Sendero de Tinieblas (21 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Jamás supo tampoco qué fue lo que lo puso en guardia. Se precipitaban con tal velocidad, a través de la oscuridad y de la desatada y cegadora cortina de agua, que ninguno de ellos había visto la orilla, y mucho menos las rocas. Al recordar, al intentar revivir después aquel instante, creyó que quizás habían sido los cuervos quienes habían hablado, pero en aquellos momentos el caos reinaba en el Ptydwen, y jamás podría saber con seguridad lo que había ocurrido.

Lo único que sabia era que en la fracción de segundo antes de que el Prydwen saltara irremediablemente en astillas, se había puesto en pie, con una sorprendente seguridad dada la sobrenatural tormenta, y había gritado en un tono que abarcaba el del trueno y lo contenía, que estaba fuera y dentro del trueno -del mismo modo en que él había estado fuera y dentro del Árbol del Verano la noche en que había creído morir-, y con esa voz, la voz de Mórnir que lo había vuelto a la vida, había gritado en el momento en que se estrellaban:

-¡Liranan!

Los mástiles crujieron con el ruido de los árboles al ser derribados, y también la cubierta; el fondo del barco estaba completamente agujereado y por él entraban las oscuras aguas del mar. Paul se sintió lanzado, como una hoja, como una ramita, como una insignificancia, fuera de la cubierta del barco súbitamente encallado. Todos los hombres, todos y cada uno de los tripulantes de lo que hasta un instante antes había sido el bienamado Prydwen del abuelo de Kell, cayeron con violencia.

Y mientras Paul volaba por los aires, en la fracción de un centelleante segundo, mientras paladeaba por segunda vez la muerte, con la seguridad de que caeria sobre las rocas y sobre el enfurecido y aniquilante mar, en aquel preciso instante oyó en su mente una voz que recordaba a la perfección.

Y Liranan se dirigió a él y le dijo: Tendré que pagar por esto, y me veré obligado a pagar una y otra vez antes de que sea ultimado el tejido del tiempo. Pero estoy en deuda contigo, hermano, pues las estrellas del mar han vuelto a brillar en cierto lugar, porque tú me obligaste a ayudarte. Ahora no se trata de una obligación; es un regalo. ¡Acuérdate de mí!

Y entonces Paul sintió que se precipitaba sin poder remediarlo en las aguas de la bahía.

En las tranquilas, apacibles y azulverdosas aguas de la bahía. Lejos de las afiladas y mortales rocas. Al abrigo del mortal viento y bajo una lluvia que caía apaciblemente, liberada ya del vendaval que la había hecho tan peligrosa.

En el promontorio final de la bahía todavía rugía la tormenta, y los rayos seguían cayendo de las nubes color de púrpura. Pero donde él se encontraba ahora, donde se encontraban todos, la lluvia caía con suavidad desde el encapotado cielo de verano, mientras los hombres se dirigían a nado, de dos en dos, o en solitario, o en pequeños grupos, hacia la playa sombreada por la torre de Lisen.

Donde aguardaba Ginebra.

Era un milagro, constató Kim. Pero también constató otras muchas cosas a través de las lágrimas que derramaba de alivio y alegría. Aquel tejido era demasiado tupido, estaba demasiado cargado de sombras y de miles de intrincados hilos, urdidos y tejidos a la vez, para poder encontrar en su estado puro alguna emoción. Habían visto cómo el barco se precipitaba contra las rocas. Luego, en aquel preciso instante de terrorífica comprobación, habían oído un imperativo estruendo, entre trueno y voz, y en aquel instante, en aquel preciso instante, el viento había cesado de golpe y las aguas de la bahía se habían quedado en calma. Los hombres que tripulaban el Ptydwen habían caído por los destrozados costados del barco a la bahía, cuyas aguas pocos segundos antes con seguridad los habrían tragado.

Un milagro. Quizás más tarde habría tiempo de encontrar lo que lo había producido y dar las gracias. Pero todavía no había llegado ese momento, pues se estaba desplegando el enmarañado dolor de un destino interminable.

En efecto, después de todo, allí estaban los tres, y Kim no podía hacer nada, nada en absoluto, para remediar el dolor que sentía en el corazón. Del mar surgía un hombre que no estaba entre los tripulantes del Ptydwen cuando zarpó. Un hombre muy alto con cabellos y ojos oscuros. De su costado pendía una larga espada, a su lado caminaba Cavalí, el perro gris, y en sus brazos extendidos llevaba con cuidado el cuerpo de Arturo Pendragon. Las cinco personas que aguardaban expectantes en la playa sabían quién era ese hombre. Cuatro de esas personas se mantuvieron en un segundo término, aunque Kim sabia que cada uno de los instintos del alma de Sharra la empujaba a correr hacia el mar de donde Diarmuid acababa de salir ayudando a uno de sus hombres. Pero Sharra dominó esos instintos y Kim la admiró profundamente por ello. De pie entre Sharra y Jaelle, con Brendel un paso detrás de ella, contempló cómo Jennifer avanzaba bajo la apacible lluvia y se detenía ante los dos hombres a quienes había amado y por quienes había sido amada, durante muchas vidas en muchos mundos.

Ginebra estaba acordándose del momento que poco antes, aquella misma tarde, había pasado en la balconada, cuando Flidais les había contado que el Tejedor había entretejido en el Tapiz el azar como una autolimitación. Como desde un lugar infinitamente distante, se acordaba de que de pronto había concebido la esperanza de que aquella vez las cosas pudieran ser diferentes. Porque Lancelot no estaba allí; faltaba el tercer ángulo del triángulo, y quizás por eso los designios del Tejedor pudieran ser cambiados, porque el propio Tejedor había dejado en el Tapiz sitio para un cambio. Nadie había tenido conocimiento de tal pensamiento, ni lo tendría nunca. Y ahora se había desvanecido, se había borrado, había desaparecido para siempre.

En su lugar, allí estaba Lancelot, cuya alma era la otra mitad de la suya. Cuyos ojos eran tan oscuros, tan desinteresados, tan insondables como antes, y encerraban el mismo dolor, dolor que sólo ella podía captar y calmar. Cuyas manos…, cuyas manos de gráciles y afilados dedos eran tal como habían sido la última vez y las veces anteriores, cada una de las dolorosas veces anteriores, cuando ella las había amado y lo había amado a él como un reflejo de sí misma.

Unas manos que ahora sostenían con infinita e inconfundible ternura el cuerpo de su señor, el cuerpo del marido de ella, a quien también amaba.

A quien también amaba por encima de las dentelladas de las mentiras, por encima de la mezquina y envidiosa incomprensión, con una pasión total y demoledora que sobreviviría y la haría pedazos cada vez que despertara otra vez para ser la que siempre había sido y fatalmente estaba destinada a ser. Cada vez que despertara para recordar y constatar la traición como una piedra en el corazón de todas las cosas. El dolor latía en el corazón de un sueño; ésa era la razón por la que ella y Lancelot estaban aquí. Eran el precio, la maldición, el castigo que el Tejedor había hecho caer sobre el Guerrero en nombre de los niños que habían muerto.

En silencio, ella y Lancelot se miraron frente a frente en aquella playa, en un lugar que a los que los miraban les pareció que había sido desgarrado del flujo y reflujo del tiempo: una isla en el Tapiz. Permanecía quieta ante los dos hombres que amaba, mientras la lluvia caía sobre su cabeza y su mente se llenaba de innumerables recuerdos.

Miró de nuevo sus manos y recordó los días en que él había enloquecido -en verdad había estado loco durante un tiempo- porque la deseaba y se negaba a si mismo ese deseo. Recordó que se había marchado de Camelot y se había internado en los bosques, vagando sin rumbo mientras se sucedían las estaciones, desnudo incluso en invierno, solo y furioso, profundamente desgarrado por el deseo. Y recordaba cómo tenía las manos cuando por fin había regresado: cicatrices, cortes, costras, callosidades, uñas rotas, dedos semicongelados por haber escarbado en la nieve buscando bayas.

Recordaba que Arturo se había echado a llorar. Ella no. No había llorado hasta que hubo estado sola. Se había sentido transida por el dolor. Había pensado que hubiera sido mejor morir que verlo en tal estado. Y, más que cualquier otra cosa, habían sido aquellas manos, palpable evidencia de lo que él estaba sufriendo por el amor de ella, las que habían derribado sus últimas defensas y habían permitido que él accediera al rescoldo de su corazón y a la bienvenida tanto tiempo denegada. ¿Cómo podía considerarse una traición, a algo o a alguien, dar acogida a un hombre semejante? ¿Y permitir que el espejo fuera completado, para que al reflejar el fuego mostrara en su seno la imagen de los dos?

Ella permanecía callada bajo la lluvia, como él, y ninguno de esos recuerdos afloraba a su rostro. Aun así, él conocía los pensamientos de ella, y ella sabia que él los conocía. Sin moverse, sin decir palabra, después de tanto tiempo se tocaban sin tocarse. Las manos de él, que -ahora limpias, sin cicatrices, finas y hermosas- sostenían a Arturo en un abrazo amoroso, le hablaban a ella con tal intensidad que las oía como un coro que resonara en su corazón, como agudas voces que entonaran en un lugar abovedado un canto de alegría y dolor.

Y en aquel momento ella recordó algo más, que él no pudo conocer, aunque sus oscuros ojos se ensombrecieron más y más al mirar los de ella. Recordó de pronto la última vez que había visto su rostro: no en Camelot, ni en ninguna de las otras vidas y de los otros mundos adonde habían sido llevados para labrar el destino de Arturo, sino en Starkadh, hacia poco más de un año. Cuando Rakoth, destrozándola por el puro placer que eso le proporcionaba, había escudriñado en las apenas entreabiertas cámaras de sus recuerdos y había extraído una imagen que ella no había reconocido, la imagen del hombre que ahora se erguía ante ella. Y entonces comprendió. Vio de nuevo el momento en el que el tenebroso dios había tomado burlonamente la apariencia de él, en un profanador intento de asesinar y destruir su conocimiento del amor, de mancillar su recuerdo, de marchitarlo en ella con la sangre abrasadora que caía del muñón de su mano amputada.

De pie, junto al Anor, mientras las nubes comenzahan a despejarse en el oeste tras el estallido de la tormenta, mientras los primeros rayos del Sol poniente se inclinaban y caían sobre el mar, tuvo la seguridad de que Rakoth había fracasado en su intento.

Con irónica objetividad, una parte de su ser estaba pensando que había sido mejor que no hubiera fracasado. Habría sido mejor que hubiera matado en ella ese amor, que una suerte de bondad hubiera surgido de aquel abismo de maldad al liberarme a ella del amor por Lancelot, para que aquella traición pudiera tener un final.

Pero no lo había conseguido. Ella sólo había amado en toda su vida a dos hombres, los dos hombres más esplendorosos de todos los mundos. Y todavía los seguía amando.

Se dio cuenta de que la luz había cambiado: era ambarina con sombras de oro. La puesta de sol tras la tormenra. La lluvia había cesado. Un retazo de cielo azul se cernía sobre sus cabezas, con las variantes tonalidades del anochecer. Oyó el flujo del agua y luego el reflujo sobre la arena y las piedras. Permanecía tan erguida como le era posible, casi inmóvil. Tenía la sensación de que el más leve movimiento la rompería, y no podía romperse.

-El está bien -dijo Lancelot.

¿Qué es una voz?, pensó ella. ¿Qué es una voz para poder hacernos esto? Un espejo completado. Un sueño que se hace pedazos en ese espejo. Toda la textura de un alma en tres palabras. Tres palabras que no hacían referencia a ella, ni a él, ni servían de saludo, ni expresaban su deseo. Tres simples palabras que hacían referencia al hombre que llevaba en brazos, y también al hombre que él mismo era.

Si se movía, todo se rompería.

-Lo sé -dijo.

El Tejedor no lo había traído hasta aquel lugar, hasta ella, para que muriera en una tormenta en el mar; eso habría sido demasiado sencillo.

-Permaneció demasiado tiempo al timón -dijo Lancelot- y se golpeó en la cabeza cuando chocamos. Cavalí, ya en el agua, me condujo hasta él.

Hablaba con total sencillez. Sin bravuconería, sin dramatismo. Tras una pausa continuó:

-Incluso en medio de aquella tempestad estaba intentando hallar un hueco entre los escollos.

Una y otra vez, estaba pensando ella. ¿Cuántas veces puede volver una historia sobre si misma?

-Siempre ha estado buscando un hueco entre los escollos -murmuró ella.

No dijo nada más porque le resultaba difícil hablar. Lo miró a los ojos y esperó.

Había luz; el cielo estaba despejado, sin nubes. Y, de pronto, el destello del sol poniente en el mar, y luego el ocaso tras las nubes al oeste. Ella esperaba, sabiendo lo que él diría y lo que ella le respondería.

-¿Tengo que marcharme? -preguntó él.

-Sí -dijo ella.

No se movio. Tras ella, en los árboles del final de la playa, cantó un pájaro. Luego otro.

La corriente del mar fluía y refluía una y otra vez.

-¿Adónde debo ir? -dijo él.

Y ahora ella tenía que herirlo profundamente, porque él la amaba y no había estado allí para salvarla cuando aquello ocurrió.

-Debes de saber quién es Rakoth; han debido de hablarte de él en el barco. Se apoderó de mí hace un año y me llevó al lugar de su poder. Me torturó…

Se detuvo, aunque no por ella: era un dolor ya antiguo y Arturo lo había aliviado en parte. Pero tuvo que detenerse por lo que veía en el rostro de él. Luego, después de un momento, continuó con sumo cuidado, porque no podía desfallecer, no en aquellos momentos.

-Luego estuve a punto de morir -dijo-. Pero me salvé, y, cuando se cumplió el tiempo, tuve un niño.

De nuevo tuvo que detenerse. Cerró los ojos para no ver su rostro. Nadie ni nada había causado en él tanto dolor. Pero ella se lo causaba siempre. Oyó que se arrodillaba pues ya no confiaba en la fuerza de sus brazos y depositaba en el suelo el cuerpo de Arturo.

Con los ojos todavía cerrados siguió diciendo:

-Quise tener al niño. Hay razones que las palabras no pueden expresar. Se llama Darien, estuvo aquí hace poco, y se marchó porque yo le dije que lo hiciera. Ellos no entendieron por qué hice tal cosa, por qué no traté de retenerlo.

Hizo de nuevo una pausa para coger aliento.

-Creo que yo si lo entiendo —dijo Lancelot.

Sólo eso, lo cual era mucho.

Ella abrió los ojos. Estaba de rodillas ante ella. Arturo yacía a sus pies entre los dos, y el destello del sol sobre el mar brillaba tras los dos hombres, muy hermoso, del color del oro. Ella permanecía muy quieta.

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