Read Ponga un vasco en su vida Online
Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Kike Díaz de Rada
Tags: #Humor
En el hotel mediterráneo normalmente se hace vida y un turista puede pasarse una semana entera sin salir del mismo a base de piscina, con animador de hotel incluido, y buffet libre; en el norte eso es un pecado, no se estila el régimen de PC (pensión completa), como mucho el AD (alojamiento y desayuno) y sin nadie que lo anime a uno, que uno ya viene animado de casa, hombre. Aquí la gente usa los hoteles para dormir, no para bailar ni hacer
gymkanas
vestido de vaquero.
Tampoco tiene futuro esta profesión porque cada vez nacen menos niños. Y los que hay terminan por cuidarlos los abuelos. Sí, en la época dorada de los abuelos, cuando sueñan con tostarse al rico sol del Levante, amanecen un día viendo que por vecinos de bloque tienen a ¡su hijo/a y nuero/a! «¡Hola, que vamos a ser vecinos y así de paso podéis estar más con vuestros nietecitos!». Es el llamado «efecto acorrale»: dos o más hijos acorralan el piso de los padres-abuelos con viviendas colindantes. Se aprovechan de su generosidad —qué abuelo rehusaría cuidar de un nieto— y encima les riñen: «¿Para qué has dado al crío chucherías antes de comer?», «Cono, pues cuídalo tú, que para eso es tuyo». «Maite, ¡vámonos para Marina D'Or!».
¡Ojalá!
Aquí no se entiende lo de ir a aplaudir a un pez grande que empuja una barca hinchable con un niño dentro. Cualquier vasco se haría adiestrador de peces, pero sólo si éstos son anchoas (boquerones) y en tal caso les enseñaría a venirse desde otros lugares a la costa vasca, donde tanto escasean.
En el País Vasco la mayoría de esculturas que se colocan en los parques, las plazas y demás rincones son abstractas. Esculturas que, cuando viene uno de fuera y te pregunta: «¿Qué son esos hierros…?», uno no sabe realmente qué contestarle. Son esculturas que nos definen, esculturas «nuestras». Así que, si usted es de esos escultores que están acostumbrados a realizar algo tan normal como una preciosa figura humana sobre un caballo, recuerde que para ubicarla por estos lares quizá se tendría que plantear aplastarla una vez acabada, llenarla de óxido y ponerle un nombre como «Holocausto de relinchos».
El vasco no es de disecados. Raro es ver en los hogares del País Vasco cabezas de animales incrustadas en las paredes al estilo de los chalés de Marbella. Dentro de su casa sólo concibe tener animales que estén enlatados, congelados, ahumados o en salazón.
Estamos bien servidos a Dios gracias.
Acompañar a un vasco buscando una dirección en París o en Roma o en Ámsterdam tiene más peligro que hacer
rafting
en las cataratas del Niágara. El vasco es capaz de dar vueltas y más vueltas al mismo barrio sin que se le ocurra preguntar una sola vez. Volverá a pasar una y otra vez por el mismo parque, por la misma plaza, por la misma mente fingiendo que no se da ni cuenta:
—¿No hemos pasado ya por esta plaza? —preguntará usted al borde de un ataque de dolor de callos.
—¿Sí? No me suena.
Usted, lógicamente, se irá calentando paulatinamente, empezará a sudar y le dolerán los pies, pero él se mostrará insensible: «Vamos a investigar qué se ve desde aquella esquina», propone, porque el vasco va por esas ciudades como si fuera por el monte, donde el panorama puede cambiar en un recodo del camino. Pero desde aquella esquina no se ve más que calles y calles y la ciudad, que parece interminable. Entonces usted aporta la solución:
—¿Por qué no preguntamos?
—¿Preguntar? Quita, quita, qué corte.
Y así puede ir pasando el tiempo, y pasando el tiempo, y seguir buscando y seguir buscando y ocurrirle a usted lo que le pasó a aquella pareja de recién casados que partieron a París de viaje de novios en 1994 y que cuando fueron encontrados en 2005 aún no habían encontrado el hotel. Eran ya una auténtica familia: padres y tres hijos.
El vasco no busca. El vasco quiere descubrir. Él es un conquistador, un aventurero, algo tímido, pero lleva un Indiana Jones dentro. Por eso para él pedir ayuda en la búsqueda sería como salir de una nave en el espacio a preguntar por dónde se va a Marte. Si usted se lía con un vasco, tenga en cuenta que deberá llevar en los viajes un buen mapa o plano de la ciudad, una generosa dosis de paciencia… y unas cómodas zapatillas.
Los vascos confían en su palabra. Es el contrato más seguro que hay. Algo absolutamente inviolable, un compromiso al que no se puede faltar. En este sentido, tenga cuidado; proponer cualquier cosa a un vasco —aunque sea la cosa más tonta y trivial del mundo como ir al supermercado o a limpiar el coche— y luego cambiar de planes es corno prometer a un niño ir al circo y luego llevarlo a merendar puré de verduras a casa de sus tías las solteras. Le agarrará una pataleta de cuidado o, peor aún, se sentirá defraudado durante un tiempo bastante más largo que el razonable. O sea, de morros más de una semana.
Es tanta la fe de los vascos en la palabra dada que en Euskadi se duda seriamente de la necesidad de que existan notarios para testificar los contratos privados. Muchas compraventas y otras transacciones se realizan por el sistema del apretón de manos a la vista de un testigo cualquiera: el portero, una vecina (que no sea la ciega), un compañero de trabajo… Con eso bastará. Nada de citas en las notarías de esos señores con nombres tan rimbombantes.
Esto nos lleva a plantearnos la inutilidad de que en el País Vasco se sellen las quinielas, esa muestra de desconfianza hacia el apostador tan arraigada al sur del Ebro. Nuestros jugadores no necesitan el control de nadie para saber qué han apostado y cuándo han acertado.
—José Mari, que tienes una de catorce…
—Ya sé, chica, que he acertado, pero no la voy a cobrar porque esta semana no pensaba echar la quiniela.
Si usted pretende beneficiarse de las ventajas que trae consigo salir con un vasco, olvídese de cualquier escrúpulo ecológico que tenga. El nivel de vida del País Vasco está absolutamente reñido con la ecología. Según la última encuesta sobre sostenibilidad y recursos naturales, para mantener el nivel de derroche de, por ejemplo, Noruega, hacen falta los recursos naturales de todo el planeta. Para mantener el nivel de Alemania, con lo educados con el medio ambiente que son los teutones, dos planetas. Italia ya consume tres. Francia, tres y medio. Euskadi encabezaría la lista de derroche con… ¡seis planetas! ¡Si es que como aquí no se vive en ningún sitio! Gastamos para todo el doble que los demás. Parece que para hacer la mesa de la negociación necesitáramos la leña de tres Amazonias.
Y es que en ningún sitio se derrochan los recursos con la alegría que se hace en Euskadi. El agua, que es el petróleo del futuro, a nosotros se nos va como sin sentirla. El dicho «Agua que no has de beber déjala correr» parece el lema del país. Debería estar en el himno. No bebemos agua ni por asomo aunque la ducha diaria de un vasco gasta más agua que un poblado de ciento cincuenta nubios en un mes. Hay quien hace diez minutos de ejercicio en el gimnasio para pasarse luego media hora bajo el grifo del agua calentita mientras afirma «Lo mejor del ejercicio es el duchazo de después». Y no hay quien cierre el grifo mientras se lava los dientes o se afeita. Con decir que ha habido casos de personas que, al llegar a casa, para sentirse acompañadas, en vez de encender la tele o la radio como todo hijo de vecino, abrían el grifo para escuchar el alegre murmullo del agua corriente.
Y no sólo ocurre esto con el agua, que parece un bien tan común en el País Vasco. Con la electricidad sucede lo mismo. Si ponemos una luz en la puerta del jardín, no nos conformamos con algo menos luminoso que el haz de un faro marítimo. Iluminamos la casa como si fuera Disneyland pero con lámparas halógenas. Y las mantenemos encendidas siempre por lo bonito que hacen.
Tenemos una televisión por habitación, tres ordenadores funcionando y dos pudriéndose y llenándose de polvo, un coche por adulto de la familia —y le damos la bronca continua al que no tiene carné para que se lo saque— y un teléfono móvil por miembro de la familia. Lo del móvil, por cierto, clama al cielo:
—Oye, Luis Mari, que ha nacido ya el hijo de José Ramón. ¿Qué le regalamos?
—Llévale un móvil.
—¿Al padre?
—No, hombre, no. Al niño.
Hay casos de adicción telefónica antes de los 10 años. De hecho, se está estudiando la posibilidad de crear una especie de narcosalas telefónicas en los colegios para que los alumnos que no soporten el mono puedan recibir y enviar mensajes durante las clases.
Tanta tecnología produce muchísima basura, y de la mala, de la que es difícilmente reciclable. Porque, a pesar de nuestro pasotismo ecológico, ya le estamos cogiendo el punto a las bolsitas de colores para el reciclaje de los residuos domésticos. Pero con los residuos industriales no hacemos carrera, y eso que la crisis de la industria vasca si ha tenido un efecto positivo es haber acabado con la nata espumosa que flotaba majestuosamente en los ríos vascos.
De los animales, ya les hemos comentado que están divididos en los que se comen y los que no. Los primeros son muy apreciados. Los segundos, nada. Esa es la razón por la que no existen los zoológicos en el país. ¿Para qué? ¿Para mantener algo tan grande como un elefante y luego no poderlo comer? ¿Qué haces con los felinos? ¿Leche de tigre? ¿Queso de pantera?
Aun así, es mucha la gente que tiene los llamados animales de compañía. Pero en este caso generalmente se produce el efecto de la «humanización del animal». Es decir, son animales tratados como seres humanos en todos los ámbitos. Se les otorgan los mismos derechos, se les alimenta como a reyes y ha llegado a haber perros con un fondo de armario de semejante tamaño como para sacar los colores al mismísimo Elton John.
Creemos que este concepto ha quedado claro a lo largo del presente tratado, pero por ser tal vez el principal inconveniente para iniciar una relación con un vasco, especialmente en el caso de las mujeres, no está mal recordarlo una vez más.
Tenga en cuenta siempre ciertos factores. El fin de semana, por ejemplo, es un ejercicio manducatorio que pondría los pelos de punta a cualquier endocrino. Además, este exceso alimentario está envuelto en un doble lenguaje que puede llevar a confusión: «Dar una vuelta» no significa en ningún caso un paseo que ayude a bajar unas calorías. Significa todo lo contrario: un recorrido de bar en bar, bebiendo txikitos y probando unos pintxos que son el microcosmos de la nueva cocina vasca, deliciosos y sorprendentes a más no poder, pero que esconden una bomba calórica que ríase usted del uranio enriquecido. Y como hacen los japoneses con la tecnología, que reducen el tamaño de los aparatos y encima ganan prestaciones, así hacen los vascos con la cocina: reducen el tamaño sin rebajar el precio. La «cocina en miniatura» es un invento tan modélico que merecería ser oriental.
Claro que, como en todo, la suerte también influye en esto. Imagínese que usted viene al País Vasco y liga con un practicante de yoga, o con un vegetariano irreductible, que también los hay. No es que sean muchos —unos pocos cientos—, pero curiosamente están casi todos solteros. Y andan por ahí desesperados. Si se topa con uno de ellos, tendrá problemas: ¿cómo convencerá entonces a sus amigas de Valencia o de Murcia, o de donde sea, de que se ha echado un novio vasco? ¿No se comía tan bien en Euskadi? ¿Cómo es posible que no haya engordado un gramo? Su credibilidad estará en entredicho. No se preocupe: le proponemos un régimen para engordar de forma definitiva.
Si usted tiene la mala suerte de haber topado con un vasco que no hace el debido honor a nuestra fama —totalmente merecida, por otra parte— de glotones, no se desespere: le presentamos el Régimen de la relatividad, también conocido con el nombre de Método engordatorio para vegetarianos consortes. ¿En qué se basa? Muy sencillo: piense que cualquier cantidad de comida que ingiera engorda sólo relativamente y que, por tanto, tendrá que comer como una auténtica bestia para conseguir los resultados apetecidos. La fórmula mágica de este sistema es tan universal como la que domina las relaciones del universo entero:
E = mc 2 | (Engorde es igual a masa de comida al cuadrado) |
Es decir, usted tendrá que lograr comer el doble de lo que necesita para engordar de forma regular y sostenida. Sin preocuparse de las calorías. Ni de que los alimentos engorden más o menos. Aunque sólo coma cosas tan tontas como coles de Bruselas o brócoli. O ensaladas de rúcula y otros hierbajos como berros y canónigos. U otros alimentos que parecen sacados de las retortas de las brujas de los cuentos medievales y que, según aseguran los aprendices de vaca llamados vegetarianos, no engordan. ¡De eso nada! Coma usted el doble de lo que necesita y verá que el verde también es capaz de siluetear unas pistoleras de escándalo y redondear una tripa con una curva de arco iris. Piense en que todos los grandes animales —vacas, elefantes, rinocerontes— son herbívoros. Le ayudará. Y en pocos meses podrá presumir de tener un novio vasco aunque sólo la lleve a comer menestras. Y sus amigas no lo pondrán en duda.
Si su vasco no bebe vino, tampoco se desespere.
Beba agua, mucha agua, pero carbónica
, o mejor carbonatada; esto es, con burbujas, muchas burbujas. Y sígale la corriente: por las mañanas, dos litros mejor que uno, que en ayunas el agua ayuda a limpiar el organismo. Parece que el agua no engorda, pero la burbuja infla que es una bendición.
Nada de zumos naturales
. Los refrescos de máquina son mucho mejores: no quitan la sed y redondean la figura. Y nada hay tan sano y tan nutritivo como un buen batido de frutas; eso sí, con un poco de nata. A media tarde es un apoyo inesperado para nuestros fines.