Junto a Molony y a la enfermera había ahora un enfermero, y todos atendían a Trilby. Sir James, en mangas de camisa, levantó la mirada cuando Bond apareció en el umbral de la puerta.
—Se curará —anunció en el momento de clavar la aguja en el brazo de la joven para ponerle una nueva inyección—. Me temo que nuestro Servicio de Seguridad no comprobó a fondo la identidad de los visitantes.
—Pues lo han pagado bien caro —comentó Bond mirando hacia la enfermera, cuyo marido había sido una de las víctimas. La mujer tenía el rostro nublado por el dolor, pero continuaba cumpliendo con su deber—. Yo sugeriría —añadió Bond— que se convocara a todo el personal para un interrogatorio.
—Ya se ha convocado —contestó la enfermera.
Molony añadió que dos de sus cirujanos estaban en camino hacia allá.
—Me temo que esto no va a servir de gran cosa —observó Bond dando un paso adelante—. Dentro de unos minutos llegará más gente del Servicio de Seguridad. Supongo que ninguno de ustedes habrá tomado el número de la ambulancia que estaba ahí fuera.
El enfermero lo tenía anotado y se lo leyó. Bond le dio las gracias.
—No sé por dónde se habrán ido, pero haremos circular ese número. Creo que usaron el vehículo como medio para escapar rápidamente. Ahora me voy, sir James. Le aconsejaría que vigilara a ese individuo lo más cerca posible. Todo esto puede haber sido una tentativa para liberarlo y llevarse a Trilby al mismo tiempo.
Molony hizo una señal de asentimiento.
—Al parecer los colegas de usted los sorprendieron.
«Podría ser —pensó Bond—. Pero puede ser también que hayan ayudado a esos supuestos parientes y posibles miembros de la Sociedad de los Humildes».
Dos camiones, tres automóviles y una ambulancia penetraban en el patio conforme Bond salía del edificio. Un oficial de la RAF con el rostro encendido y una pistola en la mano le obligó a pararse y sólo le dejó partir tras haber inspeccionado su documentación y realizado una llamada al teléfono del cuartel general en Regent's Park.
La labor de limpieza había empezado cuando Bond avanzaba hacia su Bentley. Ya había dado el número de la ambulancia al policía de paisano que llegó dándose importancia, mientras el jefe del escuadrón de la RAF interrogaba a 007.
Pensando en la ambulancia, se detuvo un momento para inspeccionar el lugar ahora marcado de blanco donde estuvo estacionada. Al acercarse allí, su pie tropezó con algo… Eran las llaves del Bentley. Habían colgado algo en el llavero que las sostenía: un alfiler de corbata con un pequeño círculo negro en su parte superior. En el círculo estaban grabadas las letras IRS, anagrama de la Oficina de Impuestos, pero tan pequeñas que casi no podían verse a simple vista.
Se dijo que Harriett pudo haber intentado quizá dejar algún mensaje. No queriendo correr riesgos, abrió las puertas y puso en marcha el Bentley usando el control remoto que siempre llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Luego comprobó que no hubiera ningún objeto extraño debajo del vehículo.
Bond sólo se sentó en el asiento del conductor una vez estuvo totalmente seguro de que todo estaba en orden. Tampoco puso en marcha la radio hasta haber recorrido tres millas largas. Sólo entonces llamó al control del cuartel general de Regent's Park.
Primero pasó la información más importante dando detalles sobre la ambulancia, que estaba seguro había sido utilizada por los bandidos para escapar. Luego mencionó rápidamente el número de bajas y dio su opinión sobre las medidas a adoptar en la clínica por el Servicio Oficial de Seguridad. Pidió que le facilitaran cualquier información que pudiera llegarles respecto a la ambulancia y luego hizo una petición final.
—Con todos los respetos pido permiso para utilizar inmediatamente el Scatter.
Se produjo un largo silencio al otro extremo de la línea, y comprendió que el controlador de servicio estaba pasando un dedo por la larga línea de claves especiales. Sabía que debajo el epígrafe «Scatter» aquel hombre encontraría una frase compuesta de trece palabras: «
El permiso para usar el Scatter sólo puede ser concedido por el CSS
». Lo que significaba que nadie en el recinto del radio control sabría lo que era el Scatter tanto si M daba como si no el permiso en cuestión.
Sólo M, su superior en el departamento y media docena de funcionarios con facultades para ello podrían identificar al Scatter porque se trataba del lugar de refugio más secreto que el servicio tenía en Londres. Era tan recóndito que sólo se usaba para reuniones de alto nivel entre M y funcionarios que trabajaban en alguna misión reservada. Si Bond requería su uso era porque sabía que allí iba a estar a salvo de los Humildes, quienes con toda seguridad irían ahora tras él durante cierto tiempo. Sabía también que a la caída de la noche, M iría a visitarle y había mil cosas que deseaba discutir con él.
Bond siguió su ruta hasta alcanzar la autopista M4, que le daría un fácil acceso al Scatter. En algún lugar situado al este de la salida del aeropuerto de Heathrow la radio empezó a cobrar vida de nuevo.
—Oddball a Depredador. Contésteme, Depredador.
Bond practicó su rutina normal en las comunicaciones por radio y pronto recibió la información que esperaba.
—Depredador, la ambulancia sobre la que dio detalles anteriormente ha sido encontrada abandonada cerca de Byfleet, en un remoto tramo de carretera. Las señales indican que los ocupantes del coche estaban esperando un relevo. También se observan señales de lucha. Corto.
Bond dio la señal de «Recibido». Quizá había sido demasiado duro con Harriett y Pearly… o al menos con uno de ellos. El acaloramiento que sentía al pensar en ello no le dejaba duda alguna sobre su deseo de que lo hecho por Harriett fuese justificado. Pero luego una idea escalofriante le anonadó… ¿Estaría todavía viva? Porque, según sus usos y costumbres, los Humildes no solían dejar a nadie a salvo una vez haberse declarado enemigo suyo.
Pasó ante Olympia en su ruta hacia Scatter.
En el extremo de la High Street de Kensington, que da a la Earls Court Road, existe un pequeño callejón sin salida que concluye en una pequeña y bonita plaza. En su centro se yergue un árbol y tres partes de la plaza están ocupados por hileras de estrechas casitas georgianas de tres pisos con terraza. El refugio secreto conocido como Scatter se encuentra en la última de la esquina sureste. Está pintada en color crema y tiene una puerta gris y ventanas del mismo color. Las tribunas acristaladas de las dos ventanas del segundo y del último piso se convierten en un estallido de color a mediados de verano. Sólo al acercarse se pueden observar las rejas de metal que protegen las ventanas, sin desentonar mucho de las mismas. La plaza está habitada por gente de buena posición y en todas las casas existen complicados sistemas de seguridad como grandes timbres de alarma de color rojo, visibles en la mayoría de ellas, y aparatos para detectar intentos de robo colocados en los marcos de las ventanas del piso bajo.
Bond aparcó su coche en el espacio disponible según las ordenanzas de los barrios de Kensington y Chelsea, apagó la radio, activó la alarma del coche y se apeó del mismo.
La encargada de Scatter es una tal señora Madeleine Findlay, hija de un viejo colega de M y una de las pocas mujeres atractivas que no reaccionaba ante los encantos de Bond, no obstante los repetidos intentos de éste por interesarla. Según palabras del propio M: «es más silenciosa que una tumba. Dudo que alguna vez alguien pueda grabar su nombre en una lápida».
La señora Findlay abrió y le invitó a entrar.
—Tenemos problemas —empezó.
—¿Los ignoro yo? —preguntó Bond sentándose en un sillón y colocándose de modo a poder observar todo el perímetro de la plaza a través de las cortinas de gruesa malla.
—Dudo que lo sepa, señor —repuso ella. Llevaba puesto un ligero impermeable y se disponía a salir. Porque la señora Findlay siempre se marchaba de Scatter en cuanto alguien iba a utilizar la casa. Sólo M parecía estar enterado de a dónde iba y de cómo hacerla volver.
—¿De veras?
—Ha dicho que le llame usted inmediatamente por teléfono. Las llaves están sobre la mesa. Las llaves han sido desconectadas, igual que los aparatos para
son et lumière
—se refería a la instalación para captar conversaciones y grabaciones de vídeo—. Ahora voy a salir —le dirigió un esbozo de sonrisa y se alejó, atravesando enseguida la plaza con pasos largos y elásticos. Era una mujer con todas las de la ley.
Había dos teléfonos en el estante de una librería junto a la ventana. Parecían idénticos, pero las pocas personas con acceso al Scatter sabían que el de la derecha tenía línea directa hasta M. James Bond marcó un número.
El aparato situado al otro extremo sonó dos veces antes de que M contestara. Inmediatamente los dos se enzarzaron en el habitual intercambio de claves.
—Me alegro de que haya llamado —concedió M, tranquilo.
—La clínica parece un matadero.
—No ha sido el único lugar.
—¿Ah, no?
—¡Ah, sí!
—¿Dónde ha ocurrido?
—En Chichester. Cerca de la catedral. El candidato local del Partido Laborista recibía a un antiguo primer ministro de su mismo partido —M dio el nombre.
—¿Muertos? —preguntó Bond notando una impresión aún mayor que la que durante las últimas horas le habías producido cuanto pudo ver y escuchar.
—Los dos y más de treinta personas entre la muchedumbre. Hay además cuarenta heridos.
—¿El mismo procedimiento?
—Nos parece que sí. Bailey está aquí conmigo. Mire la televisión y descanse un poco. Yo voy en seguida.
La comunicación se cortó bruscamente. Bond se acercó al enorme televisor en color que estaba al otro extremo de la estancia. Los cuatro canales estaban transmitiendo en directo desde el lugar en el que se había producido el desastre. Pudo distinguir la catedral al fondo de una escena de total desolación muy similar a la producida en Glastonbury la tarde anterior. Los Humildes habían vuelto a las andadas. Si aquello continuaba, la gente acabaría por evitar las aglomeraciones. Las elecciones generales se convertirían en una farsa que era justamente lo que los Humildes estaban deseando…, o si no ellos, quienes les habían pagado para que realizaran aquella tarea demoledora.
Las cámaras se desplazaban en medio del desastre, revelando escenas demasiado frecuentes en aquellos días en que el terror acechaba de formas tan diversas. De pronto una de las cámaras enfocó a unos policías que ayudaban a despejar el tráfico en una zona atascada.
Un enorme Audi había quedado detenido mientras un camión pasaba por delante de él con los costados casi rozando los destrozos. La cámara mantuvo el enfoque durante unos minutos.
Al principio Bond no vio el coche, pero luego sus ojos captaron la cara del pasajero que iba en el asiento delantero. No había duda sobre de quién se trababa porque había estudiado algunas fotografías con sumo cuidado. Allí, sonriendo ante su propia obra, se encontraba nada menos que el propio padre Valentine, mientras que en el asiento trasero, embutida entre dos tipos enormes, pudo captar el destello de una mujer con el rostro blanco como la cera. Harriett Horner estaba prisionera dentro del coche de Scorpius.
Bond logró fijarse lo suficiente en la matrícula del automóvil para poder memorizarla, y aun cuando en el curso de los años había adquirido una práctica casi legendaria en retener números en la memoria, tuvo que repetirlo mentalmente una y otra vez mientras alargaba la mano hacia el teléfono y empezaba a marcar un número.
M llegó después de oscurecer. Bond ni siquiera miró el reloj porque el tiempo había perdido todo significado para él luego de los horrores que casi constantemente aparecían en la televisión. Tuvo que repetirse que todo aquello era real y no una serie de escenas imaginadas por algún guionista loco.
M parecía viejo y cansado. Bond no podía recordar ningún instante en que su antiguo jefe actuara y hablara de un modo semejante, como un hombre desprovisto repentinamente de vigor, como si le dolieran todos los huesos y tuviera dificultad en emitir las palabras.
M manifestó no haber venido solo.
—He pensado que era mejor poner vigilancia. Hay un equipo en High Street y otro en Earls Court Road, pero ninguno de ellos sabe exactamente dónde me encuentro. Bailey está apostado en la esquina de la plaza. Me pareció una buena precaución dejarle venir.
—¿Acaso alguien está seguro por completo? —preguntó Bond al tiempo que tomaba el abrigo de M y le servía un whisky que aquél se bebió de un trago alargando enseguida el vaso para que se lo volviera a llenar. Esta vez Bond le vertió una cantidad menor.
Cuando se hubieron acomodado, Bond empezó a hablar exponiendo la teoría que se había formado tras el extraño interrogatorio del hombre que se hacia llamar Ahmed el Kadar, pero cuyo nombre de muerte era Joseph.
M le escuchó en silencio, y cuando la explicación hubo acabado levantó la mirada hacia Bond con una expresión tan fría como las inmensidades árticas, los mares nórdicos y todos los bloques de hielo del mundo.
—¿Usted lo cree? —preguntó.
—Parece ser la única explicación.
—¿Es posible que un hombre pueda contar con gente dispuesta a morir por orden suya y actuar como bombas humanas?
—Pues eso me parece que es lo sucedido en Chichester y lo que ciertamente ocurrió también en Glastonbury. Todos los hemos visto.
M hizo una señal de asentimiento.
—Sí, en Chichester ha ocurrido lo mismo. Una mujer joven. Los ataques siempre se llevan a cabo en terrenos abiertos de modo que no es posible examinar con atención a los reunidos. Bailey ha estado con el jefe del departamento y con el comisionado metropolitano. Todos se muestran de acuerdo en proceder a alguna forma de control de la gente durante esos actos electorales, pero ningún procedimiento puede considerarse totalmente seguro. James, ¡en nombre del cielo!, ¿cómo vamos a terminar con esto?
—No tengo idea, señor. Scorpius o Valentine, o como quiera que le llamemos, parece haber puesto en movimiento una máquina de asesinar completa y eficaz. Leyendo entre líneas el interrogatorio de el Kadar se ve que los Humildes viven en la pureza para la satisfacción personal de Scorpius. La base de su moral pura y sin mácula consiste en evitar la transmisión de cualquier enfermedad venérea y en formar uniones muy estrictas de un hombre y una mujer. Se ve que ése es otro de los dogmas de los Humildes: nada de divorcio. Lo cual parece tener mucho sentido. Una vez la pareja ha producido un niño, uno de los padres al menos, se pueden ofrecer para integrarse en ese ambiente revolucionario y dejarse matar por la causa, sabiendo que tras ellos dejan a otro ser humano que a su debido tiempo obrará de igual modo.