Scorpius (7 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Scorpius
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—¡Cálmate, Flor! —la tranquilizó Basil Shrivenham—. ¿Cómo se encuentra nuestra hija?

La escena era casi ridícula. Pero entre tanto la dama informaba de que Trill seguía inconsciente y de que a juicio del doctor se trataba de drogas, aunque no de heroína, sino de alguna otra cosa.

Bailey dio con el codo a Bond y ambos, apartando su atención del melodrama que se estaba representando en el centro de la sala, se acercaron al médico.

—¿Ha llamado usted a un especialista? —le preguntó Bond, luego de haberse efectuado las presentaciones. El nombre del doctor era Roberts, y al oír aquello pareció como si de pronto se quedara sin habla. Sólo se limitó a hacer una señal de asentimiento.

—¿Cuál es su opinión? —quiso saber Bailey.

—Vale más esperar. Profesionalmente me siento limitado por ciertas…

—No es el momento de pensar en convencionalismos —le interrumpió Bond bruscamente—. Y menos con gente como nosotros. Así que comuníquenos su parecer, doctor.

—A mi modo de ver, alguien le ha administrado un cóctel de drogas. Tengo a una enfermera ahora con ella.

—¿Vivirá?

El doctor se miró los zapatos.

—Le he puesto el gota a gota y le he administrado unos antitóxicos suaves.

—¿Ha dicho algo?

—Sí, pero se encuentra sumida en una especie de delirio del que entra y sale sin cesar. Repite siempre una frase: «>Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la tierra…»

—¿Podríamos verla? —preguntó Bailey. El médico estuvo a punto de contestar de nuevo en nombre de los convencionalismos, pero luego, pensándoselo mejor, condujo a los dos a otra estancia. Enseguida se dieron cuenta de que lord y lady Shrivenham los seguían como un par de acorazados.

Aquella habitación estaba fría y silenciosa y su decorado era menos espectacular. Los muebles se distinguían gracias a la luz fluorescente de unas lámparas normales y otras puestas sobre las mesillas de noche. Una enfermera morena, vigorosa y eficiente que no dejaba entrever lo que sentía ni por su cara ni por su comportamiento, se ocupaba del gota a gota situado junto a una cama en la que estaba tendida una joven con el cuerpo cubierto por una sábana. El médico se acercó a ella y los dos empezaron una conversación
sotto voce
.

Bond examinó el contorno del cuerpo bajo la tela. Al contrario de su padre y de su madre, Trilby Shrivenham era alta y esbelta, tenía un rostro ovalado y fláccido como si disfrutara de un reposo normal y su cabeza sobre la almohada estaba rodeada por una masa de desordenado pelo rubio. Bond y Bailey se quedaron unos momentos mirándola. Luego el segundo observó un bolso dejado en el suelo junto a la mesilla de noche. Preguntó si pertenecía a la paciente y la enfermera hizo una escueta señal de asentimiento. Enseguida quiso impedir que Bailey lo tomara, pero el doctor se interpuso al tiempo que murmuraba algo, como venía haciendo desde que entró en la habitación.

Bailey empezó a registrar el bolso mientras Bond no podía apartar sus ojos del rostro que descansaba sobre la almohada. Al cabo de un minuto, Bailey le dio unos golpecitos en el hombro. Bond se volvió y pudo ver que el agente de la Sección Especial tenía una tarjeta Avante Carte en la mano. En la misma figuraba el nombre de Trilby P. Shrivenham.

Se miraron el uno al otro y Bond enarcó las cejas. En aquel momento la muchacha que estaba en la cama empezó a moverse y a gemir.

A Bond se le erizó el pelo de la nuca porque de la boca de aquella espléndida criatura salía una voz que parecía surgir del fondo mismo de una tumba: ronca, cascada, cínica como envuelta en un manto diabólico.

Los humildes heredarán la tierra. Los humildes heredarán la tierra
—recitaba la joven, y Bond comprendió que no era Trilby Shrivenham la que pronunciaba aquellas palabras—.
Los humildes heredarán la tierra… Los humildes heredarán la tierra
.

De pronto profirió una carcajada que parecía venir de muy lejos y tan horrible que tanto el doctor como la enfermera reaccionaron apartándose sobresaltados de la paciente.

«
Los humildes heredarán la tierra
» repitió. Y luego, por vez primera, abrió los ojos, de pupilas fijas y desorbitadas, impregnadas de una expresión de temor. Era como si estuviera mirando algo que nadie más que ella pudiera ver y que se hallaba allí en la habitación. De nuevo empezó a reír al tiempo que añadía—:
La sangre de los padres caerá sobre los hijos
.

A Bond le pareció como si aquellas palabras se arrastraran por un abismo viscoso y negro repleto de montones de cuerpos en descomposición. Más adelante recordaría aquella imagen conforme se fijó entonces en su mente.

Tras ellos, lady Shrivenham exhaló un breve sollozo y todos se estremecieron como si una maldición se hubiera patentizado como viniendo de algún lugar situado más allá de los labios y las cuerdas vocales de la joven.

6. Dos de la misma especie

Bond intentó establecer alguna relación entre el ambiente de horror que había envuelto la estancia y aquella voz descompuesta, como del otro mundo, que surgía de la joven increíblemente atractiva tendida en la cama. Mientras procedía a manipular el sistema de archivos que llevaba en el cerebro, tratando de averiguar las múltiples causas del fenómeno, la fatiga mortal que sentía pareció abandonarle.

Dio dos rápidos pasos hacia el médico y, poniéndole firmemente una mano en la espalda, le dijo:

—Quiero hablar en privado con usted.

El doctor le dirigió una rápida y perpleja mirada y, haciendo una señal de asentimiento, le siguió, saliendo ambos de la habitación hasta un pequeño rellano.

—Se trata del especialista que ha mandado a buscar —empezó Bond.

—Usted dirá.

—¿Quién es?

—Un médico que he utilizado muchas veces —respondió el doctor Roberts, que parecía sentirse más tranquilo al hablar con Bond. Al principio había mostrado una expresión temerosa, pero ahora ésta quedaba sustituida por otra de mayor confianza—. De Harley Street, naturalmente. Se llama Baker-Smith.

—¿Y en qué se especializa?

—En drogas y en la adicción al alcohol.

—¿Cree usted realmente que es lo que la chica necesita?

—Señor Bond —respondió el doctor con aire de paciente cansancio—, Trilby Shrivenham tiene tras de sí todo un largo historial. Creo que puede usted dejar tranquilamente ese asunto a nosotros, los médicos.

—¿Después de lo que hemos visto ahí? —Señaló con la cabeza en dirección al dormitorio—. ¿Cree usted realmente que lo que esa chica necesita no es más que un especialista en desintoxicación? ¿De veras lo cree?

—¿Tiene alguna idea mejor? —preguntó a su vez Roberts, ahora en un tono de evidente condescendencia.

—Pues, la verdad, sí la tengo.

—¿También es usted médico?

—No; pero me muevo en un mundo en el que estamos muy en contacto con los médicos. ¿No le parece que esa chica va a quedar hecha polvo mentalmente por culpa de los alucinógenos y de los hipnóticos?

—Posiblemente —respondió Roberts, aunque sin comprometerse demasiado—. Pero aun así es un problema de drogas, y hay que sacarla de ello. Y luego hacer que poco a poco recobre el equilibrio.

—¿No se da cuenta de que se trata de algo mucho más complicado, doctor? La base mental de esa chica ha sido manipulada bajo la influencia de productos como el Sulphonal, LSD y otros parecidos. Le han quitado el alma del cuerpo. Y necesita algo más que una simple cura de desintoxicación.

—Ya veremos. Hay que esperar a que llegue el señor Baker-Smith.

—No, doctor. Lo siento, pero las autoridades para las que trabajamos el señor Bailey y yo probablemente no lo van a permitir —Bond cerró la boca convirtiéndola en una línea dura y firme—. Debo esperar las instrucciones de mis superiores, pero entretanto usted tendrá la amabilidad de dejar aquí a su paciente. No quiero que ninguna ambulancia se la lleve a la clínica del señor Baker-Smith, dondequiera que ésta se encuentre.

—Pero usted no puede… —empezó Roberts.

—¿Qué no puedo hacer esto con su paciente, doctor? Ya verá como sí.

Bond se volvió en redondo y, bajando rápidamente la escalera, abrió la puerta de entrada y dio instrucciones al Policía de uniforme para que nadie, ni siquiera un médico, entrara hasta recibir nuevas órdenes. El policía hizo una señal de asentimiento, dispuesto a cumplir la orden. Había visto llegar a Bond acompañado de lord Shrivenham y de Bailey. Había examinado también el carnet de identidad de Bailey y, en consecuencia, dedujo que aquellas instrucciones venían de elementos superiores.

Bond cerró la puerta y cruzó el vestíbulo hasta el teléfono que se encontraba sobre una pesada mesa de roble justamente debajo de la escalera. Marcó el código de la línea privada para hablar con M.

M respondió inmediatamente lanzando un gruñido al reconocer la voz de Bond.

—No tengo la total seguridad de lo que pasa, señor, pero creo que hemos de actuar rápidamente. ¿Dispone todavía el Servicio de ese médico un poco ido?

M exhaló un suspiro de irritación.

—No me gusta que use esas expresiones, 007. Se trata de un eminente neurólogo y la respuesta es sí. Todavía tenemos acceso a él y a la clínica…, pero sólo en casos de extrema necesidad. El que no le hayamos mandado a usted para que le eche una mirada no indica que hayamos cesado de emplearle. Pero ¿por qué me lo pregunta?

Bond le puso al corriente de todo en siete rápidas frases. Cuando hubo terminado, M volvió a gruñir:

—Comprendo su punto de vista, 007. Pero antes tendrá que hablar con Shrivenham. En modo alguno podemos molestar al doctor que se encarga del caso. Asegúrese de que es Shrivenham quien lo echa de su casa. Ahora hablaré con nuestro hombre y luego haré que una de nuestras unidades se haga cargo de la paciente. Una operación normal. Dentro de media hora como máximo tendrá usted ahí una ambulancia. Asegúrese de que le den la consigna del día. Desde luego creo que éste es un caso para nuestro amigo, y cuanto antes lo empleemos, mejor.

Bond le dio las gracias. El Servicio había utilizado con frecuencia en otros tiempos a sir James Molony. Probablemente se trataba del mejor neurólogo del mundo y había ganado el Premio Nobel con su libro
Efectos secundarios psicosomáticos de la inferioridad orgánica
. En varias ocasiones, años atrás, había tratado al propio Bond cuando éste padeció un grave agotamiento.

Trilby Shrivenham era precisamente un caso en el que Molony podía estar interesado. Dejando el teléfono, Bond subió rápidamente la escalera y logró apartar a Basil Shrivenham del lado de su hija. Ésta estaba tranquila otra vez, como si las alucinaciones sufridas durante su sopor no hubieran tenido lugar nunca. Permanecía tendida, tranquila, plácida y silenciosa, sumida en un profundo sueño. Resultaba increíble que sólo unos minutos antes, una voz horrible y demoniaca hubiera brotado de sus labios. Bond se dijo que la joven debía causar un gran impacto cuando se encontrara en su sano juicio.

Una vez en el rellano, se encontró de nuevo con lord Shrivenham, al que dio una versión brevemente expurgada de su conversación con M.

—Me temo que tendrá usted que transmitírselo a su médico, señor —terminó—. M se muestra inflexible en que Trilby sea trasladada a esta clínica lo antes posible y puesta bajo la supervisión de sir James Molony. Todos sabemos lo que le pasó a Emma Dupré y ninguno de nosotros desea que Trilby pueda ser objeto de algún nuevo daño. Una vez bajo la custodia de sir James disfrutará del mejor cuidado médico posible…, y me parece que a usted le gustará. Debe sentirse terriblemente preocupado por su salud mental, ¿verdad?

Shrivenham asintió repetidas veces.

—Lo haré. Si el viejo M lo dice es porque hay que hacerlo. ¿Y quién soy yo para discutir con él? Lo haré ahora mismo.

Roberts salió de la casa minutos después, lanzando una mirada asesina a Bond con el rostro contraído por la cólera.

De acuerdo con lo prometido, al cabo de media hora un equipo del Servicio llegaba con una ambulancia, algunos enfermeros, un coche de seguimiento y un par de hombres no identificables montados en poderosas motos. Tardaron unos quince minutos en transferir a Trilby Shrivenham a la ambulancia, pero en seguida el pequeño convoy se alejó en dirección a la clínica protegida con que contaba el Servicio, cerca de Guildford, en Surrey.

A las tres de la madrugada, Bond volvía a Regent's Park, donde M le aconsejó tomar algún reposo en el camastro de campaña que normalmente usaba el funcionario de servicio y que aquella noche estaba destinado a alguna complicada tarea.

—Por la mañana —le advirtió M— quiero que lea el expediente de Scorpius y que eche una mirada a las oficinas de la Avante Carte —al ver la expresión de sorpresa que se pintaba en la cara de Bond, permitió que sus labios se curvaran en una breve sonrisa de placer—. ¡Oh, sí, 007! No dejamos que la hierba crezca bajo nuestros pies. Hemos localizado el centro operativo de esa tarjeta de crédito y he hablado con su amigo el sargento Pearlman. Un tipo duro. Partirá hacia Pangbourne a primera hora de la mañana y allí tendrá mucho que hacer. Hemos revelado a la prensa la muerte de la joven Dupré y también hemos dicho que era miembro de la Sociedad de los Humildes, añadiendo detalles acerca de los considerables fondos que esa joven aportó a la organización. Esto armará un revuelo considerable —hizo una brusca señal hacia la puerta—. Que descanse, Bond. Ordenaré que le llamen a las seis. Siempre es mejor empezar temprano. Buenas noches y procure dormir bien.

Bond soñó en un gran templo que no sabía dónde se hallaba lleno de una congregación vestida con túnicas blancas, cantando un mantra incomprensible. Él se encontraba en mitad del templo y miraba hacia arriba para ver cómo una joven era transportada en dirección a un bloque de granito que servía como altar. No le era posible distinguir su cara, pero ella gritaba con voz ronca, conforme la ataban a la piedra y se hacían atrás para dejar paso a un insecto gigantesco. El animal se arrastró hacia delante y pudo observar que se trataba de un enorme escorpión. El bicho levantó la cola con un aguijón largo como un estoque, dispuesto a clavarlo sobre la muchacha tendida sobre el altar. Los cánticos se hicieron cada vez más ruidosos. Pero conforme Bond miraba, la chica se convirtió en un hombre, que volvió su rostro aterrorizado hacia la congregación. Bond pudo ver entonces que se trataba de sí mismo. La larga aguja de acero que era el aguijón de la bestia empezó a descender.

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