—La muerte sin fin. Amén.
—Exacto, señor. Creen morir por una causa grande y sublime. Alcanzarán el paraíso y, andando el tiempo, el mundo se convertirá también en un paraíso. Si Scorpius está dotado de ese poder de atracción, de ese carisma, de ese fervor y habilidad para conseguir que la gente lo crea, no me extraña que todo le salga bien. Porque existe una multitud de aspirantes en el mundo del terrorismo capaz de reunir fondos y de pagar cantidades enormes por un acto de terror o por una campaña entera.
—A menos de que se lo impidamos sin tardanza y de modo radical, sólo Dios sabe lo que puede ocurrir —M tenía el aspecto de quien debe soportar un fardo demasiado pesado para él. Suspiró antes de continuar. Su expresión de cansancio era la de un hombre al cabo de sus fuerzas—. Desde luego nos veremos obligados a adoptar medidas restrictivas desagradables con el fin de limitar las campañas. Nada de reuniones públicas sin efectuar antes una inspección a fondo de cada uno de los asistentes. Hay que vigilar también los teatros, los restaurantes y los campos de fútbol. Todo un modo de vida y de libertad toca a su fin.
—¿Opina usted, pues, que se trata de una campaña?
—¡Oh, sí! Es una campaña sin ningún género de dudas. Están utilizando el terror y otras cosas que aún no sabemos. O los Humildes han montado su propia campaña para dar al traste con las elecciones, o su jefe está siendo pagado generosamente por hacerlo por encargo de otros.
—Nadie me ha informado todavía respecto a «Terremoto».
—¿Terremoto? —preguntó M como si no lo entendiera.
—Fue la señal que recibí en mi camino hacia la clínica de Surrey, señor. Recuerde que puso a un grupo en Manderson Hall, Pangbourne, para que colaborara con lo que se suponía que yo estaba haciendo.
—¡Ah, sí! Se trata de algo que usted no sabe todavía. Hemos atrapado a seis miembros de los Humildes a los que se mantiene en custodia bajo la acusación de usar drogas. Eso nos da la oportunidad de interrogarlos.
—¿Miembros de los Humildes acusados de drogadictos?
M hizo unos breves signos afirmativos.
—Puse a un equipo de vigilancia y a un par de agentes de Bill Tanner para que vigilaran el lugar desde las cuatro de la mañana. Bailey me prestó además a una pareja de sus policías de paisano. Ellos fueron los que vieron al grupito aproximándose a la claridad del amanecer. Cuatro hombres y dos mujeres. Armados y dispuestos a morir. Dispararon un par de tiros cuando el grupo entró sobre las nueve. Parecían buscar a alguien, aunque luego lo negaron afirmando que habían vuelto para recoger unas cosas.
—Pero, según parece, Pearlman había realizado ya un examen minucioso del lugar.
—Pues eso no lo vio. En la parte superior de la casa hay una docena de alojamientos: antiguas viviendas de criados convertidas en dormitorios. Bajo una de las camas se encontró una trampilla que llevaba a lo que para la Sección Antidroga ha sido una verdadera cueva del tesoro: heroína, coca,… En fin, de todo.
—Parte del dogma de los Humildes consiste en prescindir del alcohol y de las drogas.
—La impresión que tenemos es que aquello no iba destinado al consumo personal. Una de las chicas admite haber transportado allí cargamentos enteros. Al parecer trataban de usarlo más tarde como incentivo a distribuir gratis entre miembros de los servicios armados. Como hicieron los del Vietcong con el personal estadounidense en Vietnam.
—¿De qué otras cosas no estoy enterado?
M permaneció silencioso unos segundos y luego, mirando su reloj de pulsera, repuso:
—Todo a su tiempo, James. Nos van a traer a alguien más. Tenemos una segunda o quizá una tercera pista.
—¿Nada del Audi en que vi a ese hombre? ¿A Scorpius y a la chica de la Oficina de Impuestos?
—Hemos alertado a la policía. Usted tomó bien el número, y hemos estado examinando las cintas magnetofónicas. Me figuro que todos los agentes del país están pendientes de ese coche. Pero, James —M adoptó un aire más familiar al llamar a Bond por su nombre de pila, cosa que sólo solía hacer cuando iba a transmitirle alguna instrucción a la que el otro pudiera negarse. En la presente ocasión, su voz estaba desprovista de la habitual brusquedad en tales casos—. James —repitió—, aun cuando logremos atrapar a ese Scorpius, ¿cómo vamos a destruir el nido de víboras que ha creado?
—Será imposible. Al menos hasta que cada uno de ellos, cada hombre, mujer y niño, haya sido puesto en manos de la justicia. En cuanto a Scorpius, la muerte sería demasiado sencilla para él. De todos modos no creo en lo del ojo por ojo. Usted lo sabe. Llevo en este juego demasiado tiempo y hay algo especialmente vil en liquidar a alguien si es que se puede utilizar otro sistema.
—Con frecuencia no existe otro camino —M parecía más calmado, como si hubiese recuperado el dominio de sí mismo—. Y más aún por lo que se refiere a Scorpius. En cuanto a sus seguidores, bueno, éstos son distintos.
—Se habrá dado cuenta, señor, de que, aunque echemos mano a Scorpius, es decir, si le agarramos vivo, no habrá modo de evitar que la presente operación siga adelante. En estos momentos la mayor parte de los actos en que han de tomar parte los políticos importantes durante la campaña electoral están ya programados. Los periódicos del país poseen las listas. Cualquiera puede averiguar los itinerarios…
—Lo tenemos previsto en parte —le interrumpió M vivamente—. Los actos públicos más esenciales han sido cambiados de fecha. Los jefes del C3, C7 y D11, es decir, los que manejan los fuegos artificiales, si es que me permite la broma, han sido llamados al COBRA. Se han realizado modificaciones en todo el esquema. Los dos partidos políticos más importantes están de acuerdo con ello. Diferentes lugares, diferentes fechas y horarios distintos. Pero esto es sólo un punto de partida. Me imagino que todos cuantos se han puesto ya en movimiento por orden de Scorpius seguirán adelante con sus planes. Los Humildes no son tontos, pero todos incurren en un defecto psicológico particularmente vulnerable.
—¿Cuál es? —preguntó Bond, que ya se había planteado aquella cuestión y era un tema que le fascinaba.
—El de la gente que profesa ideas políticas o religiosas ambivalentes. El de cuantos no están satisfechos con las normas establecidas. El de quienes desean sacarle más partido a la religión. Los que no tienen nada y creen que las ideologías políticas corrientes, es decir, la izquierda y derecha, son las causantes de su desgracia. Algunos incluso se muestran irritados con la Providencia. Un nuevo ideal y un nuevo Dios les confieren renovadas esperanzas. Se trata de estar presente cuando todo se ponga en movimiento. Morir por la causa que acabará con todas las dificultades actuales. Bueno, todo esto resulta embriagador para gente con resentimientos.
A Bond le pareció muy cierto. ¿De modo que era aquello lo que el COBRA había logrado: reorganizar los programas electorales y escuchar la conferencia de algún tonto psiquiatra de Whitehall?
Los dos quedaron en silencio. Cosa de tres minutos más tarde M volvió a hablar:
—¿Considera a Scorpius un hombre en su sano juicio?
—¡Desde luego! —exclamó Bond. «¿Qué pretendía en aquel momento?», se preguntó—. Es la maldad en persona. Un diestro traficante de armas. Un hombre dotado de un increíble magnetismo personal que obra impulsado por motivos financieros de altos vuelos. Sí, desde luego, hay que tener una mente muy clara.
—¡Hum! —rezongó M haciendo una señal de asentimiento—. Bond, como hombre en su sano juicio… —añadió. Había descartado el «James» y sostenía su vaso en la mano para que se lo volviera a llenar—. Como hombre en su sano juicio, póngase en el lugar de Scorpius. Ha gustado las delicias del poder. Ha obtenido un contrato masivo que le compromete a desbaratar las elecciones inglesas y posiblemente algo más que eso, y obtenido la promesa de un encargo todavía más importante si éste termina bien, digamos, por ejemplo, un caso semejante en Estados Unidos durante la próxima elección presidencial. ¿Qué haría usted? Si el programa está en movimiento… si las instrucciones han sido cursadas, ¿cuál sería su siguiente paso?
Bond no vaciló.
—Me largaría de aquí —respondió con calma—. Me marcharía lo más lejos posible de las islas británicas. Luego me sentaría a esperar los acontecimientos.
—Exacto. Ésa es la opinión también de COBRA. Hemos establecido vigilancia en todos los puertos y aeropuertos, aunque me figuro que ese señor es demasiado listo para emplear vías de transporte normales. Probablemente tiene ya convenido algún sistema para salir del país sin que nadie lo vea.
—Si; del mismo modo que también tiene a alguien situado en posición privilegiada para informarle exactamente de lo que pensamos hacer.
—¿Sigue creyendo eso?
—Es evidente, señor. Más evidente que nunca si se considera el juego de manos que nos traemos. Mis primeros sospechosos siempre han sido el hombre del SAS, es decir, Pearlman, y la muchacha norteamericana de la Oficina de Impuestos. Pero puede haber otros. De cualquier modo que lo mire, alguien se nos adelanta siempre —contó los episodios ya conocidos con la punta de los dedos—. Primero: alguien sabía que me habían mandado venir desde Hereford después de que se encontró el cadáver de Emma Dupré. Segundo: Trilby Shrivenham nos sale con todo ese galimatías, pero aún no sabemos bien de qué se trata. Tercero: esa gente sabía exactamente dónde habíamos guardado a la chica de la Oficina de Impuestos. Cuarto: le digo a Pearlman y a la chica que nos vamos a Manderson Hall, último refugio de los Humildes en este país, cuando en realidad íbamos a Surrey para interrogar a su hombre atrapado en Kilburn, y estoy convencido de que aquello los puso nerviosos. ¿Qué ocurre a continuación? Un asesinato. Una tentativa frustrada para matar a la joven Shrivenham y para rescatar a su secuaz. Hasta cierto punto consiguieron ambas cosas: lo ocurrido en Manderson Hall, a donde todos creían que íbamos (el aviso de «Terremoto») y el asesinato en masa en la clínica de Surrey. Alguien debió de estar enterado. Alguien los informó sobre nosotros. Es a ese alguien a quien deberíamos estar buscando.
—Las cazas de brujas raras veces sirven para algo. Pero puede que tenga razón… hasta cierto punto. Pearlman parece el más sospechoso. Dice usted que nadie le siguió a la casa de Kilburn y también asegura que Pearlman mostró sorpresa ante el cambio de planes. Pero ¿y si actuara sólo como pantalla? Una llamada clandestina procedente de él les hace recibir información. Pero hay un equipo realmente bueno trabajando a sus espaldas. Ustedes habrían sido seguidos hasta Surrey. O mejor dicho, el trío que visitó a la joven Shrivenham recibió un mensaje a tiempo. ¿Ha pensado en ello?
—Podríamos comprobarlo.
M alargó la mano hasta el teléfono, marcó un número y empezó una larga conversación en voz baja durante la cual Bond trató de reajustar y de ensamblar la lógica de todo el conjunto.
Finalmente M dejó el teléfono y se quedó mirando a Bond.
—Debíamos haber pensado antes en esto. El que se hizo pasar por hermano de la joven Shrivenham recibió una llamada cosa de quince minutos antes de que llegara usted. El pobre chico de la recepción la anotó, pero nadie pensó en hacer averiguaciones.
Bond estaba a punto de conseguir que sus ideas se concretaran. Abría la boca para decir algo cuando el teléfono volvió a sonar. Tres veces y se detuvo; luego dos y volvió a detenerse. A la tercera serie de llamadas, M tomó el auricular. Hubo otra conversación en voz baja. Cuando volvió a dejar el aparato, M se quedó mirando fijamente a Bond.
—Han encontrado el Audi —anunció sin excesivo entusiasmo— en una zanja, cubierto con ramas y hojas. Junto a una carretera de segundo orden en Kent. Fuera de toda ruta habitual, a cinco millas de un antiguo campo de aterrizaje.
—¿Cuándo? —preguntó Bond deseoso de saber el momento preciso en que el coche había sido hallado.
—Lo encontraron accidentalmente hace cosa de una hora. En condiciones normales no lo hubieran localizado hasta dentro de un día o dos, porque esa carretera es poco transitada. Pero al parecer un granjero borracho que andaba por allí como si llevara el piloto automático en dirección a su casa, se desplazó un tanto hacia la izquierda y metió en una zanja a su bonito Range Rover. Nada de particular, pero lo suficiente como para que tuviera que llamar al garaje pidiendo que lo sacaran del apuro. Por casualidad el agente local estaba llenando el depósito de su Panda cuando se recibió la llamada y decidió ir a ver lo que ocurría.
—¿Qué hay de ese aeropuerto?
M asintió tristemente:
—Ha dado en el clavo, 007. Un avión en la noche. Cosa poco usual por aquellos contornos. El aeropuerto consta de una sola pista y no tiene edificios ni hay torre de control. No se llevan a cabo vuelos nocturnos, aunque la pista está en condiciones bastante decentes. Por supuesto, la hicieron durante la guerra. Se la utilizaba como campo auxiliar de Manston. Y aun sigue siendo así hasta cierto punto. Algunas escuelas de aviación locales la usan para que sus alumnos practiquen aterrizajes difíciles —se refería a los aterrizajes que en tiempo de guerra la Royal Air Force denominaba «de tumbos y sacudidas».
—¿Y esta noche un avión partió de allí?
M hizo una señal de asentimiento.
—Acierta de nuevo. Un miembro del club local vive justamente al otro lado. A última hora de la tarde un pequeño y muy pulcro Piper Comanche de dos motores…
—¿De los de seis pasajeros un poco apretados?
—En efecto. Sea como sea, el caso es que empezaba a oscurecer y el aparato llegó volando con sólo un motor. Nuestro hombre del club aéreo sale corriendo a ver si puede prestar ayuda. El piloto es un chico simpático. Va en vuelo hacia Francia, pero tiene problemas con el motor. Dice que necesita alguna pieza de recambio y pide al otro que le deje telefonear. Llama a alguien diciéndole que le traiga determinada pieza y rehusa la comida y el cobijo que le ofrecen. «Tengo que quedarme en el avión», es todo lo que explica. Al llegar la noche despega. Al del club aéreo por poco le da un ataque al corazón. Porque el aparato debió de elevarse a ciegas.
—¿De modo que se nos ha escapado?
—Así parece. ¿Usted qué cree?
—Lo mismo —repuso Bond. Tras lo cual continuó con su anterior razonamiento. Había estado pensando en ello muy a fondo y sus conclusiones eran preocupantes—. ¿Y si permitieron que Emma Dupré se les escapara? —preguntó—. ¿Y si mi número de teléfono lo escribió alguien en su agenda?