—Estaba a punto de pasar un par de cintas para M, cuando dieron la noticia por televisión.
M tenía un aire irritado.
—¿Por qué no lo dijo antes, Bond? Su información es esencial para iniciar las investigaciones.
—Lo han hecho los de la Sociedad de los Humildes —declaró Bond escuetamente.
Todos escucharon mientras en el magnetófono iba sonando la infernal voz de Trilby Shrivenham al proferir su extraña y maléfica profecía. A ello siguió la conversación de tono más concreto con el herido en el asalto a la casa de Kilburn.
—Éste sabía, o mejor dicho, sabe, muchos más detalles y se le debe hacer cantar —opinó luego de haber pasado las dos grabaciones—. Lo de Trilby es diferente. Porque en ella habla sólo su subconsciente.
Continuó explicándoles lo que Molony le había manifestado sobre la posibilidad de que Trilby no estuviera en condiciones de recordar nada, una vez le eliminara la sobredosis de drogas aún presente en su organismo.
—Si han sido los Humildes debemos iniciar nuestras operaciones enseguida —declaró M sin traza alguna ya de mal humor—. Lo mejor será actuar de manera combinada: la Sección Especial, la policía, nosotros y los Cinco.
—Y los norteamericanos, señor —añadió Tanner—. Porque ese Valentine está siendo buscado por nuestros queridos primos. Es, pues, razonable que también participen. Al menos así lo creo.
—Supongo que no queda más remedio. Sí. Aunque ya saben ustedes mi opinión sobre…
Todos estaban seguros de lo que iba a decir, pero el teléfono lo interrumpió. Tomó el instrumento, escuchó las palabras de Moneypenny y exclamó:
—¡Ah, sí! Comprendo. Póngame con él, por favor.
Su tono era ahora distinto. Bond y Tanner cambiaron una mirada, y Bailey levantó las cejas. La conversación continuó durante seis o siete minutos. Nadie abrigaba duda alguna respecto a la identidad del comunicante.
—Sí, señor primer ministro, sí. Creo que sabemos algo. Pero se trata de un asunto muy complicado… Desde luego…, sí, por supuesto… La acción se iniciará en seguida e informaré a medianoche. Muy bien. Ahí estaré, señor primer ministro —colgó el auricular, miró a su alrededor airadamente, casi con una churchilliana expresión de beligerancia y anunció—: Era el primer ministro —Tanner disimuló un resoplido de burla ante aquella declaración de lo que era evidente. Pero M estaba hablando otra vez sin permitir que nadie metiera baza en el tema—. Vamos a organizar una operación conjunta. Aun cuando nos encontremos en plenas elecciones generales, el primer ministro va a reunir al COBRA. Estaré allí a medianoche.
El COBRA es un comité especial que toma su nombre del Cabinet Office Briefing Room, o Departamento de Información del Consejo de Ministros y que consta normalmente del ministro del Interior como presidente, el secretario del Cabinet Office y varios miembros más, en su mayoría representando a los ministerios del Interior y de Asuntos Exteriores, al MI5, al Servicio de Inteligencia, a la Policía Metropolitana y al Ministerio de Defensa. Posee atribuciones para asimilar a miembros de otros departamentos o servicios, en especial cuando el comité se reúne para tratar de alguna amenaza terrorista.
—Como aquí intervienen también intereses norteamericanos —continuó M—, propongo operar en combinación con nuestro primo Wolkovsky. Así no nos causará problemas. Y como al parecer tenemos ya todas las pistas voy a pedirle, Bond, que siga la de ese peligroso y malvado Valentine o Scorpius y descubra su nido de serpientes asesinas: los miembros de la Sociedad de los Humildes. Puede pedir cuanta ayuda desee. No insistiré lo suficiente en que se trata de una designación a la desesperada.
—¿Por dónde empiezo, señor? Ni siquiera sabemos cómo llevaron a cabo el hecho.
Miró a Bailey, quien se limitó a encogerse de hombros y a explicar que el forense y sus ayudantes estaban allí junto con el C13; o sea, el escuadrón antiterrorista. En cuanto hubiera más noticias las comunicarían.
—Ya han visto las grabaciones de la tele —añadió—. Cuentan todo lo que ya sabemos. En estos momentos están siendo sometidas a análisis.
—Mire hasta debajo de las piedras —insistió M, hablando con Bond un poco impetuosamente—. Llévese a quien quiera. Pero por el honor del Servicio y también del país acabe con ellos ¿me ha entendido?
Bond se dijo que también por los millones más que representaría en el voto secreto. Pero luego se sintió avergonzado por semejante idea. Porque M era un funcionario eficiente, capaz de dejarse hacer pedazos por su país. Aquella acción terrible de matar a un anciano político, querido y respetado por todos y a un grupo de inocentes espectadores, estaba siendo interpretado como posible inicio de una serie de atrocidades aun mayores o quizá de una campaña en toda regla encaminada a perturbar las elecciones generales. Cualesquiera que fuesen los otros motivos que impulsaran a M, no cabía duda de que su preocupación principal consistía en arrancar de raíz y destruir aquella fuente de maldad que se había instalado en el país bajo el disfraz de una organización moral, religiosa y amante de la paz.
—¿No ha vuelto todavía Pearlman, señor? —preguntó Bond.
M hizo una señal de asentimiento.
—Sí, pero aún no he escuchado su informe.
—¿Me lo puedo llevar como ayudante?
Sabía que aquello podía comportar un peligro porque no lograba descartar por completo la idea de que Pearlman no fuera trigo limpio. Pero a su modo de ver, siempre es mejor no perder de vista a aquellas personas en las que no se confía de manera total.
—Sí, pero luego de que hayamos escuchado lo que ese hombre tenga que decirnos.
—También me gustaría contar con la señorita Horner como representante de Estados Unidos. Al parecer lleva algún tiempo metida en este asunto.
Harriett era también una incógnita. Pero se dijo que igualmente, en este caso, era mejor tenerla cerca, observarla, vigilarla y permanecer alerta. No pudo menos de recordar que, de un modo harto extraño, Harriett Horner estaba influyendo de un modo alarmante en sus emociones.
—Sí; en efecto —concedió M, distraído—. Muy bien, Bond; pero tenga cuidado. He visto los informes del interrogatorio y su expediente personal… Wolkovsky me lo ha permitido. Es muy buen agente, pero debemos contar con el permiso de sus superiores. Si éste se obtiene, no hay inconveniente en que se la lleve.
Conforme M alargaba la mano de nuevo hacia el teléfono, Bailey preguntó si se podía retirar.
—Le llamaré en cuanto tenga alguna noticia importante, señor —afirmó.
M le despidió con un ademán casi arrogante, pero luego, como si hubiera cambiado de opinión, levantó una mano y dijo:
—Todavía no sé si Pearlman tiene algo interesante para nosotros; pero a la vista de las cintas que ha traído el comandante Bond, y que constituyen suficiente evidencia con respecto a esos Humildes, creo que se debería enviar a unidades de la sección de forenses y de indagaciones al lugar del suceso a Manderson Hall. ¿Puede usted ocuparse de ello o prefiere que sea yo quien hable con el comisionado?
—Lo puedo hacer yo mismo. Déjelo de mi cuenta.
M se volvió hacia Bond en cuanto la puerta se hubo cerrado tras del hombre de la Sección Especial.
—Voy a comunicar con Wolkovsky y luego haré entrar a Pearlman.
Wolkovsky había salido ya de la embajada y estaba en camino hacia Regent's Park, por lo que M dio instrucciones a Moneypenny para que le comunicara su llegada seguida.
—Entretanto voy a hablar con el sargento Pearly. Ya lleva demasiado tiempo esperando.
Pearly
Pearlman tenía un aspecto de lo más desastrado. Llevaba cuarenta y ocho horas sin afeitarse y su traje parecía más el de un vagabundo qué el de un sargento del SAS.
—¡Diantre, amigo! ¿Suele presentarse así a informar ante su superior en Hereford? —M pronunció aquellas palabras con un toque del viejo lobo de mar que había sido en otros tiempos. Un antiguo marinero había contado cierta vez a Bond que «aquel hombre aterrorizaba a quienes se presentaban ante él». Y que solían llamarle «la pesadilla del culpable».
Pero aquella observación entró a Pearlman por un oído y le salió por otro, igual que el agua resbala por el cuerpo de un pato.
—Bueno, jefe: a veces no hay más remedio… Ya me entiende usted.
—Pues temo no entenderle.
—Escuche, jefe: me han metido en esto por la fuerza. Desde luego dije a mi superior aquí que no me importaría ayudar, pero no esperaba tener que pasarme medio día de pie vigilando el lugar. Me he puesto así por tener que ocultarme entre los setos y confundirme con el paisaje. Luego me mandaron venir y he estado esperando en esa especie de celda acolchada durante no sé cuánto tiempo.
—Bien, bien —M frunció el ceño—. Olvídelo. En cuanto acabemos de hablar sugiero que vaya a adecentarse un poco. Y ahora diga: ¿tiene algo interesante que comunicarme?
Pearly adelantó las manos ante sí y las movió en vaivén al tiempo que decía:
—Algo; pero no mucho.
—Bueno, pues empiece.
—Investigué el lugar lo mejor que pude. Tuve que forzar una ventana en la parte trasera de modo que si alguien pregunta quién lo hizo pueden decir que fui yo. No he dejado huellas, de eso estoy seguro, ni he estropeado nada que pudiera utilizarse como evidencia. Puedo afirmar una cosa: esa gente sabía que tenía que marcharse. Lo habían planeado de antemano, a mi modo de ver, desde varios días antes. La casa estaba limpia como una patena, según decía mi madre. Todo perfectamente ordenado. Todo en su sitio. Las camas hechas, las papeleras vacías, y también los cubos de la basura. Ni un papel por los suelos. Ni unos pantalones tejanos ni una camisa, ni siquiera un par de calzoncillos viejos. Lo habían baldeado todo a conciencia y se marcharon dejando el lugar como si nunca hubiera habitado nadie allí.
Mientras Pearlman pronunciaba su pequeño discurso, Bond volvía de vez en cuando la cabeza para ocultar una sonrisa. No abrigaba duda alguna de que el sargento estaba dando una imagen muy precisa del estado en que había encontrado Manderson Hall, intercalando de vez en cuando alguna expresión de tono marinero para agradar a M.
—Comandante Bond.
—Diga, señor.
—¿Quiere hacer alguna pregunta al sargento Pearlman?
—¿Dejaron huellas de neumáticos? ¿Alguna señal del modo en que se fueron de allí?
Pearlman hizo una señal de asentimiento.
—Sí. Había huellas de neumáticos en la parte trasera del edificio pero los coches…, a mi modo de ver unos cuatro, así como un par de furgonetas, se marcharon vacíos. De todos modos, no había sitio en los vehículos para tanta gente.
—¿Dice que se marcharon vacíos?
—Sí; las huellas no eran profundas, como las que dejan los vehículos cuando van cargados.
—¿Cuánta gente cree usted que había en aquella casa?
—Entre ciento cincuenta y doscientas personas.
—¿Cómo lo ha averiguado?
—En primer lugar conté las camas. Las había dobles y sencillas. Pero como ya he dicho, estaban perfectamente hechas y limpias. Todo ordenado como en un barco.
—Bien, bien.
Bond dirigió al hombre del SAS una mirada indicadora de que a su modo de ver estaba abusando un poco de los términos náuticos.
—Aun cuando las camas queden hechas y ordenadas, por regla general se puede saber si se ha dormido en ellas, digamos durante una semana. Es decir, a menos de se hayan cambiado todas las sábanas… Pero a veces los que llevan prisa no se detienen en ese detalle, aun cuando hayan dejado el resto bien limpio, quitado hasta la última brizna de papel y arreglado los libros, los platos y demás. Se puede hacer todo eso y no cambiar las sábanas. Así pues, examiné las camas y llegué a la conclusión de que aquellas sábanas habían sido utilizadas durante tres o cuatro días recientemente.
—Bien —aprobó Bond haciendo una señal de asentimiento—. ¿Cuánto hacía, pues, que se marcharon?
—Un par de días, a mi modo de ver. Probablemente las cosas pesadas se las llevaron antes. Y luego fueron saliendo en grupos de dos y de tres. Nada de aglomeraciones ni de prisas. Seguramente los recogieron luego en coches o en furgonetas. Estuve hablando con la gente de la taberna local…, o mejor dicho, me dediqué a escucharlos. Estoy seguro de que obraron así. Salieron por las buenas encaminándose hacia algún punto de reunión o hacia un lugar de partida para otras operaciones.
La enormidad de lo que había estado contando Pearlman afectó profundamente a Bond.
Por su parte, M dejó escapar un gruñido.
—¡Dios nos asista! —exclamó.
—¡Amén, jefe! —subrayó Pearlman.
El teléfono volvió a sonar y M trasmitió unas cuantas instrucciones en voz baja. Luego dirigióse a Bond:
—¿Quiere dar sus órdenes al sargento?
—No puedo hacerlo, señor. Primero tengo que preguntarle si las va a aceptar.
—Bien…, bien, pero dese prisa porque Bailey ha regresado y nuestro amigo está esperando.
—Pearly —empezó Bond sonriendo al hombre del SAS—, ¿quiere continuar ayudándonos?
—Si me necesitan, desde luego.
—Pues entonces lo espero mañana por la mañana a las nueve en punto —le indicó un lugar cerca de su piso en las proximidades de King Road—. Volveremos a investigar la casa de Pangbourne.
—Allí estaré, jefe. ¿Es eso todo?
Bond hizo una señal de asentimiento mientras M levantaba una mano señalando la puerta.
—Primero que pase Bailey —dijo M una vez Pearlman se hubo marchado—. Según dice, tienen pruebas de cómo se cometió el atentado. Posee un vídeo. Parece que se lo han mandado para acá, porque él no ha salido del edificio.
Bailey parecía más afectado aún que antes. Llevaba un aparato de vídeo que colocó junto al televisor de M.
—Hemos pasado la cinta con lentitud y nuestros especialistas consiguieron ampliar la escena concentrándose en la parte principal.
—¿Y qué más? —preguntó M, que había estado mirando la instalación del aparato con cierta suspicacia.
—Creo que debe verlo por sí mismo, señor. Ésta es la cinta original —apretó el botón de funcionamiento y la escena que tanto los había trastornado la vez anterior volvió a aparecer en la pantalla: los coches acercándose a la entusiasta multitud, el anciano político ayudado a apearse saludando con la mano y sonriendo. Luego el súbito estallido de la explosión.
—Y ahora quiero que vean esto —anunció Bailey.
Volvió a apretar el botón de funcionamiento. Ahora pareció como si hubieran tenido una cámara enfocada sobre un pequeño sector de los espectadores que se apretujaban para ver mejor. A cámara lenta, la capota del Rover apareció en la pantalla.