—Miren a ese joven que lleva un anorak verde —indicó Bailey casi en un susurro.
Le vieron perfectamente. Era un joven de cabello oscuro, que a juicio de Bond, tendría unos treinta años, pero no más. De repente, al lento movimiento de la proyección, pudieron ver cómo el joven se echaba hacia adelante, casi abalanzándose sobre la capota del coche. Al hacerlo se metió una mano bajo el anorak y al instante saltó en pedazos desapareciendo en medio de una inmensa bola de fuego, carne, huesos y sangre, desintegrándose en el aire.
—¡Dios mío! —exclamó M, incorporándose en su asiento—. ¡Dios mío! Ese individuo se ha hecho explotar a sí mismo. ¡Es horrible, horrible!
—Horrible pero cierto, señor —expresó Bailey casi en un murmullo—. Lo ocurrido en Glastonbury no ha sido otra cosa que la explosión de una bomba humana al lado de Sam Mills.
Volvió a pasar la escena. Y esta vez Bond casi estuvo a punto de vomitar.
—¡Hay que ir por ellos, James! —exclamó M con los dientes apretados—. Es preciso atraparlos. Matarlos, borrarlos de la faz de la tierra si es preciso. Si así sucede, negaré haberlo dicho. Pero ahora salgan y localicen a esos diablos.
El zumbido del radiodespertador se introdujo en lo más hondo de su sueño como el cuchillo de un criminal. James Bond abrió los ojos súbitamente con todos sus sentidos aguzados al iniciarse el nuevo día. Podía oír la voz de su ama de llaves May, que se afanaba en la cocina. Sintió la tentación de permanecer tendido unos minutos más, si no por otra cosa, para compulsar datos y una vez combinados con su intuición, establecer un orden en su mente. Pero podía hacerlo igualmente mientras llevaba a cabo sus ocupaciones matinales. En aquel momento eran las siete y media.
Como siempre que se hallaba en su piso, el ritual de Bond por las mañanas no cambiaba casi nunca. Una vez hubo saltado de la cama, practicó veinte lentas flexiones de brazos y luego, rodando sobre sí mismo para ponerse de espaldas, empezó una serie de levantamientos de piernas que continuaron hasta que, como alguien anotó cierta vez en un archivo confidencial: «
su estómago empezó a lanzar gritos
». Una vez de nuevo en pie, se tocó las puntas de los dedos veinte veces antes de encaminarse hacia una ducha todo lo caliente que podía soportar, seguida de un giro del grifo para ponerla al máximo de frío hasta que el chorro helado le cortó la respiración.
May conocía sus costumbres y comprendió en seguida que aquél no era un día para mucha charla. Le sirvió su café De Bry y un huevo que había hervido exactamente tres minutos y un tercio, puesto en su huevera azul oscuro con el borde dorado. Junto a la tostadora se encontraban la acostumbrada mantequilla Jersey, de un amarillo oscuro, y los tarros de mermelada Tiptree Little Scarlet Cooper's Vintage Oxford, así como la miel de helecho noruego. Como de costumbre, el desayuno era su comida favorita, que convertía en un verdadero placer siempre que estaba en casa. Aparte de dar alguna que otra señal de su presencia, Bond hizo caso omiso de May, que volvió a su cocina riéndose interiormente de la mala costumbre de su pupilo de volver a altas horas de la madrugada para levantarse a la mañana siguiente con un horroroso dolor de cabeza. Porque la noche anterior Bond había llegado muy tarde. Después de haber visto el impresionante vídeo con el asesinato de lord Mills, se había trazado el primer esquema de lo que haría para localizar a los Humildes y a su guru. Luego asistió a la entrevista con Wolkovsky, ya que M había insistido en que también estuviera presente, lo que producía siempre una situación difícil. Porque Bond estaba en muy buenas relaciones con David Wolkovsky, mientras que el miembro de la CIA era insoportable para M.
La reunión fue muy fría y M presentó una queja formal concerniente a la señorita Horner, agente encubierto de la Oficina de Impuestos de Estados Unidos, al tomar parte en una operación no autorizada dentro de territorio británico. M adoptó un aire de gran rigidez, mientras Wolkovsky intentaba mostrarse relajado y natural.
—Señor, permítame decirle que nada tengo que ver con una operación montada por la Oficina en este país. Está usted dando palos de ciego. Si existe alguna queja formal, deberá presentarla a través de nuestro embajador en la Corte de St. James, y no de mí.
—Creo que vale más ahorrarse esa gestión —indicó M sin dejarse convencer.
—Magnífico, señor. Se evitará un enorme papeleo.
—¡Al diablo con los papeles, Wolkovsky! Los conozco a ustedes bien y sé que puede contactar con la Oficina en Estados Unidos en sólo dos minutos si considera que el asunto vale la pena.
Wolkovsky extendió las manos.
—¿Es eso lo que quiere que haga?
Luego de una larga pausa, M respondió:
—Sí —otro silencio—. En cuanto a ese canallesco ataque terrorista…
—¿El asesinato de Sam Mills? He oído los comentarios. Canallesco es la expresión más acertada.
—Existen algunas pruebas de que hay un norteamericano involucrado en ello.
—¡No es posible!
—Sí, un norteamericano —M miró fijamente al funcionario de la CIA. Su cara estaba tan pétrea como las talladas en el monte Rushmore—. Tengo pruebas de esa conexión que pienso presentar en la reunión del COBRA convocada para esta medianoche. Y también voy a pedir que usted, como jefe de sección de la CIA en este país, colabore con el COBRA.
—Bien…
—¿Está dispuesto a ello? Tengo que preguntárselo, porque nadie tiene derecho a obligarle. Añadiré que en nuestra opinión, el suceso de Glastonbury es sólo el comienzo de un ataque a la desesperada.
Con voz tranquila, Wolkovsky afirmó que ayudaría en cuanto le fuera posible. Le permitieron utilizar un teléfono privado y de entera confianza para que pudiese hablar largo y tendido con Washington y obtener el permiso de, primero servir en el COBRA y, segundo, de permitir que Harriett Horner formara parte en una operación secreta llevada a cabo por los ingleses. M no iba a dar detalles precisos pero Wolkovsky no abrigaría ninguna duda de que la operación sería llevada conjuntamente por la Sección Especial, la Policía Metropolitana, el SAS, el MI5, la muchacha de la Oficina de Impuestos y la propia organización de M.
Mientras el norteamericano hacía su llamada, M explicó a Bond con cierto aire satisfecho:
—Me he abstenido de decir a Wolkovsky que usted se encontrará en el punto de partida por delante de todos los demás. Como conozco el modo de trabajar del COBRA le aseguro que pasarán toda la noche en vela y que no alcanzarán ninguna decisión hasta mañana ya tarde. Para entonces espero que usted haya ya conseguido resultados positivos.
Bond no dijo que él también necesitaría dormir un poco aunque empezó a poner manos a la obra en cuanto Wolkovsky estuvo de regreso con la noticia de que todo había sido aceptado por Washington.
—Ya están enviando un télex en clave confirmando su aprobación para que la joven Horner trabaje con ustedes —anunció Wolkovsky. Y volviéndose hacia Bond añadió—: Tiene suerte. Esa chica es un bombón.
—Cuando dije que usted ya sabía lo que pasaba tuve razón —manifestó M con una cara que hacia evocar la inmensidad de Siberia o, mejor aún, el campamento número diecinueve de Lesnoy en el llamado Dubrovlag.
—¡
Okey
! —exclamó Wolkovsky hundiéndose en un sillón y estirando sus largas piernas. Bond se dijo que aquel hombre debía resultar muy atractivo para las mujeres, con su alta estatura, sus modales engañosamente tranquilos, su rostro bronceado, su pelo decolorado por el sol, sus asombrosos ojos azules muy parecidos a los de Bond y sus labios casi siempre entreabiertos en una permanente sonrisa. Nada parecía afectar a David Wolkovsky.
—Usted gana —reconoció levantando ambas manos—. Pero yo no tomé parte en el asunto, si bien toda esta condenada cuestión pasó por mi despacho. Si quiere que le diga la verdad, advertí a la Oficina de Impuestos que se procurase el permiso de ustedes. Pero es evidente que no lo hicieron. Vi el expediente de la Horner cuando llegó al país. ¿Quiere que hable con el embajador?
—Dejémoslo por el momento —M dirigió a Bond la más autoritaria de sus miradas—. Lo que importa no es que Wolkovsky esté presente, sino que el santo y seña para su operación es «Harvester», y que espero que la «cosecha» sea buena
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. Y ahora llévese abajo al señor Wolkovsky para que vea a la señorita Horner —su mirada relampagueó al fijarla en David—. En cuanto a usted, más vale que vuelva enseguida. Iremos al COBRA y esperemos que acepten sin más problemas su asimilación a nuestras tareas.
Se levantaron y Wolkovsky hizo una breve y burlona reverencia. Conforme se marchaban, M llamó de nuevo a Bond.
—No se olvide James de que tendrá todo cuanto necesite. Estoy haciendo circular la clave «Harvester» a todas las secciones. Sabrán que usted es quien manda. ¡Por el amor de Dios, póngalos en movimiento si es posible antes de que ocurra algo más!
La entrevista entre Harriett Horner y Wolkovsky fue breve. Bond se excusó a los cinco minutos diciendo que «tenía que ir a ver a alguien sobre asuntos de seguridad». Luego de haber dicho todo cuanto consideraban necesario, Harriett podía marcharse, así es que a su regreso junto a ellos Bond sugirió que Wolkovsky volviera arriba.
—La veré en su casa, Harriett —dijo a ésta—. Y ahora quiero que descanse todo lo posible. Ya he preparado una buena vigilancia para su piso. Nadie se va a acercar por allí durante la noche. Se lo aseguro.
—¡Oh! —exclamó ella haciendo un leve mohín de fingido disgusto—. Esperaba que al menos usted lo intentara, James.
Él sonrió a la vez que ponía una mano sobre su hombro izquierdo.
—Gracias por su confianza, Harriett, pero necesito descansar.
La llevó otra vez en el coche al atractivo bloque residencial cercano a Abingdon Road en Kensington y subió con ella, deseoso de asegurarse de que no había nadie rondando por el edificio o por el piso.
Todo estaba tranquilo; nadie a la vista. El piso era pequeño y agradable. Aunque lo tenía en alquiler, Harriett había logrado conferirle el sello de su propio buen gusto y personalidad. Había muchas cosas graciosas, como un juego de jarritos con el escudo de la KGB y un cartel que proclamaba: «
Sea precavido. No hable con nadie de cuestiones navales, militares o aéreas
». Junto a aquellas divertidas menudencias, la mayor parte de las cuales se encontraban en la zona de la cocina, vio también dos hermosos grabados que debían de pertenecer a la joven porque ningún arrendador hubiera dejado en un piso de alquiler
El sombrero de paja
de Hockney o
El hombre giróvago VII
, de Frink.
Fue pasando de una habitación a otra —el piso tenía cuatro— con el pretexto de comprobar si había alguna señal sospechosa, pero en realidad pensando que se puede averiguar mucho acerca del carácter de una mujer por el modo en que vive. Al parecer, Harriett Horner era limpia, original, de buen gusto y, casi seguro, muy eficiente en su trabajo como agente encubierto de la Oficina de Impuestos. En el dormitorio todo expresaba femineidad, desde las sábanas bien alisadas y las almohadas rosa, al camisón de dormir de
broderie anglaise
, puesto a los pies de la cama, el montoncito de ropas interiores Reger recién lavadas y plegadas sobre una silla, dispuestas para ser guardadas, los productos de cosmética Clinique y varios perfumes sobre el tocador. Una de las puertas del armario estaba abierta y Bond, apartando las ropas hacia un lado, se aseguró de que no hubiera nadie escondido allí dentro. Se dijo que el salario de la joven, o mejor dicho, los gastos que ocasionaba su misión, debían de ser excepcionales a juzgar por la calidad y los nombres de las firmas de donde procedían aquellas ropas. Anteriormente aquel mismo día no había podido menos de admirar el severo y atractivo vestido negro que la joven llevaba, así como el reloj Kutchinsky en su muñeca izquierda.
Al salir del dormitorio percibió un ejemplar de
Doctor Frigo
, de Eric Ambler, puesto encima del triste y poco atractivo
Spycatcher
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, y se dijo que Harriett los había colocado en el orden debido. Miró también el teléfono y pudo ver que su número estaba cubierto cuidadosamente con un trocito de papel engomado.
—Me parece que todo está en orden —declaró finalmente.
—¿Le apetece una copa? ¿Un café? —preguntó ella en un tono indicador de que pensaba ponerse ropas más cómodas mientras Bond preparaba las bebidas.
Pero él movió la cabeza negativamente.
—Nos espera un día muy duro, Harriett. Y quiero que los dos estemos frescos y dispuestos para la acción.
—¿A dónde vamos a ir, James? —Se acercó tanto a Bond que éste pudo percibir otra vez el olor de su pelo. Pero ahora toda traza de cordita había desaparecido, quedando reemplazada por algo mucho más fragante. Se preguntó en silencio de dónde habría sacado aquel perfume.
—En primer lugar, lo mejor será que el hombre que va a trabajar con nosotros nos lleve a efectuar un recorrido turístico por el último lugar que los Humildes utilizaron como domicilio. Está en Berkshire, cerca de Pangbourne.
—De acuerdo.
Su voz sonaba entrecortada y de repente, la aparentemente imperturbable señorita Horner, apretó la cara contra el hombro de él y empezó a llorar, estrechándolo con fuerza.
Casi sin darse cuenta, Bond la atrajo hacia él y enseguida notó cómo su cuerpo reaccionaba ante la presión de aquellos senos y de aquellos muslos. Le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda al tiempo que murmuraba en su oído:
—¡Vamos, vamos, Harriett! ¿Qué le pasa? ¡Harriett!, ¿a qué viene todo esto?
Sin dejar de sollozar, ella lo arrastró hacia el sofá de color granate. Seguía pegada a Bond mientras él se sentía como un imbécil emitiendo susurros distantes.
Finalmente, a los diez o quince minutos, Harriett pareció recobrar la calma y, apartándose de Bond, tragó saliva varias veces al tiempo que se secaba los ojos con el dorso de la mano.
—Lo siento, James —lamentó con un hilo de voz.
Bond se dijo que aquella joven estaba profundamente trastornada o era una buena actriz. Tenía la cara enrojecida y el maquillaje de los ojos le corría por las mejillas en negros y sinuosos manchurrones. Su nariz estaba también húmeda y encarnada. Se levantó y entró en el dormitorio para volver de allí provista de una caja de pañuelos de papel con los que empezó a limpiarse la cara.