parecía que el combate se estuviera librando muy lejos, en un reino de sombras como el pasado. El silencio era total. Incluso habían cesado los gritos de triunfo que de vez en cuando dejaban escapar los svarts alfar. Salpicaduras de sangre manchaban la nívea blancura de las ropas de Uathach, y Paul no alcanzaba a saber si la sangre provenía de las heridas de Diarmuid o de las del propio urgach. No parecía importar demasiado: el caballo de Diarmuid, fieramente gallardo pero irremediablemente acabado, daba muestras de evidente fatiga.

Diarmuid lo hacía retroceder algunos pasos para proporcionarle algún respiro, pero tal cosa no era posible. No en aquel combate, con semejante enemigo. Uathach, que ya no reía, lo atacaba con su negra y mortal espada, y Diarmuid tenía que espolear con saña a su montura para responder al ataque. En medio del impresionante silencio que reinaba en la colina, se oyó una voz:

-Sólo le queda una oportunidad, sólo una -dijo Lancelot du Lac.

-Si eso puede llamarse oportunidad -replicó Aileron en un tono que ninguno de ellos le había oído utilizar hasta entonces.

Por el oeste, más allá de la bahía de Linden, el Sol se puso. Paul se volvió y vio que la última luz, al morir, iluminaba el rostro de la princesa de Cathal. Vio también que Kim y Jaelle estaban a su lado, y luego volvió a mirar las figuras que luchaban en la llanura. A tiempo de contemplar el final.

Era, en conjunto, hasta un poco ridículo. Aquel horrible y peludo monstruo, de tamaño desmedido incluso para un urgach, era tan rápido como el propio guerrero. Y manejaba una espada que hasta Diarmuid dudaba haber podido levantar, y mucho menos blandir con aquellos rotundos e incesantes golpes. Era además astuta, sobrenatural y perversamente inteligente. ¡Por el río de sangre de Lisen! ¡Se suponía que los urgachs eran estúpidas bestias! ¿Dónde, pensaba Diarmuid, mientras detenía con la espada otro golpe que era como una avalancha, dónde estaba el sentido de la medida en aquello?

Tenía ganas de formular esa pregunta en voz alta, pero la supervivencia se había convertido en un asunto de meticulosa concentración en aquellos últimos momentos, y no podía desperdiciar el aliento en ingeniosas observaciones. Una vergüenza. Se preguntaba, jocosamente, qué contestaría Uathach a la sugerencia de que aquel asunto se solventara en el juego de dados que a Diarmuid se le acababa de ocurrir celebrar en su… ¡Dioses! Incluso con una pata menos, el slaug, que doblaba el tamaño de su fatigado caballo, era por sí solo mortífero. Blandiendo la espada con un movimiento tan desesperadamente veloz como ninguno de los realizados hasta entonces, Diarmuid se las arregló para bloquear una embestida del cuerno del animal que hubiera destripado a su caballo. Por desgracia, aquello significaba…

Se incorporó sobre la silla, después de haber pasado limpiamente bajo el vientre de su caballo dejándose caer por un lado y emergiendo por el otro, mientras un aniquilador mandoble de Uathach silbaba al cortar el espacio que ocupaba su cabeza tan sólo un instantes antes. Se preguntó si Ivor de los dalreis recordaría haberle enseñado aquella pirueta hacia ya unos cuantos años, cuando Diarmuid era sólo un muchacho que pasaba el verano en la Llanura en compañía de su hermano. Hacía ya unos cuantos años, pero por alguna razón parecía que hubiese ocurrido ayer. Era curioso cómo casi todo parecía haber ocurrido ayer.

El impulso de la última acometida de Uathach había hecho vacilar sobre la silla al enfurecido urgach, y el slaug, con la inercia del peso, se había alejado unos pasos. Si hubiera estado en plena forma, Diarmuid habría podido aprovechar la ocasión para intentar alguna nueva forma de ataque, pero el caballo jadeaba desesperadamente con los belfos llenos de espuma, y el brazo izquierdo se le iba paralizando poco a poco mientras la debilidad producida por el profundo desgarrón de la herida le iba invadiendo el pecho.

Aprovechó aquel breve respiro de la única manera que podía: para que el caballo tuviera tiempo de recuperarse. Un puñado de segundos, tan sólo eso, y no era en modo alguno suficiente. Entonces se acordó de su madre. Y del día en que su padre había muerto. Demasiadas cosas parecían haber ocurrido ayer. Pensó en Aileron, en las cosas que había dejado por decirle en todo aquel ayer. Y después, mientras Uarhach volvía grupas al slaug, Diarmuid dan Ailell le susurró algo al caballo por última vez y notó que se erguía con bravura al oír el murmullo de su voz. En lo más profundo de su corazón se sintió invadido por una intensa calma, y en lo más profundo de aquella calma surgió el rostro de Sharra, a través de cuyos oscuros ojos -umbrales de un alma de halcón- el amor se había enseñoreado inesperadamente de él y lo había conquistado por entero.

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