El herido se hallaba en el tercer piso, en una zona privada y estaba vigilado por un anillo de guardaespaldas y policías. Un celador veterano llamado Orson lo controlaba todo. Reconoció a Bond inmediatamente.
—A los médicos no les gusta —empezó—. Pero M ha decretado que pase usted cinco minutos con el herido. Es todo cuanto puedo concederle.
—De acuerdo. Cinco minutos con ese hombre es todo lo que necesito.
Junto a la cama había un individuo armado que se levantó al verlos entrar.
—Quédese —le indicó Bond como al desgaire—. Sólo quiero comprobar una cosa.
Sacó su Walkman Sony Professional, cuya cinta había sido rebobinada, conectó el micrófono y lo puso al lado de la cama. El hombre tendido en ella era pequeño y delgado y tenía la cara cubierta por gasas y vendajes, excepto la boca y un ojo, cuya pupila se movía constantemente. Bond podía observar una expresión de miedo pintada en él. Por lo menos aquello era claramente visible.
Puso el Sony en situación de grabar, se hizo hacia adelante y empezó a hablar con los labios pegados a oído del otro.
—Escúcheme bien, amigo. Nada malo le va a pasar. He venido porque sé que los humildes heredarán la tierra.
El ojo se contrajo nerviosamente.
—No sé de qué me habla —susurró con un acento que parecía originario de algún lugar del Oriente Medio.
—Sí que lo sabe. Sabe que los humildes heredarán la tierra. Y que la sangre de los padres caerá sobre los hijos y también la de las madres. Y que de este modo se iniciará un círculo interminable de venganza.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el herido con gran asombro—. ¿De modo que usted lo sabe?
—Claro que lo sé. Y ahora sólo quiero hacerle una pregunta.
—¿Cuál?
—¿Por qué los humildes visitarán al rey Arturo?
Se produjo un largo silencio y los movimientos del ojo parecieron calmarse.
—¿Qué hora es, amigo? —preguntó el herido con voz ahora más serena.
Bond miró su reloj.
—Las nueve y media.
Los labios del hombre se curvaron en una leve sonrisa.
—Pues entonces ya es demasiado tarde para usted quienquiera que sea. Los humildes fueron a ver al rey Arturo a las nueve.
—Comprendo.
—Lo comprenderá más tarde —la cabeza del hombre se movió unos milímetros de modo a poder fijar la mirada en Bond—. Lo verá y no lo verá. Los humildes heredarán la tierra y no sólo por ir a ver al rey Arturo.
Se volvió otra vez y cerró el ojo como un príncipe que diera por terminada su audiencia.
Bond apagó el magnetófono, hizo una seña con la cabeza a Orson y al otro individuo y salió del cuarto. A mitad del camino por el corredor oyó pasos apresurados tras él. Era Orson que le hacía señales para que se parara.
—Malas noticias, señor.
—¿Qué hay?
—El viejo lord Mills.
—¿Qué le pasa a lord Mills?
Todo el mundo en el país conocía y estimaba a lord Mills, fueran cuales fueran las diversas convicciones políticas. Lord Mills de Bromfield, antiguamente el señor Samuel Mills, había sido dos veces primer ministro. Era muy duro en sus críticas, incluso contra su propio partido si llegaba el caso. Su sabiduría y su carisma seguían conmoviendo a auditorios extensos aun cuando hubieran alcanzado ya la elevada edad de ochenta y siete años.
—¿Qué pasa con lord Mills? —repitió Bond.
—Acabo de enterarme: ha sido asesinado.
—¿Cómo?
—Y otras quince personas han muerto también. Me parece que ha sido una bomba.
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—Estaba en camino hacia un acto electoral en el West Country. Se paró en Glastonbury para estirar las piernas y charlar con unas cuantas personas que se habían reunido allí.
—¿De modo que ha ocurrido en Glastonbury?
—Sí; ha sido terrible. Una verdadera carnicería.
Bond echó a correr hacia los ascensores repitiéndose el nombre de Glastonbury. Estaba claro que los Humildes habían llegado hasta el rey Arturo. La pequeña población de Glastonbury, con su gran montículo rocoso rematado por una torre, albergaba las ruinas de la abadía en la que se conservaba el arbusto espinoso que, según creencia popular, había brotado del bastón de José de Arimatea, el hombre en cuyo huerto creían los cristianos que había sido enterrado Jesucristo y desde donde resucitó. Era aquél el lugar que muchos estudiosos del tema de Arturo identificaban como la legendaria Avalón, en cuya abadía estaba enterrado el propio rey. Tuvo que ser allí precisamente donde el bienamado lord Mills muriera asesinado junto con otros varios inocentes. Conforme bajaba en el ascensor, Bond se sentía trastornado y como entumecido. ¿La sangre de los padres? ¿La inmensa rueda de la venganza? Los Humildes habían ido a donde estaba el rey Arturo para matar violenta y vengativamente.
Se hace difícil describir la carnicería que ha ocurrido aquí, en lo que antes era la plaza del mercado de esta tranquila y pacífica ciudad del West Country. La policía y los servicios de socorro están aún inspeccionando los destrozos, y en el momento actual la lista de bajas asciende a treinta heridos, diez de ellos graves, y a veinte muertos, entre los que desde luego se incluye a lord Mills. El primer ministro ha aplazado una reunión electoral que debía tener lugar esta noche con el fin de trasladarse aquí a Glastonbury y visitar después a lady Mills.
Lord Mills inició su larga carrera política en 1920 al presentarse por vez primera al Parlamento y ser elegido miembro por…
Bond apagó violentamente la radio del coche, poniéndola otra vez en onda corta y apretó el botón que daba paso a la frecuencia de escucha. Conducía con cuanta rapidez le era posible por entre el tráfico vespertino, mientras un centenar de preguntas se atropellaban en su mente.
Inevitablemente todo lo llevaba de nuevo a los inicios del caso. A la muerte de la joven Emma Dupré y a cuanto vino después. Enormes signos de interrogación gravitaban sobre muchas cosas, sin olvidar a los vehículos que le habían venido siguiendo cuando Pearly lo trajo desde Heresford. Alguien debió de saber exactamente dónde se encontraba, del mismo modo que alguien supo también cómo se había llevado a Harriett al refugio de Kilburn Priory, que a partir de entonces había dejado de ser secreto.
Se preguntó si sería Pearly. Desde luego podía haber revelado a alguien el viaje a Londres, pero ¿qué habría sacado con ello? Había sido un trayecto plagado de peligros, tanto para el sargento como para él mismo. En cuanto a Harriett y el refugio secreto tendría que comprobar si Pearly encajaba en el esquema…; es decir, si conocía la existencia de la casa, la de Harriett y el hecho de que la joven se guareciera allí.
Esto último le pareció improbable. Sólo unas cuantas personas lo sabían, y si es que se habían valido de un agente infiltrado —no quería llamarle espía—, esa persona debería ser alguien muy concreto. Porque hubiera tenido que enterarse de lo del viaje desde Hereford y también dónde había sido alojada Harriett. Y a su modo de ver, los únicos que encajaban en ello eran M, Bill Tanner, la señorita Moneypenny y él mismo. ¿Y David Wolkovsky? Estuvo dudando. El agente de la CIA en Londres casi nunca se perdía nada. Podía ser posible. Pero Bond siguió dudando de ello.
Se las arregló para alejar de su mente otros pensamientos perturbadores, como el horror de Glastonbury y el hecho innegable de que por lo menos dos personas sabían que el hecho iba a suceder, aun cuando en el caso de Trilby Shrivenham la idea sólo se alojara en lo más profundo de su subconsciente. Bond no dudaba en absoluto de que el autor de aquella atrocidad era el padre Valentine Vladimir Scorpius, a través de la Sociedad de los Humildes. En cuanto al motivo, tratábase de otra cuestión.
La sede central parecía puesta en pie de guerra. M, sentado tras su mesa, tenía la cara tensa y la mirada triste y fatigada como la de un hombre a punto de sufrir un ataque de nervios. Estaban esperando que los informes más recientes llegaran desde Glastonbury en la región de suaves colinas que forma la región de Somerset.
—¿Está usted totalmente seguro de que nadie le siguió cuando trasladó a esa chica al refugio de Kilburn? —preguntó M por enésima vez.
—Totalmente, señor. Ya se lo he dicho. Me declaro culpable de haber llevado a la señorita Horner a Kilburn sin autorización. De actuar primero y de pedir permiso después. Pero me sentía muy preocupado por su seguridad.
Estaba convencido de haber obrado bien, pero sabía que en su oficio nada es totalmente cierto y como decía aquel viejo proverbio italiano: «
El que más sabe menos cree
».
—¡Hum! —gruñó M—. Le he dicho a Wolkovsky que venga otra vez desde Grosvenor Square —anunció casi como si hablara consigo mismo—. Hasta aquí parece que su señorita Horner es lo que nos ha dicho y persona de confianza. Pero hay algunos detalles que me siguen preocupando.
—Dos de ellos me preocupan también a mí, señor.
Bond no había explicado todavía a su superior lo de Trilby y el miembro superviviente del asalto a la casa en Kilburn.
Estaba a punto de poner en marcha el magnetófono cuando entró Bill Tanner utilizando su puerta particular.
—Dentro de dos minutos darán información completa y detallada por todos los canales.
Atravesó la habitación hacia el pequeño televisor portátil que había sido instalado en el despacho. La cuestión debía ser grave para que hubiera allí un televisor porque M mostraba una gran aversión hacia dicho medio. Lo mismo le pasaba con las computadoras, pero éstas le habían sido impuestas por la fuerza, lo que no ocurría con la televisión.
Las escenas que aparecieron en la pantalla mientras iba informando detalladamente de los daños causados por la bomba eran espeluznantes. La zona alrededor del mercado de Glastonbury estaba tan destrozada como si una gigantesca máquina demoledora hubiera excavado un cráter en medio de la carretera. Veíanse por doquier grotescas piezas retorcidas de metal que antes fueron vehículos. Algunas de las viejas casas tenían sus fachadas derruidas, mientras otras habían escapado con sólo desperfectos en las ventanas. Los explosivos no conocen las leyes naturales en un espacio abierto. Una persona puede encontrarse próxima al centro del desastre y o bien resultar hecha pedazos o sobrevivir aunque quede sorda y desnuda. Una explosión puede arrancar las ventanas de una casa dejando intacto el resto, mientras la estructura vecina se desploma.
Las cámaras recorrían las calles bañadas por la luz de los enormes focos colocados por los servicios de emergencia, mostrando tan pronto una mancha de sangre como un bolso de mujer o un zapato tirado en lo que antes había sido la alcantarilla. El cruce del mercado había desaparecido por completo.
El comentario hablado fluía sin interrupción. Lord Mills —Sam para sus muchos amigos— viajaba en un Rover con chófer, y en su programa figuraban tres paradas: una en Shepton Mallet, otra, dando un rodeo, en Glastonbury para dirigirse después al lugar de acto en favor del candidato del Partido Conservador en Wells. Por unos momentos Bond no pudo menos de admirarse por el hecho de que aquel anciano viajara todavía de un lado a otro y hablara en público como si fuera un joven. Shepton Mallet es conocida por su prisión militar; Glastonbury por las ruinas de su abadía y por su supuesta conexión con el legendario rey Arturo, y Wells por su hermosa catedral. Las visitas y discursos habían quedado planeados sólo cuatro días antes. Quienquiera que hubiese decidido acabar con Mills había escogido para cometer su crimen una de las ciudades más pacíficas de Inglaterra. Todo aquel asunto era una auténtica salvajada considerando la víctima elegida y el lugar del atentado, sin mencionar a las víctimas inocentes.
Una densa muchedumbre se había reunido allí para ver al famoso anciano. Un coche de la policía local había salido al encuentro del Rover a dos millas de Glastonbury, relevando al que venía de Shepton Mallet. La comitiva había entrado lentamente en la ciudad mientras los escasos agentes de servicio contenían a los curiosos que intentaban acercarse al vehículo. Todo se había desarrollado dentro de un ambiente jovial, y en modo alguno, la policía hubiese podido sospechar que Sam Mills fuera la víctima escogida por los terroristas.
Los coches se habían detenido finalmente junto al cruce del mercado, estando toda la zona acordonada por la policía, y la muchedumbre formó un circulo alrededor de los vehículos. Un agente ayudó al anciano político a salir del Rover y después de haberse cerrado la portezuela tras de él y se erguía para asumir su esbelta actitud familiar, con una mano en el bastón, la otra levantada en ademán de saludo y el rostro distendido en una sonrisa, parte de la muchedumbre saltó por los aires casi arrollando al coche, mientras una bola de fuego surgía en el centro de la explosión, desplazándose primero hacia adelante y luego hinchándose hacia fuera. Todo había sido captado por las cámaras, con lo que el público no se perdió ni un detalle.
—¡Dios mío! —exclamó M por lo bajo—. Ha sido obra de verdaderos diablos. A veces pienso que esa gente hace estas cosas sólo por ganas de causar estragos.
Aunque con el paso de los años tanto Bond como Tanner habían visto carnicerías y destrozos de todo género, ambos se sentían trastornados.
Cuando todo hubo pasado, los tres hombres sufrían una visible alteración. M se sobresaltó al sonar el timbre del intercomunicador; pronunció unas palabras, escuchó y volvió a hablar.
—Mándele entrar enseguida —ordenó por el micrófono y, luego de haberlo colgado, miró a Tanner y a Bond—. Bailey, de la Sección Especial, está aquí. Dice que tiene información urgente para nosotros.
El superintendente jefe mostraba el mismo aire afligido que parecía afectarlos a todos. M le indicó un asiento.
—Nadie se ha responsabilizado del hecho —declaró Bailey con aire fatigado—. Todavía no sabemos cómo ha sucedido. Ninguno de los grupos terroristas ha dicho una palabra por teléfono y ni siquiera se han recibido las consabidas llamadas falsas. Por regla genera alguien comunica con nosotros en el plazo de una hora. Es preocupante. Si quieren que les diga la verdad, no creo que se trate de un acto aislado.
—Yo puedo decirles quién lo hizo —anunció Bond voz tranquila—. Lo que quisiera saber es cómo lo llevaron a cabo. Esa bomba ¿fue arrojada, disparada o colocada de antemano?
—¿Quién lo hizo? —preguntaron a un tiempo M, Tanner y Bailey.