Bond se sentía perplejo. Por regla general no le gustaban las mujeres llorando, pero sin saber por qué aquel caso parecía distinto. Una vez más se preguntó el motivo.
En las mejillas de Harriett aparecieron dos círculos brillantes y sus pupilas relampaguearon coléricas a través de las lágrimas.
—¿A qué cree que viene todo esto, James? —Sus palabras fueron acompañadas de otro sollozo—. ¿Cuál le parece el motivo?
—Ha sido un día muy duro realmente…
Ella dejó escapar una leve risita burlona que se desintegró en un sollozo.
—Lo dice usted muy finamente. En realidad soy una espía muy bien adiestrada. He tardado semanas, y aun meses, para entrar en contacto con los Humildes. Pero ahora, de pronto, por vez primera en mi vida me he enfrentado a la violencia y a la muerte… y no sólo una vez, sino dos. ¿Se da cuenta de lo que eso significa…?
—No quiero ser duro con usted, Harriett, pero se trata de algo que…
—¡De algo con lo que tendré que aprender a vivir! Eso es lo que nos dicen durante el adiestramiento, pero honradamente no sé si lo voy a conseguir —aspiró el aire con fuerza, estremeciéndose—. Ese hombre…, Hathaway… ¿Lo… lo maté, James?
—La han adiestrado muy bien, Harriett. Se trataba de usted o de él…, o de mí, para el caso. E hizo exactamente lo que cualquier otra persona en su caso habría hecho.
—¿Lo maté? —Ahora sus lágrimas quedaban reemplazadas por algo distinto: ¿Cólera? ¿Remordimiento? Bond había visto ya aquella expresión en otras ocasiones, pero siempre en hombres, no en mujeres.
—Sí —le contestó con firmeza, dando a su voz un leve tono de crueldad—. Lo mató, Harriett, igual que hubiera hecho cualquiera que se dedique a lo mismo que usted. Lo mató, y si quiere continuar viviendo en este ambiente tendrá que olvidar ese episodio; borrarlo de su mente, ya que de lo contrario la próxima vez será usted la que quede tendida en una losa del depósito de cadáveres. Olvídelo —repitió.
—¿Cómo? —casi gritó ella.
Bond estuvo pensando unos segundos. Luego le contestó:
—Antes mencionó usted el modo en que la Oficina de Impuestos apresó cierta vez a Al Capone. Pues bien, se cuenta algo de aquella época que quizá ayude a hacerla comprender. Aquella gente, los de la vieja banda, eran unos asesinos despiadados. En nuestro asunto, esa actitud es también la que cuenta. El famoso
Bugsy
Malone asesino, dueño de varias casas de juego y de todo lo que usted quiera, cierta vez se volvió hacia alguien que le molestaba en público y pronunció las palabras más estremecedoras que pueda imaginar. Le dijo: «Dese por muerto». Y en efecto, a aquel hombre no se le volvió a ver jamas. Harriett, en episodios como los de hoy tiene que mostrar esa misma frialdad. Decir a Hathaway «Dese por muerto». Y mátelo también en su recuerdo.
Ella lo miró. Su cara estaba enrojecida y poco atractiva después de su llanto. Los minutos discurrían lentamente. De pronto volvió a aspirar el aire con fuerza.
—Tiene razón, James. Sí que la tiene. Se trata sólo…, bueno, de que al ser la primera vez me ha afectado mucho.
—Pues recupere la calma, Harriett, porque de lo contrario voy a hacer que la tengan encerrada en la oficina o que la devuelvan a Washington. Hemos de trabajar juntos y no puedo permitirme incertidumbres ni sentimentalismos.
Ella hizo una breve señal de asentimiento.
—Todo irá bien. Gracias, James.
Se aproximó a él y lo besó en plena boca pasándole la fina y húmeda lengua por los labios y las encías. Una vez más, James se hizo atrás. Pensó que sería muy fácil caer en brazos de aquella mujer, pero hasta que estuviera seguro de su comportamiento, el riesgo a correr era demasiado grande.
—Harriett, lo siento pero tengo que marcharme.
Ella hizo una señal de asentimiento mientras le dirigía una sonrisa llorosa.
—Todo irá bien —repitió—. Lo siento. ¡Ah! Mis amigos me llaman Harry.
Él la miró como si quisiera infundirle confianza, seguridad y calor.
—El sol, la luna y Harry, ¿eh? Muy tentador.
—Quédate, James, por favor.
—No; tengo trabajo. Tú necesitas descansar. Veamos lo que pasa cuando hayamos profundizado un poco más en este asunto, Harry. ¿No te parece?
Ella hizo un ligero mohín y luego le sonrió.
Convinieron en que la recogería por la mañana diez minutos después de la hora en que había quedado para encontrarse con Pearlman. Luego la tomó en sus brazos, la apretó con fuerza contra sí como para consolarla y la besó en ambas mejillas.
—¡
Okey
, Harry! Buenas noches. Que duermas bien y no tengas pesadillas.
—Lo intentaré.
—Entonces, hasta mañana.
—Sí, mañana será otro día. El recorrido hasta Pangbourne nos parecerá un paseo agradable después de estas últimas veinticuatro horas. Hasta luego, James.
Al salir del edificio, Bond distinguió la furgoneta solitaria que se hallaba al final de la calle, y también pudo ver cómo uno de los miembros de la patrulla salía del portal de una casa para hacer acto de presencia. Todo estaba en su sitio.
Cuando ponía el coche en marcha, Bond se dijo que su confianza en Harriett Horner era equivalente a la que sentía por
Pearly
Pearlman. Es decir: no representaba gran cosa. Sonrió al pensar que su primera visita al día siguiente no iba a ser a Manderson Hall, Pangbourne. Porque se había elaborado unos planes mucho más complejos y sería interesante averiguar si alguien soplaba la noticia de su proyectada visita a Pangbourne.
Ahora, conforme se preparaba para la jornada, seguro dentro del pequeño castillo que era su morada, empezó a ponderar los pros y los contras de la situación.
Al llegar al piso después de la una de la madrugada, se dijo que lo mejor era dejar la mente en blanco y permitir que la compleja computadora de su subconsciente actuara mientras él dormía. Con frecuencia aquello le parecía el procedimiento ideal para resolver un problema o aclarar cualquier pequeña inconsistencia que se hubiera despertado en su cerebro durante la jornada. Pero en esta ocasión el sueño no le había aportado ninguna respuesta satisfactoria.
Mientras iba completando su rutina matinal, empezó a componer las piezas de la manera más lógica posible con la esperanza de que le condujeran a la verdad y le revelaran algunas claves o respuestas.
Emma Dupré había muerto ahogada. El único número de teléfono que figuraba en su libreta de apuntes era el de él. ¿Y si hubiera alguna intención en aquello? Alguien debió haberse puesto a actuar en contra suya en el momento en que M había dado instrucciones para que regresara a Londres. Sopesó la posibilidad de que la muerte de la Dupré constituyera parte de una trama elaborada. Nunca hubiera podido saber si el número le había sido apuntado allí con alguna intención. Pero ¿y si…? Las dudas se sucedían interminables.
¿Y si hubieran soltado a Trilby Shrivenham en un estado de semiinconsciencia con la mente llena de oscuras frases proféticas? Pero ¿por qué motivo? ¿Por qué un individuo como el padre Valentine… o Vladimir Scorpius, su verdadero nombre, habría querido poner un cebo a Bond o al Servicio en el que trabajaba? ¿Estaría alardeando de algo? «Le estoy dando un aviso. Mire lo que soy capaz de hacer. Matar después de haberle hablado en acertijos. Escuche bien. Escuche más enigmas».
Podía muy bien ocurrir así, especialmente si Scorpius era el criminal complejo y desalmado que constaba en su ficha. Sin embargo, fuese como fuese, alguien debió de saber que Bond sería llamado a Londres del mismo modo que alguien había sabido que iría a visitar las oficinas de Avante Carte.
Aparte eso, se habían enterado también de que Harriett, o Harry, se encontraba en el refugio secreto de Kilburn. ¿Habían ido allí para eliminarla o para rescatarla? Después de todo, la vida no parecía ser muy sagrada para ellos. ¿Un sacrificio? Se preguntó aquello del mismo modo que había estado ponderando quién había sido el chivato. ¿Pearlman? ¿Harry? ¿Alguna otra persona? ¿Wolkovsky? La mente de Bond era un caos.
Reflexionó sobre la situación del refugio de Kilburn Priory. Todd Sweeney había insistido, con toda firmeza, en que Harry no había hecho llamadas desde allí. Pero ¿podía estar seguro de ello? En realidad había existido un breve período de tiempo en el que Danny estuvo fuera mientras Todd seguía en la sala de control. Bond sabía que era posible utilizar una línea de comunicación externa que los monitores no registraran ni fuera recogida por los detectores de sonido. Empezó entonces a pensar en Todd y tomó nota mental de revisar su expediente. De una cosa estaba seguro: no se podía fiar de nadie. Ni siquiera de sí mismo, se dijo al pensar en la noche anterior mientras sentía el perfume y el contacto del cuerpo de Harry entre sus brazos. Una mujer muy deseable. Sería fácil perder el dominio de la situación si no tomaba precauciones.
Una vez se hubo terminado el desayuno, Bond volvió a su dormitorio, se quitó el albornoz y se puso unos pantalones cómodos, una camisa y una chaqueta ligera, no sin antes haberse colocado la sobaquera para su pistola ASP 9 mm y la funda para la pequeña y eficaz porra telescópica, instrumento práctico y seguro capaz de dejar inconsciente a cualquier agresor, romperle los huesos o matarle si era usado por una mano diestra.
Antes de bajar al aparcamiento subterráneo, hizo una llamada telefónica. Estuvo hablando con Bill Tanner durante tres minutos. Sí, el terrorista herido en el atentado a la casa Kilburn había sido trasladado con todas las precauciones posibles a la clínica de Surrey, donde la tarde anterior él estuvo visitando a sir James Molony y a Trilby Shrivenham. Además, según le aseguró Tanner, un equipo vigilaba a Manderson Hall. Las palabras clave eran conocidas y estaban bien guardadas dentro de un comité secreto del Servicio. Como sospechaban, M seguía en el COBRA.
—Puedes estar seguro de que no se alcanzará ningún acuerdo sobre las operaciones hasta última hora de hoy —le aseguró Bill Tanner riendo, tras de lo cual la comunicación quedó cortada.
Bond dijo a May que no sabía a qué hora iba a volver a casa, si es que volvía, a lo que la señora contestó dándole una conferencia sobre la necesidad que tiene el cuerpo de descansar y de dormir así como de hacer ejercicio.
—Sé perfectamente, señor James, la clase de ejercicio que hizo usted anoche. Tenía pintura de labios en el cuello de la camisa. No es preciso que me diga nada. Es usted un pervertido.
Bond recogió a Pearlman a la hora convenida y el sargento del SAS se acomodó a su lado. Se había afeitado e iba muy pulcro vestido con un pantalón de sarga de los que se usan en la caballería, un jersey de algodón de cuello alto y un blazer.
—¿Le parece que le gustará al jefe, señor? —preguntó sonriendo.
—¡Admirable! —respondió Bond sonriendo a su vez y apreciando el aspecto cuidado del sargento mientras intentaba detectar alguna señal de malicia en su expresión.
La furgoneta de seguridad seguía en el mismo sitio junto al bloque de edificios en el que habitaba Harry. Ésta salió con un aspecto radiante, luciendo un atavío negro consistente en pantalones vaqueros y una chaqueta que a juicio de Bond debían ser de Calvin Klein, así como una camisa blanca de alguna otra firma lujosa.
Volvía a ser la misma de siempre y recibió a Bond con una deslumbradora sonrisa y esa clase de mirada que se suele intercambiar entre amantes. Harry y Pearlman fueron presentados, y Bond se metió por entre el tráfico, siguiendo la carretera que llevaba a la plaza circular de Hoggarth, encaminándose después hacia Guildford. Cuando pasaban por Hampton Court, cuyos muros de ladrillo albergan tantos recuerdos felices y trágicos, Pearlman se extrañó por parecerle que no seguían la dirección adecuada.
—Por regla general, siempre paso por aquí cuando tengo que ir a Surrey. Bushy Park y Hampton Court son lugares tan buenos como otro cualquiera. Un bonito trayecto.
—Yo pensé que íbamos a Pangbourne —expresó Harry desde la trasera del coche con una voz en la que se notaba cierto tono de alarma.
—Yo también creí que había dicho Pangbourne, jefe —afirmó Pearly en un tono parecido.
—Hay un pequeño cambio de planes —contestó Bond, manteniendo la mirada fija en la carretera—. No iremos a Pangbourne. Nuestros dueños y señores decidieron que era mejor proceder a un pequeño interrogatorio.
—¿Interrogatorio? —preguntó Harry elevando un poco el tono de su voz.
—¿Y a quién se va a interrogar, jefe? —preguntó Pearlman con acento casi amenazador.
—Al individuo que fue herido cuando intentaba matar o secuestrar a Harry en Kilburn —contestó Bond con voz tranquila. Y casi en el momento de terminar la frase la radio empezó a funcionar.
—Harvester Uno. Oddball a Harvester Uno.
Bond alargó una mano negligentemente hacia el micrófono.
—Oddball. Aquí Harvester Uno. Le oigo bien. Hable, Oddball.
—Oddball a Harvester Uno. Terremoto. Repito. Terremoto.
—Harvester Uno. Enterado Oddball. Seguiremos en contacto. Recibido y fuera.
—Gracias, Harvester Uno. Corto.
Bond lo había entendido todo perfectamente bien. «Terremoto» era la palabra clave convenida en caso de que hubiera surgido algún incidente durante la mañana, en Manderson Hall, Pangbourne, donde un equipo había estado de vigilancia desde las primeras horas del día. Era, pues, evidente que algo extraño había pasado. Lo que significaba que alguien había dado el soplo a los Humildes o a Scorpius sobre la propuesta visita de Bond y de sus acompañantes.
Dentro del Bentley reinaba ahora una repentina y desagradable tensión.
—¿Se trata de un juego privado, jefe, o podemos participar también en él? —preguntó Pearlman unos quince minutos después de haberse recibido la llamada de atención.
—Lo siento —Bond conducía relajado, concentrándose en la carretera, pero al propio tiempo dispuesto a enfrentarse a lo que pudiera venir tanto de Pearly como de Harry Horner—. Lo siento. Debí haberles dado alguna información suplementaria. Saben que realizamos una operación secreta y los dos están de acuerdo en trabajar conmigo. El nombre de la operación es
Harvester
. Y ese apelativo me corresponde a mí.
—¿Y «Terremoto»? —preguntó Harry desde la trasera.
Por el espejo retrovisor, Bond pudo ver que la joven se había echado hacia adelante, con lo que su cara quedaba encuadrada entre los hombros de Pearlman y los suyos.