Sendero de Tinieblas (45 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Kim miró al enano que había labrado la Caldera, lo vio mirar su propia obra de arte y en aquel momento comprendió cómo había podido ser capaz de liberar a Maugrim y entregarle la Caldera. Se dio cuenta de que Kaen era el alma de un artista que se había dejado llevar demasiado lejos. La búsqueda, el anhelo de conocimiento y de creación llevados hasta los umbrales mismos de la locura.

Usar la Caldera no hubiera significado nada para un hombre como él: sólo importaba encontrarla, saber dónde estaba. Era un anhelo tan abstracto, tan interiorizado, tan destructor, que nada hubiera podido interponerse entre ese afán por buscar y el objeto tan largo tiempo deseado. Ni siquiera mil o diez mil muertos, ni siquiera la entrega a la Oscuridad de un mundo que arrastraría a todos los demás.

Era un genio y estaba completamente loco. Su obsesión había llegado a tal extremo que ya no podía separarse de la maldad, y, sin embargo, había logrado extraer de su espíritu aquella belleza, tan perfecta que Kim no había pensado jamás en ver algo igual, ni tampoco imaginado que pudiera llegar a verlo algún día.

No supo cuánto tiempo estuvieron todos hipnotizados contemplando aquel esplendoroso objeto. Por fin Miach tosió un poco, casi como disculpándose.

-El regalo de Kaen ha sido considerado -dijo con voz tonca y tímida.

Kim no podía culparlo. Si ella misma hubiera sido capaz de hablar, su voz habría tenido ese mismo tono, pese a lo mucho que sabía.

-¿Matt Soren? -dijo Miach.

Matt se acercó a Loren. Por un momento permaneció inmóvil frente al hombre por quien había abandonado aquellas montañas y aquel lago. La mirada que se intercambiaron ambos obligó a Kim a apartar la suya; era una mirada tan íntima, tan elocuente, que nadie tenía derecho a compartirla. Luego Matt, con toda calma, descubrió el objeto que había hecho.

Loren estaba sosteniendo entre sus manos un dragón. Se parecía a la resplandeciente obra de arte de Kaen tanto como la puerta de piedra al final de la escalera se parecía a las magníficas arcadas que daban acceso al Salón de Seithr. Estaba toscamente labrada, con las caras y los ángulos sin pulir. Mientras la caldera de Kaen brillaba esplendorosamente a la luz de las estrellas, el dragón labrado por Matt parecía apagado por ellas. Tenía dos enormes ojos hundidos, y la cabeza se erguía con torpe y forzado gesto.

Y sin embargo, Kim no podía dejar de mirarlo. Y era consciente de que tampoco los otros podían hacerlo, incluso Kaen, cuyas burlonas mofas habían dejado paso al silencio.

Al observarlo con atención, Kim vio que la tosquedad estaba buscada con deliberación; era resultado de la voluntad, no de la escasa habilidad o la precipitación en el trabajo. La línea del lomo del dragón podría haber sido limada tan sólo en unos instantes, y lo mismo era aplicable a la tosca superficie del cuello. Matt lo había dejado así por un motivo deliberado.

Y poco a poco empezó a comprender. Sintió un estremecimiento involuntario, pues en aquel hecho se ocultaba un poder inefable, nacido del alma y del corazón, de un conocimiento que no se alimentaba en la mente consciente. En efecto, mientras Kaen había buscado -y encontrado- la forma de expresar la belleza de aquel lugar, en captar y transmutar las estrellas.

Mart había intentado algo más.

Había labrado una aproximación -tan sólo eso- del antiguo y primitivo poder que Kim había sentido mientras subían las escaleras y del que había tenido una abrumadora conciencia desde el preciso momento en que había llegado a la vega.

Calor Diman era infinitamente más que un lugar de gloria, por magnífica que fuera. Era hogar de piedra, lecho de roca, raíz. Abarcaba la tosquedad de la roca, la ancestral edad de la Tierra, las frías profundidades de las aguas de las montañas. Era muy peligroso. Era el corazón de los enanos y su poder, y Matt Sóren, que había sido proclamado rey por haber pasado una noche en aquella vega, lo sabía mejor que nadie, y la figura que había labrado para el lago así lo testimoniaba.

Ninguno de los que estaban allí podía saberlo, y el único que hubiera podido decírselo había muerto en Gwen Ystrat para poner fin al invierno, pero junto al abismo, en la cueva de Dana, en Dun Maura, había un cuenco de piedra excavada de incalculable antigüedad.

Y ese cuenco personificaba, del mismo modo que el dragón de Matt, la inimaginable conciencia de la naturaleza del poder ancestral.

-Ya lo hiciste antes -dijo Miach con suavidad-. Hace cuarenta años.

-¿Te acuerdas? -preguntó Matt.

-Sí. Pero no era el mismo.

-Entonces yo era muy joven. Creí que podría esforzarme por igualar en cristal la verdadera esencia de lo que estaba plasmando. Ahora soy más viejo y he aprendido unas pocas cosas. Estoy contento de que se me dé una oportunidad de rectificar antes del final.

En los ojos de Miach había un envidioso respeto, y también en los de Ingen, según pudo ver Kim. En el rostro de Loren se leía algo más: una expresión que reunía el orgullo de un padre, de un hermano, de un hijo.

-Muy bien -dijo Miach, irguiéndose tanto como le permitían sus muchos años-, hemos considerado vuestras dos obras de arte. Ahora cogedlas y arrojadlas, y quizás la Reina de las Aguas nos beneficie con su guía.

Entonces Matt Sóren cogió el dragón y Kaen la resplandeciente caldera de cristal y juntos se alejaron de los seis que iban a limitarse a observar. En el silencio de la noche, bajo las estrellas, cuando aún no se había levantado la Luna, avanzaron hacia las orillas de Calor Diman y allí se detuvieron.

Las estrellas brillaban en el lago y en el cielo, sobre sus cabezas, y poco después otras dos cosas brillaron en el agua, cuando los dos enanos que había ido allí para ser juzgados hubieron arrojado sus regalos de cristal al lago. Los objetos cayeron al agua, con un chapoteo que resonó en la obsesionante quietud, y desaparecieron en las profundidades de Calor Diman.

Kím vio con un estremecimiento que las aguas ni se agitaron ni se encresparon en el lugar donde cayeron los objetos.

Luego sobrevino el momento de la espera, un tiempo fuera del tiempo, tan sobrecargado por las vibraciones de aquel lugar, que parecía que se iba a prolongar para siempre, que se había venido prolongando desde el momento en que Fionavar comenzó a girar en el Telar. Kimberly, pese a todos sus sueños, pese a sus dones de vidente, no tenía ni idea de lo que estaba esperando, no sabía en qué iba a consistir la respuesta del lago. Sin apartar la mirada de los enanos que permanecían junto a la orilla, se replegó en su interior en busca de su alma gemela, intentando hallar una respuesta a la pregunta que no podía contestar. Pero al parecer tampoco podía hacer nada la parte de ella que correspondía a Ysanne. Ni los sueños de la vieja vidente ni la riqueza de sus propios conocimientos servían para nada: los enanos habían mantenido su secreto muy bien guardado.

Y entonces, mientras Kim pensaba en todas esas cosas, vio que Calor Diman se estaba moviendo.

Unos círculos blancos empezaron a tomar forma en el centro del lago, y al mismo tiempo se oyó un ruido, agudo y estridente, un lamento obsesionante, que no se parecía a ninguno de los que había oído jamás. Loren, a su lado, murmuró algo que quizás era una plegaria. Los círculos blancos se convirtieron en olas y el lamento fue creciendo más y más, a la par de las olas, que de pronto se precipitaron desde el agitado corazón de las profundas aguas hacia la orilla, como si Calor Diman estuviera vaciándose. O alzándose.

Y en aquel preciso momento apareció el Dragón de Cristal.

Entonces estalló en Kim el discernimiento, y con él, como tantas otras veces, la sensación, ante los hechos consumados, de que aquello debería de haberle resultado obvio. Había visto la enorme escultura de un dragón dominando la entrada del Salón de Seithr. Había visto el objeto labrado por Matt y había oído lo que él y Miach se habían dicho. Había sido consciente desde el principio de que en aquel lugar había algo más que belleza. Había captado su poder mágico, ancestral y profundo.

Eso era. Aquel cristalino y resplandeciente Dragón del lago era el poder de Calor Diman. Era el corazón de los enanos, su alma y su secreto, que ahora se les permitía ver a Loren y a ella. Un hecho -era plenamente consciente- que convertía sus muertes en realidades ineludibles si Kaen llegaba a prevalecer en lo que se estaba avecinando.

Apartó de su mente tal pensamiento. A su alrededor, todos, incluso Loren, habían caído de hinojos. Ella no. Sin entender demasiado el impulso que la hacia permanecer en pie -orgullo, o quizás algo más-, se encaro con los ojos del Dragón de Cristal y lo miró con respeto, pero como a un igual.

Sin embargo, era difícil. El Dragón era inimaginablemente hermoso. Criatura de la vega de la montaña y de las heladas profundidades de luz, brillaba casi traslúcido al resplandor de las estrellas, alzándose desde las agitadas aguas sobre las figuras de los dos enanos arrodillados en los bancales de Calor Diman.

Luego extendió las alas, y Kimberly gritó de admiración y pavor, pues las alas del Dragón resplandecían y brillaban con miles de colores como gamas de infinita variedad, todo un juego de luz en la cuenca de la noche. Estuvo a punto de caer ella también de hinojos, pero de nuevo algo la mantuvo en pie, mirando con la boca abierta.

El Dragón no se echó a volar. Se quedó suspendido, con medio cuerpo en el agua y medio cuerpo fuera. Luego abrió la boca y exhaló una llamarada, una llamarada sin humo, como la de las antorchas en el interior de la montaña; la llama tenía un color azul blanquecino a través del cual podían verse todavía las estrellas.

El fuego se extinguió. El Dragón tenía aún las alas abiertas. Un silencio, frío y absoluto, como el silencio que podía haber reinado en el principio del tiempo, invadió la vega. Kim vio que una de las garras del Dragón emergía despacio, llevando algo agarrado. Algo que de pronto el Dragón de Cristal arrojó sobre las yerbas junto al lago, con un gesto que le pareció de despectivo desdén.

Vio lo que era.

-¡No! -exhaló con un sonido desgarrador que salió de ella como se desgarra la carne de una herida.

Tirado sobre la yerba, brillando, estaba la miniatura labrada en cristal del dragón.

-¡Espera! -susurró vivamente Loren poniéndose en pie y cogiéndole la mano-. Mira.

Al hacerlo, vio que el Dragón de Calor Diman sacaba la otra garra, que sostenía un segundo objeto. Era la caldera de resplandeciente y centelleante belleza, que el Dragón también arrojó sobre la yerba azul verdosa.

Ella seguía sin entender. Miró a Loren, cuyos ojos tenían una extraña luz.

-Mira otra vez, Kim. Mira con atención -dijo.

Ella volvió a mirar. Vio a Matt y a Kaen arrodillarse en la orilla. Vio que el Dragón se cernía resplandeciente sobre ellos. Vio las estrellas, las aguas que iban asentándose, los oscuros riscos de las montañas. Vio sobre la yerba la caldera de cristal y junto a ella la miniatura del dragón.

Vio que el dragón tirado en la yerba no era el que Matt acababa de arrojar al lago.

Y en aquel preciso instante, mientras la esperanza la iluminaba como el blanquecino fuego azul del Dragón, vio que algo más emergía de Calor Diman. Una diminuta criatura salió del agua, agitando con vehemencia las alas que la sostenían en alto. Una criatura que ahora brillaba más de lo que antes habría brillado, y cuyos ojos resplandecientes en la noche ya no eran oscuros ni carecían de vida.

Era la obra de arte nacida del corazón que Matt había ofrecido y que ahora tomaba vida por gracia del lago, que había aceptado aquel regalo.

Se levantó una nerviosa agitación. Kaen avanzó de rodillas y cogió su caldera. Se levantó y la tendió en un gesto de súplica.

-¡No! -rogó-. ¡Espera!

No le dio tiempo a decir nada más: el tiempo acabó para él. En aquel lugar de belleza que era algo más que bello, de pronto el poder manifestó su presencia sólo por un momento, pero fue suficiente. El Dragón del lago, el guardián de los enanos, abrió la boca y exhaló una segunda llamarada.

No hacia el aire de las montañas, no como aviso u ostentación. El fuego del Dragón alcanzó a Kaen, que estaba de pie, con los brazos extendidos, ofreciendo otra vez su regalo rechazado y lo abrasó hasta consumirlo del todo. Durante un horripilante instante, Kim vio que su cuerpo se retorcía en medio de las traslúcidas llamas, y luego desapareció por completo. No quedó nada en absoluto, ni tan siquiera la caldera que había labrado. El fuego banquiazul se extinguió, y, cuando lo hubo hecho, Matt seguía arrodillado, solo, en medio del aturdido silencio, junto a las orillas del lago.

Lo vio tender una mano y coger el esculpido dragón que yacía a su lado, el dragón -Kim lo entendía ahora, viendo claro lo que Loren había colegido desde el primer momento- que había labrado hacía cuarenta años, cuando el lago lo había proclamado rey. Muy despacio, Matt se levantó y miró de frente al Dragón de Calor Diman. A Kim le pareció que había en el aire un matizado resplandor.

Luego el Dragón rompió a hablar:

-No deberías haberte marchado -dijo con un pesar muy antiguo.

Una tristeza muy profunda después de tan salvaje fulgor de poder. Matt bajó la cabeza.

-Acepté tu regalo aquella noche -dijo el Dragón con una voz tan salvaje, fría, clara y solitaria como el viento de la montaña-. Lo acepté por el coraje que subyacía en el orgullo de lo que tú me ofrecías. Te proclamé rey bajo Banir Lók. No deberías haberte marchado.

Matt levantó la vista, aceptando el peso de la mirada cristalina del Dragón. No dijo nada aún. Kim se dio cuenta de que a su lado Loren estaba llorando.

-Sin embargo -dijo el Dragón del Lago con un timbre nuevo en la voz-, sin embargo, has cambiado desde que te fuiste, Matt Sóren. Has perdido un ojo en guerras ajenas a nuestro pueblo, pero esta noche has demostrado, con este segundo regalo, que sólo con un ojo ves más profundamente en mis aguas de lo que nunca ha llegado a ver cualquiera de los reyes de los enanos.

Kimberly se mordió el labio y deslizó su mano entre las de Loren. Su corazón estaba inundado de luz.

-No deberías haberte marchado -oyó que el Dragón le decía a Matt-, pero por lo que esta noche has hecho, admitiré que una parte de ti nunca se marchó. Bienvenido de regreso a casa, Matt Sóren, y escúchame cómo te proclamo ahora como el más auténtico de los reyes que jamás reinaran bajo Banir Lok y Banir Tal.

Había luz, parecía haber mucha luz: el calor matizado y rosáceo de la más salvaje de las luces.

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