Retrato de un asesino (9 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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Sickert era un hombre culto y es posible que tuviera el cociente intelectual de un genio. Era un artista de talento cuya obra causa admiración, aunque no necesariamente placer. Su arte no refleja fantasía, ni ternura ni ensoñación. Nunca persiguió la belleza, aunque como dibujante superó a la mayoría de sus contemporáneos. El «Mathematicus» Sickert era un técnico. «En la naturaleza, todas las líneas […] están localizadas radialmente dentro de los 360 grados de cuatro ángulos rectos», escribió. Todas las rectas […] y todas las curvas pueden considerarse tangentes de dichas líneas.»

Enseñaba a sus alumnos que «la base del dibujo es una refinada sensibilidad ante la dirección exacta de las líneas […] dentro de los 180 grados de los ángulos rectos». Dejemos que simplifique: «El arte podría definirse como […] el coeficiente individual del error

[…] en el esfuerzo [del dibujante] por conquistar la expresión de la forma.» Ni Whistler ni Degas definían su arte en esos términos. Dudo que entendieran una palabra de lo que decía Sickert.

La manera precisa en que Sickert pensaba y calculaba no se advierte sólo en los términos con que describía su obra, sino también en la forma en que la ejecutaba. Su método para pintar consistía en cuadricular los bocetos y ampliarlos geométricamente para mantener la perspectiva y las proporciones exactas. En algunas pinturas suyas, la cuadrícula de este método matemático se vislumbra por debajo de la pintura. En los juegos y los violentos crímenes de Jack el Destripador, la cuadrícula de su verdadera identidad se adivina por debajo de sus intrigas.

6
Walter y los niños

A los cinco años Sickert se había sometido ya a tres horribles intervenciones quirúrgicas para corregir una fístula.

En las biografías que he leído no he hallado más que una breve mención a estas operaciones y, que yo sepa, nadie ha explicado qué tipo de fístula era ni por qué fueron necesarias tres peligrosas intervenciones para remediarla. Además, hasta la fecha no hay ningún libro riguroso y objetivo que describa en detalle los ochenta y un años que Sickert pasó en este mundo.

Aunque la biografía que escribió Denys Sutton en 1976 resulta muy instructiva, pues su autor es un investigador minucioso y se basó en conversaciones con personas que habían conocido al «viejo maestro», Sutton se encontró con ciertas limitaciones, ya que tuvo que pedir autorización a la Fundación Sickert para usar material —las cartas, por ejemplo— sobre el que aún seguían manteniéndose los derechos de autor. Las restricciones legales para reproducir sus documentos, incluyendo sus obras de arte, son las pavorosas montañas que ha de escalar quien quiera contemplar el panorama de la personalidad conflictiva y compleja en grado sumo de este hombre. En los archivos de la Universidad de Glasgow hay una nota de Sutton que parece remitir a un «cuadro del Destripador» que Sickert habría pintado en la década de 1930. Si ese cuadro existe, no he encontrado alusión alguna a él en ninguna otra parte.

Hay otras referencias a la peculiar conducta de Sickert que deberían haber despertado al menos una pizca de curiosidad en quienes estudiaron a conciencia su vida. En una carta procedente de París, con fecha del 16 de noviembre de 1968, André Dunover de Seeonzac, un famoso artista vinculado al grupo de Bloomsbury, contaba a Sutton que había conocido a Walter Sickert en 1930 y que recordaba con claridad que éste afirmaba haber vivido en Whitechapel, en el mismo edificio que Jack el Destripador, y hablaba «con entusiasmo sobre la discreta y edificante vida del monstruoso asesino».

 

La doctora Anna Gruetzner Robins de la Universidad de Reading, historiadora del arte y especialista en Sickert, afirma que es imposible estudiar a fondo a Sickert sin sospechar que él era Jack el Destripador. En algunos análisis suyos de la obra de Sickert aparecen observaciones demasiado perspicaces para el gusto de los puristas. Parece que las verdades sobre Sickert están tan envueltas en niebla como el propio Destripador, y sacar a la luz cualquier detalle que sugiera algo innoble sobre él es una blasfemia.

A principios de 2002, Howard Smith, conservador de la City Art Gallery de Manchester, se puso en contacto conmigo para preguntarme si sabía que en 1908 Walter Sickert había pintado un cuadro oscuro y lúgubre titulado
El dormitorio de Jack el Destripador.
La obra se donó a esta galería en 1980, y el conservador que había entonces comunicó el sorprendente hallazgo a la doctora Wendy Barón, que basó su tesis doctoral en Sickert y ha escrito más sobre él que cualquier otra persona. «Acabamos de recibir una donación de dos pinturas al óleo de Sickert», escribió el conservador Julián Treuherz a la doctora Barón el 2 de septiembre de 1980. Uno de ellos, apuntaba, era
«El dormitorio de Jack el Destripador
, óleo sobre lienzo de 51 X 41 centímetros».

La doctora Barón respondió a Treuherz el 12 de octubre y comprobó que el dormitorio del cuadro pertenecía a la casa de Camden Town (en el número 6 de Mornington Crescent) cuyas dos últimas plantas había alquilado Sickert en 1906, cuando regresó de Francia. La doctora Barton observó que «Sickert pensaba que Jack el Destripador» se había alojado allí en la década de 1880. Aunque no he podido verificar esta teoría, es posible que Sickert tuviera una habitación secreta en esa residencia durante los crímenes de 1888. En sus cartas, el Destripador refería que iba a mudarse a una casa de huéspedes y ésta podría haber sido la del número 6 de Mornington Crescent, donde Sickert vivió en 1907, cuando otra prostituta apareció degollada a poco más de un kilómetro y medio de allí.

Sickert solía contarle a sus amigos que durante un tiempo se había alojado en una casa cuya propietaria afirmaba que Jack el Destripador había vivido allí durante los crímenes y que conocía su identidad: el Destripador era un enfermizo estudiante de veterinaria que había acabado en un manicomio. La mujer facilitó a Sickert el nombre del asesino en serie, y él lo apuntó en un ejemplar de las memorias de Casanova, el libro que estaba leyendo entonces. Pero, ay, a pesar de su memoria fotográfica, era incapaz de recordar el nombre, y el libro se destruyó durante la Segunda Guerra Mundial.

Nadie hizo el menor caso de
El dormitorio de Jack el Destripador,
que permaneció en un almacén durante veintidós años. Parece que es uno de los pocos cuadros de Sickert que la doctora Barón no menciona en sus estudios. Yo, desde luego, no había oído hablar de él, como tampoco la doctora Robins ni el personal de la Tate Gallery ni ninguna de las personas que conocí durante mi investigación. Por lo visto, no hay mucha gente deseosa de divulgar esta obra. Según John Lessore, el sobrino de Sickert —quien, de hecho, no es familiar directo, sino que está emparentado con él a través de su tercera esposa, Thérése Lessore—, la idea de que su tío fuera Jack el Destripador es un «disparate».

Mientras estuve escribiendo este libro no mantuve contacto alguno con la Fundación Sickert. Ni quienes la dirigen ni ninguna otra persona han intentado disuadirme de que publicase lo que, en mi opinión, es la cruda verdad. Me he basado en los recuerdos de contemporáneos de Walter Sickert —como sus dos primeras esposas y Whistler— que no tenían ningún vínculo legal con la Fundación Sickert.

He eludido las inexactitudes que se han ido reciclando y pasando de un libro a otro. He llegado a la conclusión de que, a partir de la muerte de Sickert, y de manera deliberada, se ha evitado proporcionar información condenatoria u ofensiva sobre su vida o su carácter. No se ha dado importancia a la fístula porque aquellos que la mencionan no parecen entender qué era, ni que podría haber tenido repercusiones devastadoras en la psique del pintor. Debo admitir que me quedé atónita cuando interrogué a John Lessore al respecto y me respondió —como si todo el mundo lo supiera— que la fístula era «un agujero en el pene [de Sickert]».

Dudo que Lessore fuera consciente de la trascendencia de lo que estaba diciendo, y sospecho que Denys Sutton tampoco sabía gran cosa sobre la fístula. Cuando se refiere a ella, se limita a apuntar que Sickert se sometió a dos operaciones fallidas «en Munich, por una fístula» y que en 1865, cuando la familia estaba en Dieppe, Anne Sheepshanks, tía abuela de Walter, sugirió que hicieran un tercer intento con un prominente cirujano londinense.

Helena no mencionó este problema médico en sus memorias, pero cabe preguntarse si estaba al corriente de él. Es poco probable que los genitales de su hermano mayor fuesen tema de conversación en la familia. Helena era muy pequeña cuando operaron a Sickert y, una vez que tuvo edad suficiente para pensar en los órganos de reproducción, es difícil que Sickert se exhibiera desnudo ante ella… o ante cualquiera. Sólo aludía a su fístula en broma, cuando comentaba que había viajado a Londres para ser «circuncidado».

En el siglo XIX, las fístulas del ano, el recto y la vagina eran tan frecuentes que el hospital St. Mark de Londres estaba especializado en su tratamiento. No he encontrado referencias a fístulas del pene en la literatura médica que consulté, pero este término podría haberse usado en sentido amplio para describir anomalías como la que padecía Sickert. La palabra «fístula» —en latín, «junco» o «tubo»— se emplea por lo general para describir una abertura o conducto anormal que puede causar atrocidades como la comunicación del recto con la vejiga, la uretra o la vagina.

Aunque en ocasiones es congénita, la fístula casi siempre es consecuencia de un absceso que se extiende por donde encuentra menor resistencia y atraviesa el tejido o la piel, creando una nueva abertura para la orina, las heces o el pus. Las fístulas podían ser extremadamente molestas, embarazosas e incluso mortales. En las primeras publicaciones médicas se citan casos pavorosos, como ulceraciones dolorosas por demás, intestinos que comunicaban con la vejiga, intestinos o vejigas que evacuaban en la vagina o en el útero y menstruaciones por vía rectal.

A mediados del siglo XIX, los médicos les atribuían causas muy diversas: sentarse en asientos húmedos, viajar en la parte descubierta de un tranvía después de realizar un esfuerzo físico, tragarse pequeños huesos o alfileres, comer alimentos «inapropiados», beber alcohol, o vestirse con prendas inadecuadas, así como el uso «superfluo» de cojines o los hábitos sedentarios relacionados con ciertas profesiones. El doctor Frederick Salmón, fundador del hospital St. Mark, trató a Charles Dickens por una fístula causada, según él, por permanecer sentado demasiado tiempo a su escritorio.

St. Mark se fundó en 1835 con el fin de liberar a los pobres de las enfermedades rectales y sus «funestas variedades», y en 1864 se trasladó a la City Road de Islington. En 1865, el tesorero del hospital huyó con cuatrocientas libras o, lo que es lo mismo, una cuarta parte de los ingresos anuales, y dejó la institución en bancarrota. Entonces se propuso la celebración de una fiesta a fin de recaudar fondos con Dickens, ahora libre de su fístula, como anfitrión, pero éste declinó el honor. En otoño de ese mismo año, Sickert ingresó en St. Mark para que lo «curase» un cirujano contratado hacía poco, el doctor Alfred Duff Cooper, que más tarde se casaría con la hija del duque de Fife y a quien Eduardo VII nombraría caballero.

El doctor Cooper, que a la sazón tenía veintisiete años, estaba adquiriendo fama a buen paso en la profesión. Su especialidad eran las enfermedades rectales y venéreas, pero ni en su obra publicada ni en sus textos inéditos se mencionan las fístulas del pene. La fístula de Sickert podía ser desde un trastorno leve hasta algo espantoso. Es posible que la naturaleza lo castigase con una malformación congénita de los genitales llamada hipospadias, en la que el orificio de la uretra está situado en la cara inferior del pene, muy cerca del glande. La literatura médica alemana de la época del nacimiento de Sickert señala que la hipospadias simple era «insignificante» y mucho más común de lo que creía la gente. No impedía la procreación ni justificaba el riesgo de una intervención quirúrgica que podía causar una infección o la muerte.

Puesto que la malformación de Sickert requirió tres operaciones, su caso no debió de ser «insignificante». En 1864, el doctor Johann Ludwig Casper, profesor de medicina forense en la Universidad de Berlín, publicó una descripción de una forma más severa de hipospadias, en la que el orificio de la uretra estaba en la «raíz» o base del pene. Aún más grave es la epispadias, en la que la uretra está dividida y discurre como un
«canalón
poco profundo» a lo largo de la superficie dorsal de un pene rudimentario o incompleto. En la Alemania de mediados del siglo XIX, esos casos se consideraban una forma de hermafroditismo o de «sexo ambiguo».

Es probable que en el momento del nacimiento de Sickert su sexo fuese ambiguo; es decir, que tuviese un pene pequeño, puede que deforme y sin uretra. Tal vez la vejiga estuviera conectada a un canal que terminaba en la base del pene —o cerca del ano— y el escroto tuviera una hendidura que recordase una vagina con labios y clítoris. Puede que el sexo de Sickert no quedase claro hasta después de que los médicos descubrieran testículos entre los pliegues de dichos labios y determinasen que carecía de útero. En estos casos de genitales ambiguos, cuando el afectado resulta ser de sexo masculino suele tener rasgos varoniles y gozar de buena salud, pero su pene no es normal, ni siquiera cuando es aceptablemente funcional. En los albores de la cirugía, los intentos de reparar genitales deformes a menudo terminaban en mutilaciones.

La ausencia de datos clínicos sobre Sickert me impide precisar qué clase de anomalía tenía en el pene, pero si ésta se reducía a una «insignificante» hipospadias, ¿por qué sus padres recurrieron a una arriesgada intervención quirúrgica? ¿Por qué dejaron transcurrir tanto tiempo antes de tratar de corregir una afección que debía de ser muy desagradable? Sickert tenía cinco años cuando lo sometieron a la tercera operación, y me pregunto cuánto tiempo había pasado desde las dos primeras. Sabemos que su tía abuela intervino para que lo llevasen a Londres, lo que sugiere que la malformación era importante y, posiblemente, que las operaciones previas eran recientes y habían acarreado complicaciones. Si en efecto el niño tenía cuatro o cinco años cuando comenzó su suplicio médico, cabe pensar que sus padres esperasen a estar seguros de su sexo antes de buscar una solución quirúrgica. Ignoro cuándo le pusieron el nombre de Walter Richard. Hasta la fecha, no han aparecido el certificado de nacimiento ni el de bautismo.

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