Pero en realidad no era el mismo, no lo era.
Y ocurrió que, en aquel preciso instante, Leyse de la Marca de Swan oyó su canción.
Se alejó de aquel lugar, caminando sola, ocultada por el tamiz de las sombras, y en su corazón iba sonando sin cesar una canción, la última canción.
En la ribera más occidental encontró, entre los sauces y las corandieles, un pequeño bote de madera de aum con una sola vela, blanca como su vestido. Había pasado por aquel lugar miles de veces, pero jamás lo había visto. Porque no estaba allí, dedujo. Lo había llamado la música de su canción. Siempre había pensado que tendría que ser ella quien construyera el bote, cuando llegara la hora, y se había preguntado cómo lo haría.
Ahora ya lo sabia. La canción sonaba sin cesar en su corazón, dibujando una tristeza más y más dulce y una promesa de paz que alcanzaría más allá de las aguas.
Saltó dentro del bote y le dio impulso para alejarlo del bajío y de los sauces. Mientras se deslizaba cerca de la orilla norte del Celyn, cogió una flor de sylvain roja y otra plateada para llevárselas consigo, mientras la música y el río la llevaban al mar.
Y aquel bote, construido por arte de magia, nacido de un anhelo que era la verdadera esencia de los lios alfar, no naufragó entre las olas del anchuroso mar. Navegó hacia el oeste, más allá todavía del oeste, mucho mas allá, hasta que por fin llegó tan lejos que alcanzó el lugar donde todo cambia, incluso el mundo.
Y de este modo, Leyse de la Marca de Swan surcó las aguas donde el Traficante de Almas había sido asesinado y así fue la primera de su pueblo que después de mil años pudo alcanzar el mundo que el Tejedor había dibujado exclusivamente para los Hijos de la Luz.
El Sol se había puesto; por eso el resplandor de los muros se había desvanecido. Las antorchas parpadeaban en las abrazaderas. Ardían sin humo; Kim no se explicaba cómo.
Se detuvo junto con los demás al pie de la escalinata de noventa y nueve escalones que conducía hasta el lago de Cristal y una sensación de pavor le invadió el corazón.
Eran ocho. Kaen había llevado consigo a dos enanos que ella no conocía; ella y Loren habían ido con Matt; y Miach e Ingen estaban en representación de la Asamblea de Enanos, para servir de testigos en el juicio de Calor Diman. Loren llevaba un objeto cubierto con un tupido tejido, y otro tanto los compañeros de Kaen. Objetos de cristal, frutos de una tarde de trabajo. Regalos para el lago.
Kaen llevaba un pesado manto negro, abrochado en el cuello por un solo prendedor de oro con una yeta azul de thieren que refulgía a la luz de las antorchas. Matt iba vestido como siempre, de marrón, con un ancho cinturón de cuero y botas, sin adornos de ninguna clase. Kim observó su rostro. No tenía expresión alguna, pero parecía extrañamente enérgico, casi como si refulgiera. Nadie dijo nada. A un gesto de Miach, empezaron a subir. Las escaleras eran muy antiguas y la piedra estaba corroída en algunos lugares, en otros desgastada y resbaladiza, contrastando con la cuidada y artística arquitectura del conjunto. Los muros eran toscos, sin pulir, con agudos bordes que podían llegar a cortar si no se iba con precaución. Era dificil ver con claridad porque las antorchas producían tanto sombras como luz.
A Kim le pareció que la primitiva escalinata, más que ninguna otra cosa, la estaba obligando a retroceder en el tiempo. Era totalmente consciente de estar en el corazón de una montaña. Iba en aumento la certeza de un crudo poder que se concentraba en torno a ella, un poder de roca y piedra, de tierra en rebelde desafío al cielo. Una imagen apareció en su mente: titánicas fuerzas en combate, levantando montañas como si fueran guijarros para aplastarse unas a otras. Echaba de menos el Baelrarh con una intensidad cercana a la desesperación.
Llegaron hasta la puerta que había en lo alto de la escalera.
No era como las otras que había visto, entradas de un consumado sentido artístico que se abrían y cerraban en los muros, o arcos magníficamente trabajados de proporciones calculadas a la perfección. Ya se había dado cuenta, a mitad de la ascensión, de que esa puerta no sería como las demás.
Era de piedra, no demasiado ancha, con una pesada cerradura de oscuro acero. Se detuvieron en el umbral mientras Miach avanzaba apoyándose en su bastón. Sacó de un bolsillo una llave de acero, y muy despacio, con cierto esfuerzo, le hizo dar una vuelta en la cerradura. Luego asió el tirador y empujó. La puerta se abrió, dejando ver el oscuro cielo de la noche, con un puñado de estrellas enmarcardas por el vacío.
En silencio entraron en la vega de Calor Diman.
La había visto antes, en una visión que había tenido de camino al lago de Ysanne, y había supuesto que esa visión quizás la habría preparado para lo que iba a ver. Pero no fue así. No había preparación posible para aquel lugar. La vega se extendía en la cuenca entre las montañas como un escondido y frágil objeto de infinito valor. Y, acuñado en el regazo de la vega, del mismo modo que la vega yacía entre el circulo de los picachos, estaban las inmóviles aguas del lago de Cristal.
Las aguas eran oscuras, casi negras. Kim tuvo una rápida impresión de lo profundas y frías que debían de ser. Sin embargo, aquí y allá, en la silenciosa superficie del agua, pudo ver un destello de resplandor, pues el lago reflejaba la luz de las cercanas estrellas.
La Luna menguante aún no se había levantado; sabia que Calor Diman refulgiría cuando la Luna se alzara sobre Banir Lok.
Y de pronto tuvo la sensación -sólo una sensación, pero que era más que suficiente- de cuán terriblemente extraño, cuán terrorífico debería de ser ese lugar cuando la Luna llena brillara sobre él, y Calor Diman refulgiera bajo el cielo, proyectando una luz inhumana sobre la vega y las laderas de las montañas. En la noche de plenilunio no debía de ser un lugar adecuado para los mortales. La locura debía de acechar en el cielo y en las aguas profundas, en cada brizna resplandeciente de yerba, en los antiguos, vigilantes y esplendorosos riscos.
Incluso ahora, sólo a la luz de las estrellas, era difícil de soportar. Nunca se había dado cuenta de con cuánta intensidad el peligro acecha en la belleza. Y allí había además algo más, algo más profundo y frío, tan profundo y frío como las mismas aguas del lago. Cada segundo que pasaba, mientras la noche se espesaba y aumentaba el brillo de las estrellas, la hacia más y más consciente del poder mágico que aguardaba allí a ser desencadenado. Agradecía más de lo que hubiera podido expresar la protección que le dispensaba la piedra de vellin: un regalo de Matt, lo recordaba perfectamente.
Miró a Matt, que si había estado allí en una noche de plenilunio y había sobrevivido, y que por eso había sido proclamado rey. Lo miró, con un entendimiento nuevo y profundo, y vio que él le devolvía la mirada, con la expresión todavía enérgica, de una extraña y refulgente intensidad. Se dio cuenta de que por fin él había vuelto a su hogar. Lo había hecho regresar la marea del lago que sentía en el corazón: ya no tenía necesidad de luchar contra la atracción.
No tenía necesidad de luchar; sólo tenía que acatar un juicio. Y correr un enorme riesgo allí, en aquella montañosa cuenca que parecía estar a medio camino hacia las estrellas. Pensó en el ejército de los enanos que había ido al otro lado de las montañas.
No tenía idea de lo que podía hacer, ni la más mínima idea.
Matt se le acercó. Le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que se alejara un poco de los demás. Lo obedeció y se apartó con él de los otros. Se subió la capucha y se metió las manos en los bolsillos. Hacia mucho frío. Miró a Matt y esperó, sin decir nada.
-Hace mucho tiempo -dijo él- te pedí que reservaras parte de las palabras de admiración que dedicabas al lago de Ysanne para cuando pudieras contemplar este paraje.
-Es mucho más que bello -repuso ella-. Me faltan palabras para expresar mi admiración. Pero tengo mucho miedo, Matt.
-Lo sé. Yo también. Si no lo manifiesto es porque estoy dispuesto a acatar el juicio, sea cual sea. Lo que hice hace cuarenta años, lo hice en nombre de la Luz. Quizás haya sido también un acto de maldad. Cosas semejantes han, ocurrido ya antes y ocurrirán otra vez.
Acataré el juicio.
Ella nunca lo había visto así. Se sentía empequeñecida ante él. Detrás de Matt, Miach estaba susurrando algo a Ingen; luego se dirigió hacia Loren y el compañero de Kaen, que llevaban los objetos de cristal cubiertos por paños.
-Creo que ha llegado la hora -dijo Matt-. Quizá sea también la hora de mi final. Pero, antes, tengo que darte algo.
Inclinó la cabeza y metió una mano bajo el parche que ocultaba la cuenca vacía de su ojo. Kim vio que levantaba el parche y, por primera vez, vislumbró la cuenca hueca del ojo. Luego cayó algo de color blanquecino y él lo recogió en la palma de la mano. Era un pequeño envoltorio cuadrado de tela suave. Matt lo abrió y le mostró el Baelrath que brillaba tenuemente sobre su mano.
Kim dejó escapar un grito ahogado.
-Lo siento -dijo Matt-; sé que con seguridad te has atormentado imaginando quién podría habértelo quitado, pero no he tenido oportunidad de hablar contigo hasta ahora. Te lo quité de la mano cuando fuimos atacados en los umbrales de Banir Lék. Creí que sería mejor que… no le quitara ojo de encima hasta que supiéramos con seguridad lo que estaba sucediendo. Perdóname.
Ella tragó saliva, cogió la Piedra de Guerra y se la puso. El anillo brilló en su dedo y luego perdió intensidad. Entonces dijo con el tono que tan habitual había sido en ella:
-Te perdonaré absolutamente todo, desde este momento hasta que sea tejido el último hilo del Telar, excepto ese horrible juego de palabras.
El torció la boca. Ella quiso añadir algo más, pero ya no había tiempo. Parecía que nunca había habido tiempo suficiente. Miach los estaba llamando. Kim se arrodilló en la espesa y fría yerba y Matt la abrazó con infinita ternura. Luego la besó una vez, en los labios, y dio media vuelta.
Ella lo siguió hasta donde estaban los demás. Ahora volvía a tener en la mano el poder y notaba que estaba respondiendo al poder mágico de aquel lugar. Lenta y gradualmente, pero sin lugar a dudas. Y de pronto, ahora que de nuevo estaba en su poder, se acordó de algunas de las cosas que el Baelrath la había obligado a hacer. El poder tenía un precio. Lo había estado pagando durante todo el tiempo, y también otros lo habían estado pagando con ella: Arturo, Finn, Ruana de los Paraikos, Tabor.
No era un pesar nuevo, pero si más pesado e intenso. No servia de nada pensar en ello. Se detuvo junto a Loten, a tiempo de oír que Miach hablaba con profunda seriedad:
-No necesitáis que os diga que no existe tradición para lo que vamos a hacer. Vivimos tiempos que carecen de modelos en los que inspirarse. Aun así, la Asamblea de Enanos ha tomado una decisión que va a ser llevada a la prácica mientras seis de los que aquí estamos sirven de testimonio al juicio entre ellos dos.
Hizo una pausa para tomar aliento. No soplaba el viento en la cuenca entre las montañas. El frío aire de la noche estaba tranquilo mientras esperaban, y asimismo tranquilas estaban las estrelladas aguas del lago.
Miach dijo:
-Cada uno de vosotros descubrirá el objeto de cristal para que podamos verlo y saber qué significa; luego los dos los arrojaréis a la vez al agua y esperaremos a que el lago haga una señal. Si encontráis algún defecto en este procedimiento, decidlo ahora.
Miró a Kaen, que sacudió la cabeza.
-No hay defecto alguno -dijo con resonante y hermosa voz-. Veamos si el que abandonó a su pueblo y a Calor Diman quiere evitar este momento.
Se erguía hermoso y altivo con el manto negro sostenido por el broche dorado y azul.
Miach miró a Matr.
-No hay defecto alguno -dijo Matr Sóren.
Nada más. ¿Cuándo, pensó Kim con un nudo en la garganta, había desperdiciado una sola palabra desde que lo conocía? Con las piernas abiertas y las manos apoyadas en las caderas parecía una de las rocas que los rodeaban, firme y resistente como ellas.
Y sin embargo, había abandonado aquellas montañas. Pensó en Arturo y en los niños asesinados. Su corazón lloraba por los pecados de los hombres buenos, atrapados en un mundo tenebroso, en anhelo eterno por la luz.
«La cuestión a solventar», había dicho Miach en el Salón de Seithr, «es si un rey puede olvidar el lago.»
No lo sabía. Ninguno de ellos lo sabía. Estaban allí para encontrar la respuesta.
Miach miró a Kaen y le hizo un gesto con la cabeza. Kaen avanzó hasta su compañero que sostenía el objeto de cristal y con un rápido y grácil movimiento lo despojó de la tela que lo cubría.
Kim sintió como si le hubiesen dado un golpe en el pecho y los ojos se le llenaron de lágrimas. Se quedó sin aliento y tuvo que esforzarse un buen rato para recuperarlo. Y, mientras tanto, en su interior no cesaba de maldecir la terrible injusticia, la torturante y extrema ironía que encerraba aquello: el hecho de que alguien corroído por la maldad y con tan malas entrañas pudiera crear tanta belleza.
Había labrado en cristal la miniatura de la Caldera de Khath Meigol.
Era exactamente igual a como la había visto durante el largo y tenebroso viaje que había emprendido desde el Templo de Gwen Ystrat, cuando se había aventurado tan lejos en los tenebrosos designios de Rakorh que no hubiera podido volver sin la ayuda del canto de Ruana, que la había protegido y le había dado razones para regresar.
Era exactamente igual, pero en cierto modo distinta. La negra Caldera que había visto, la fuente del mortal invierno en pleno verano y después la fuente de la lluvia mortal que había asolado Eridu, era ahora un esplendoroso, delicado, glorioso, inefable objeto de cristalina luz, con inscripciones mágicas en el borde y dibujos simétricos en la base. Kaen había captado la imagen de la tenebrosa y destrozada Caldera y la había transformado en algo capaz de reflejar la luz de las estrellas con tanta magnificencia como el propio lago.
Era algo digno de ser anhelado, de ser dolorosamente deseado por todas y cada una de las criaturas mortales del Tejedor en todos los mundos del tiempo. Tanto por si misma como por lo que simbolizaba: el regreso de la muerte, desde más allá de los muros de la Noche, el apasionado anhelo de todos los destinados a morir, la posibilidad de que se pudiera ir y venir a través de la muerte. La posibilidad de que el fin no fuera el fin.