Scorpius (12 page)

Read Scorpius Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Scorpius
12.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sir James está ahora con la paciente —le informó en un tono demostrativo de su desaprobación porque se hubiera permitido la entrada allí de un intruso—. Según han dicho, tiene usted permiso para hablar tanto con él como con esa joven.

Bond hizo una señal de asentimiento. Ni la amabilidad ni la sutileza hubieran logrado efecto alguno en aquel dragón que parecía como hecha de piezas de acero, con bisagras colocadas en los lugares idóneos.

—Espere aquí —le ordenó la auxiliar, indicándole una pequeña zona amueblada con el tipo de sillas y mesitas usuales, cubiertas de manoseados ejemplares del
The National Geographic Magazine
y del
Tatler
, como los que se encuentran en cualquier sala de espera de un médico de Harley Street—. Informaré a sir James de que ha llegado.

Se alejó con la espalda recta como un huso y unos modales indicadores de que Bond podía considerarse muy afortunado porque accediera a llevar su recado a sir James Molony.

Cinco minutos después, sir James apareció. Parecía tranquilo, y en sus animadas pupilas brillaba una nota de humor.

—James —le dijo, estrechándole calurosamente la mano—. ¡Cuánto me alegro de verle después de todo este tiempo! ¿Sigue bien?

Sus pupilas brillantes parecieron examinar a Bond como si por aquel simple método pudiera detectar cualquier problema nervioso o psicológico que le afectara.

Por unos momentos Bond se sintió inquieto. Probablemente sir James Molony sabía más que cualquier otra persona de su vida secreta; pero no de su vida sumida en los secretos del Servicio, sino de esas zonas ocultas en las que reina el miedo; de las complejidades de la imaginación; de los impulsos que le hacían obrar, que le motivaban, y que unas veces le mantenían feliz y estable y otras surgían en plena noche de su subconsciente para perseguirle como demonios iracundos.

—¿Cómo se encuentra esa joven? —preguntó Bond rehusando admitir la intranquilidad que le producía el encontrarse con el gran neurólogo.

—Sobrevivirá —declaró Molony, como si aquello fuera todo cuanto Trilby Shrivenham debiera hacer a partir de entonces.

—¿Sólo vivir?

—No. Volverá otra vez al mundo normal, aunque tardará algún tiempo. Necesita tratamiento médico, descanso y grandes cantidades de cariño.

—¿No ha dicho nada más?

—Hemos logrado situarla en un estado de equilibrio. Alguien, desde luego ella no, la ha hecho correr un grave peligro. La atiborraron de un cóctel que pudo causarle la muerte. Una mezcla de alucinógenos y de hipnóticos. Ese alguien hizo cuanto le fue posible para implantar en su mente ideas terriblemente complejas al tiempo que le administraba el tratamiento.

Según la descripción de Molony, Trilby estaba pasando por un proceso de creciente estabilidad.

—Pero todavía no está fuera de peligro —añadió, poniendo una mano sobre el hombro de Bond y guiándole por un pasadizo hacia la habitación en que la joven se encontraba—. A veces disfruta de una lucidez total. Esta mañana, por ejemplo, ha estado consciente durante casi veinte minutos. Débil, pero con la claridad mental suficiente como para recuperar la personalidad y reconocer a su padre. Éste descansa ahora un poco. Ha llegado usted en el momento oportuno —a continuación le dijo que el cerebro de la joven podía todavía ser influido—. Puedo situarla en una especie de crepúsculo, trasladarla de nuevo al mundo que conoció cuando empezaron a meterle esas ideas en la cabeza. Lo hice una vez, pero sería peligroso repetir el experimento. Cuando habla hallándose en dicha condición, es como si se escuchara lo que la Biblia llama posesión por un espíritu maligno. Un estado anímico, no desconocido para mí. Lo han sufrido pacientes cuyas mentes nunca fueron afectadas por otras personas. Incluso su voz suena rara. Asusta un poco oírla por primera vez.

—En efecto —asintió Bond—. Yo también la he oído antes de que la trajeran aquí. Me dio un escalofrío. Comprendo bien lo que dice usted sobre esos espíritus malignos.

La habitación era la típica de un hospital, con su suave olor a antisépticos, la bombona de oxígeno con sus diversos adminículos en un rincón, un lavabo, la persiana ante los cristales y, tendida en una pequeña cama, la honorable Trilby Shrivenham, con su pálido rostro destacando apenas sobre la blancura de la almohada y con el gota a gota aplicado al brazo.

Una enfermera se levantó de donde estaba sentada junto a la cama. Molony hizo una señal con la cabeza y le rogó que le trajera diez centímetros cúbicos de algo que Bond no había oído nunca nombrar.

—Voy a reanimarla un poco para que pueda usted hablar con ella. Quizá responda a alguna pregunta, aunque no estoy muy seguro.

La enfermera volvió y empezó a preparar una palanganita curvada con todo lo necesario para la inyección. Al entregársela a sir James, éste le indicó que esperase fuera.

—Si lord Shrivenham regresa, no le deje entrar. El viejo tonto se metería aquí sin más ni más y empezaría a gimotear —miró a Bond con unas pupilas que parecían de cristal—. Es la última vez que hago esto por alguien —manifestó—. Va a ser un favor especial para M. Así que si quiere sacarle algo a esta joven aproveche la ocasión. Probablemente, cuando la devuelva al mundo real, habrá perdido todo rastro de su memoria subconsciente —se inclinó sobre Trilby y empezó a buscarle la vena en el antebrazo—. Vamos a ver qué ocurre —manifestó irguiéndose de nuevo luego de haberle puesto la inyección.

Bond llevaba en el bolsillo trasero del pantalón una grabadora Walkman Sony Profesional. La sacó y la puso sobre la mesilla de noche, tras de lo cual abrió la bolsita de fieltro que contenía un potente micrófono y el elevador de voltaje que enchufó en el lugar adecuado. Comprobó la cinta y puso en marcha el aparato.

—¡Trilby! —casi gritó Molony—. Despierte. ¡Trilby! Hay aquí alguien que quiere hablar con usted.

Ella se estremeció un poco, gruñó y empezó a mover la cabeza de un lado para otro sobre la almohada, como un niño inseguro de sí mismo que aún sigue bajo los efectos de un sueño, del que no acaba de despertar.

—Trilby —la llamó Bond con voz suave.

—Tendrá que mostrarse enérgico —le advirtió Molony mirándole desde el otro lado de la cama.

—¡Trilby!

Esta vez los quejidos se hicieron más fuertes y los párpados de la joven se movieron. Enseguida aquella voz estremecedora que Bond ya conocía empezó a brotar de sus labios como si surgiera de lo más hondo del foco de maldad que le habían incrustado en el cerebro.


Los humildes heredarán la tierra
—pronunció. Pero no había ningún gozo en aquella promesa. Más bien sonaba como una amenaza.

—¿Cómo va a ocurrir, Trilby? ¿Cómo será que los humildes heredarán la tierra?

—Los humildes… heredarán… heredarán… ¡heredarán! —la expresión de futuro quedaba subrayada por un gruñido sordo en un tono de voz que no era ni masculino ni femenino.

—¿Cómo van a lograrlo, Trilby?

—Con la sangre.

—¿La sangre?

Muy lentamente, como si las palabras le fueran extraídas una a una de la garganta, cual si lastradas por un peso enorme surgieran con dificultad del fondo de un abismo, continuó:


La sangre… la sangre… la sangre… de… los padres caerá… sobre los… hijos
.

—Continúe, Trilby.

Esta vez la joven empezó a hablar más vivamente, como si de pronto se hubiera librado de toda ligadura y las palabras surgieran sin reserva, a borbotones.


La sangre de los padres caerá sobre los hijos. La sangre de las madres se derramará también. Y un imparable círculo de venganza empezará a girar
.

—¡Diga algo más! —le exigió Bond—. Cuéntenos más cosas.
Los humildes heredarán la tierra. La sangre padres caerá sobre los hijos…

Ella tomó el hilo de la frase.

—También se derramará la sangre de las madres. Y un imparable círculo de venganza empezará a girar.

—Continúe.

Trilby gimió de nuevo, moviendo la cabeza de un lado para otro.

—¡Vamos, Trilby,
continúe
! —le exigió a su vez sir James Molony.

—Los humildes heredarán. Los humildes irán a visitar al rey Arturo —al pronunciar estas últimas palabras la repugnante voz se quebró en una risa cascada—. Sí… —de nuevo aquella risa histérica sonó tenebrosa y aguda—. Sí. Los humildes irán a visitar al rey Arturo. Al rey Arturo. Al rey… Arturo —la voz continuó escuchándose mientras la respiración de Trilby se hacía cada vez más fatigosa y jadeante.

—Ya lo ha oído —Molony se sentó junto a la joven provisto de una nueva inyección. Al cabo de unos minutos la respiración de Trilby se había vuelto normal otra vez y su agitación cesó—. ¿Ha sacado algo en limpio? —preguntó el doctor.

—Nada en absoluto —repuso Bond. Y tomando el Sony rebobinó la cinta. Hizo una breve comprobación de que la voz había quedado registrada y desconectó el aparato. No sentía deseo alguno de volver a escuchar aquellos sonidos que hubieran hecho contraerse de pavor a la persona más valerosa—. Nada en absoluto —repitió—. Lo llevaré a M y dejaremos el asunto a los expertos…, es decir, a menos de que usted opine algo en concreto.

El especialista movió la cabeza.

—Son palabras sin sentido —murmuró—. Palabras sin sentido, pero siniestras.

Bond utilizó el teléfono de uno de los pequeños despachos privados para marcar el número personal de M. No le repitió lo que habían hablado allí porque probablemente la línea no era lo suficiente segura y el enigma sobre el seguimiento de que había sido objeto entre Hereford y Londres seguía pendiente en el aire. En su camino hacia la clínica se había mostrado muy cuidadoso, pero no pudo detectar nada alarmante.

—Venga para acá enseguida —le ordenó M. Y añadió como si hubiera pensado repentinamente—: También Cowboy está de regreso. Mejor que deje su radio conectada en la frecuencia habitual por si tenemos que comunicarle algo. Quizá le digamos que haga un rodeo pasando por Berkshire. ¿Quién sabe?

Eran poco más de las cinco de la tarde cuando Bond se despidió de sir James, que fijó en él su mirada de águila, y una vez de regreso a su coche ajustó el receptor de onda corta a la frecuencia en que emitía el Servicio.

Tres cuartos de hora después circulaba suavemente por las primeras calles de Londres con el M3, cuando la cháchara normal en aquella frecuencia de radio se alteró.

—Depredador. Vamos, conteste. Oddball a Depredador. Adelante.

Al reconocer su señal de llamada, Bond tanteó con calma bajo el tablero de mandos, buscando el micrófono pegado allí por contacto magnético. Una vez lo hubo sacado empezó a hablar tranquilamente sin poder prever lo que le esperaba.

—Depredador. Aquí Depredador. Adelante Oddball. Recibiendo con fuerza seis. Corto.

Estaba a punto de iniciarse en él cierto sentimiento de ansiedad.

—Depredador, diríjase a Tango Seis. Urgente código uno. Magnum. Tres tablas y un atrapado. Los azules en camino.

Bond pronunció un seco «enterado» y apretó el acelerador al tiempo que escogía el camino más rápido hacia el refugio secreto de Kilburn, donde había dejado a Harriett Horner. «Tango seis» era la clave que le identificaba. «Urgente código uno» equivalía a incidente grave. «Magnum» significaba que se habían utilizado armas de fuego. «Tres tablas y un atrapado» se refería a tres muertos y un herido. «Azules en camino» era lo más explícito: la policía, probablemente miembros de la Sección Especial se encontraba ya allí.

Conforme zigzagueaba por entre el tráfico, Bond se preguntó si la bella Harriett Horner no figuraría entre los cadáveres. De algo estaba seguro: la muerte se había abatido sobre Kilburn en terrenos del Servicio de Seguridad. «
La sangre de los padres
—se dijo. Y añadió—:
La sangre de las madres se derramará también
». En algún lugar se había cometido una traición. Primero, la persecución a que fue sometido al salir de Hereford; ahora el ataque a un refugio considerado hasta entonces como muy seguro.

9. El atrapado

En otros tiempos Kilburn, que ahora forma parte de la zona noroeste de Londres, era un lugar muy próspero. En la actualidad, la carretera de Kilburn tiene un aspecto bastante decadente. El priorato de Kilburn fue construido en el siglo XV, pero todo cuanto queda de él en Priory Road es una pequeña placa de cobre con el retrato de una monja. La iglesia actual se construyó a mediados del siglo XIX y ocupa una parte del espacio del antiguo priorato.

Si se tuerce hacia la derecha, saliendo de Priory Road, se alcanza Greville Mews, nombre que suena a mucho más de lo que es en realidad. El callejón no está bordeado de casas, sino de una sucesión de garajes de alquiler cerrados con llave. El ambiente del pequeño
cul de sac
una tarde cualquiera recuerda tiempos pasados. Algunas paredes exhiben antiguos letreros de esmalte que anuncian Castrol y Michelin y muchos de los coches conducidos ahora por satisfechos propietarios ostentan también la marca de la vejez.

Lo que ni siquiera saben los que alquilan los pequeños garajes es que cuatro de ellos son propiedad de la misma persona, pero quienes entran y salen de allí con sus vehículos y los manipulan y reparan en el mismo lugar son raras veces vistos por los habitantes del pueblo. Los cuatro garajes son contiguos y se encuentran en la parte trasera de una ruinosa villa victoriana. Están provistos de puertas que los comunican entre sí y hay dos puertecitas al fondo de los garajes del centro.

Quienes conocen bien cómo funciona todo aquello y tienen acceso a los locales, están en condiciones de operar unos pequeños paneles digitales que controlan una cerradura central situada a un lado de las dos puertas. Éstas dan paso a una pequeña habitación de ladrillo. Una vez en ella y cuando se ha marcado la frecuencia correcta, otra puerta, ésta de metal, se abre dejando expedita la entrada a la trasera de la villa victoriana. Tal es el acceso al refugio del Servicio Secreto. La puerta frontal de la villa está reforzada con acero por su parte interior y las personas a las que se ve salir y entrar son los cuidadores normales de la casa. Los visitantes realmente importantes entran por la parte trasera y raras veces son observados por alguien. El interior del refugio de Kilburn Priory no guarda relación alguna con los muros de piedra cuarteada y los ventanales con la madera medio podrida que se ven desde fuera. Las ventanas de la parte de atrás fueron cerradas con tablones hace ya mucho tiempo. La gente de los alrededores comenta que el propietario alquila un par de habitaciones por meses, pero que el resto de la casa se va desmoronando poco a poco.

Other books

Web of Lies by Brandilyn Collins
Organ Music by Margaret Mahy
I See You by Patricia MacDonald
Lovers and Liars by Brenda Joyce
Unmistakeable by Abby Reynolds
The Carpenter's Children by Maggie Bennett
Sweetheart by Andrew Coburn