Read Ponga un vasco en su vida Online
Authors: Óscar Terol,Susana Terol,Iñaki Terol,Kike Díaz de Rada
Tags: #Humor
—Andoni, ¿me recibes?
—Sí, Koldo.
—Son las dos y tengo un hambre que te cagas. ¿Sabes de algún sitio que den bien por aquí?
—Sí, justo bajando Navacerrada tienes uno bueno a mano derecha. Verás mi camión aparcado. Te voy pidiendo una cerveza.
Wonderbra
: vocablo anglosajón que pronunciado en alto genera cierto placer. (Haga la prueba).
WC
: lugar donde terminan los doscientos euros que te has gastado en el fin de semana gastronómico.
X
: signo que, si un oculista enseña a Javier Clemente en una prueba de visión para ver lo que ve, éste dice: «Uno».
XX
: película a partir de la cual se deja de hacer
zapping
.
Y
: dibujo de una bifurcación política por donde algún día pasará un tren.
Yen
: lo que te piden en Japón después de comer en un restaurante.
Yogur
: plaga que se extiende con mucha rapidez por las estanterías de los hipermercados.
Yuyu
: lo que le da a uno cuando el camarero del restaurante le comunica que se ha terminado su plato favorito.
Zanzíbar
: aunque suene a defensa del Athlétic, es una isla de por ahí.
Zape
: hermano de Zipi.
Zarzuela
: composición armónica realizada por el marisco en una cazuela.
Además de todas estas palabras, existen otras que para el vasco tienen un significado muy especial. Nos referimos a aquellas que tocan su alma. El vasco es un ser totalmente espiritual que no entiende las cosas cotidianas de la vida si no les da una explicación elevada y esto lo hace por medio de una religión, que le da sentido a su existencia, por la que siente un profundo respeto y que está presente todo el tiempo: LA COCINA. Después de ella nace otra serie de cuestiones que también inquietan su alma, aunque en menor medida: el sexo, el fútbol, la vivienda…
Y como todas las doctrinas tienen sus palabras sagradas y manirás, la suya no iba a ser menos; sin embargo, en el caso vasco existen los manirás específicos para hombres y para mujeres porque ya les hemos explicado en páginas anteriores que ambos son diferentes. En el caso del varón, cuando escucha cualquiera de estos vocablos, deja lo que esté haciendo y se queda paralizado un rato, igual que le ocurría a Superman con la kriptonita o a Popeye cuando no tomaba espinacas. Pero no se queda sin fuerzas como los héroes de ficción, sino que entra en éxtasis, pudiendo llegar en algunos casos a la iluminación.
angulas | brasileña |
chuletón | |
buffet libre | cigala |
Cuba | |
crianza | muslo |
puro | |
minifalda | |
tanga | surtido de postres |
A veces el trance dura algo más de diez segundos, por lo que alguien cercano puede ayudarlo a salir de él; normalmente, la mujer o el hijo le dan un coscorrón y se le pasa. Si no saliera de ese estado catatónico, nos encontraríamos ante un iluminado, un buda, un ser con una sonrisa y una felicidad permanentes, que no piensan, sino que son. Estos personajes están destinados a vivir solos, más que nada porque no hay dios que los aguante.
El efecto que producen los manirás en la mujer vasca, lejos de ser paralizante, es activador; a ellas las acelera, las pone más nerviosas y les entra un deseo incontrolable de probar todo esto que los sagrados vocablos contienen.
chocolate | culo |
light | |
infusión | |
láser | mercadillo |
preliminares | |
monitor | |
surtido de postres |
Debido a su potente efecto se recomienda mencionarlas por separado para no entrar en euforias descontroladas. Tres o más de estas palabras escuchadas, por ejemplo, en una misma mañana pueden dejar a la mujer en estados de conciencia alterados y llevarla incluso a olvidarse de que tiene casa, familia, un trabajo… Algo parecido a la amnesia. También es cierto que ella tiene más capacidad de volver a la realidad que el hombre y normalmente lo hace sola.
En Euskadi hay montañas de restaurantes. En la gran mayoría se come bien o muy bien, con una muy buena relación calidad-precio y unos postres de chuparse los dedos. Pero, a pesar de que la calidad de su materia prima es francamente considerable, no todos los restaurantes son iguales. Hay grandes diferencias entre ellos. Hemos englobado la inmensa cantidad de establecimientos dedicados a la gula en tres tipos fundamentales. La diferencia entre los tres se ve claramente por dónde lleva colocada la servilleta el camarero.
Si el camarero lleva la servilleta al hombro, en este restaurante lo más importante es la campechanía. Por generalizar, lo llamaremos «La venta». Es el típico sitio al que te llevan después de haberte hablado mucho de él, que está en la punta de un monte al que llega milagrosamente una carretera llena de curvas de infarto, estrecha y sin señales de ningún tipo. Pero las alubias, te aseguran, merecen la pena.
El lugar
es rústico; las mesas corridas, amplísimas. Está algo oscuro, con vigas centenarias y arcones del tiempo de Maricastaña. Los manteles son de hule; las servilletas, de papel. Los platos, pequeños, redondos. En una esquina chisporrotea una chimenea.
El trato
es campechano, familiar, muy familiar, excesivamente familiar. La camarera no habla; directamente te riñe como si fuera tu madre. Aunque no te haya visto en la vida, se dirige a ti con una mezcla de condescendencia y autoridad implacable. Parece que te está haciendo un favor dándote de comer. Y tú se lo tienes que devolver engullendo todo como un niño bueno porque, si no, te dirá a grandes voces: «¿Eso vas a dejar? Mira, o te comes todo o no te saco el postre, ¿eh?».
La carta
es inexistente. La canta a grito pelado la camarera con las manos apoyadas en el borde de la mesa: «Tenemos ensalada, alubia y sopa. De segundo, chuleta y pollo». No hay carta de vinos, se bebe el de la casa.
Las alubias
aparecen en un puchero humeante, huelen de maravilla. Ahora sí, te tienes que servir tú. Viva el autoservicio rural: antes ha habido que hacer el reparto de los cubiertos. Nos servimos en unos platos pequeños que llenamos a rebosar. Repetimos varias veces. Aun así, las alubias, en su punto justo de cocción, con sus sacramentos de chorizo, berza, morcilla, costilla… amenazan con no acabarse nunca.
El ambiente
es ruidoso, todo el mundo parece hablar a gritos y para entendernos tenemos que hacer aspavientos y explicarnos casi por gestos.
La cuenta
es una hoja de un cuadernillo cuadriculado. Saldrá a cuarenta euros por cabeza y no podrás pedir factura porque el sobrino que las sabe hacer con «el computadora» ese día no está.
El lugar
es un restaurante moderno, como recién rehabilitado, con mucha luz que proviene de unos ventanales amplios. La madera es clara; las mesas, de un tamaño suficiente, y los platos, redondos, llevan escrito e) nombre del restaurante. Bueno, a nada que te fijes, el nombre del establecimiento está en platos, servilleteros, saleros, palilleros, jarras, etcétera, y cuando sacan el vino te das cuenta de que también está «Especialmente embotellado para el restaurante El Ancla». Así que incluso antes de comenzar a comer te sientes un poco empalagado de tanta autopromoción.
El trato
sigue siendo familiar, pero sin la confianza abusadora de «La venta». Siempre has tenido ganas de comer en él porque lo ves al pasar hacia el trabajo o desde la tumbona de la playa y pensabas que algún día merecería la pena probar.
La carta
existe, así que uno por lo menos puede hacerse una idea de cuánto va a gastar. Los conceptos son claros: «Almejas a la marinera… tanto». El problema surge con el aparte-de-la-carta. Cuando todo el mundo tiene más o menos decidido lo que va a comer, llega el camarero con su medio delantal y su servilleta colgando de la cintura y suelta: «Aparte de la carta tenemos besugo para dos, cogote de merluza para cuatro y chipirones de anzuelo recién pescados». Ahí nos olemos que no estamos tan lejos de las mañas de «La venta» porque esta parte de la carta, cantada, suena a boinazo final en la cuenta.
Tampoco da mucha Habilidad el que el mismo camarero te aconseje el vino, la marca y la añada sin hacerte saber el precio.
Las alubias
son suficientes, ni muchas ni pocas, servidas conforme a lo que manda la tradición, pero sin la salsa untuosa, lograda durante horas de fuego lento que presentaban las de «La venta».
El ambiente
es tranquilo y poco ruidoso si no fuera por esos niños —los de otra mesa, jamás los nuestros— que montan tanto ruido.
La cuenta
, que viene en un platillo con una abrazadera para que no se vuele, asciende a sesenta euros por cabeza. Pero ¿qué hemos comido? Los apartes-de-la carta. Nos ha jodido.
Cuando el camarero tiene la servilleta en la muñeca, doblada por encima de ella como un monaguillo que estuviera preparado para oficiar una misa, estamos ante un templo de la gastronomía. Aquí sí que teníamos ganas de venir. Pero ha habido que soportar una lista de espera que ríete tú de las de la Seguridad Social. Pueden ir desde el mes hasta el año de espera sólo por comer. Naturalmente, el restaurante lleva el nombre del cocinero que oficia en la cocina.
El lugar
es de película. Un salón amplio inundado por una luz difusa que no puedes adivinar de dónde proviene. Las sillas son butacas, con apoyabrazos y todo. Las mesas, recias. El mantel, de hilo finísimo. Los platos, cuadrados y gigantes. Eso ya te mosquea. Y te mosquea más que la florecilla de la mesa esté en un florero que no te explicas cómo puede desafiar de esa manera las leyes de la gravedad. Tiene todo un leve aire oriental, japonés, zen.
La carta
es tan complicada que ni siquiera los que tienen estudios universitarios superiores son capaces de descifrarla: caramelizados, camas de…, sabayones, espumas, reconstrucciones, etcétera. «Perdone, me puede traer la carta en castellano», pides al de la servilleta en la manga. «Es la que tiene el señor», contesta. Pues vaya, para entender la mitad de las cosas habría que saber idiomas. Pides alubias que es un valor seguro. El camarero te ofrece la carta de vinos, pero, asustado por los precios que has vislumbrado, pides el de la casa, que seguro que está riquísimo. Y lo está.
Las alubias
llegan «deconstruidas». Por una parte, una espuma servida en una especie de tubo de ensayo. Al parecer, es la berza. La morcilla y el chorizo vienen ensartados en un pincho moruno y están caramelizados, y las alubias, en un bol hecho con gelatina de la misma alubia. ¿Es comestible? Parece que salvo el plato rectangular que nos ha tocado en esta ocasión todo es comestible. Y más vale que lo sea porque tienes hambre.
El ambiente
, celestial. Aquí el cliente es Dios. Te ayudan a quitarte el abrigo, te mueven la silla para que te sientes, te sirven la copa cada vez que se te vacía. El camarero no habla, susurra. Y no recuerdas nunca haber oído tanto la palabra
señor
. «¿Qué tomará el señor?». «¿El señor probará el vino?». «¿No le ha gustado al señor?».
El cocinero sale después de la jamada. Los comensales le hacen la ola, y él reparte sonrisas y saludos como si fuera un torero. ¡Qué simpático y qué sencillo es! Se oye por todos los lados.
La cuenta
viene en un cofrecillo que recuerda vagamente a un joyero, o un juguete de piratas para niños. ¡Ciento veinte euros! Ahivalahostia. Ya me pueden esperar para la próxima lista de espera.
Si usted está pensando en ir al País Vasco a trabajar, a sacarles los duros a los vascos, déjenos aconsejarle sobre el mercado laboral. Más que nada, para que no pierda el tiempo; hay profesiones que están saturadas, como la de cocinero, y no merece la pena intentarlo. Le vamos a dar una serie de pistas para que sepa por dónde puede intentarlo y por dónde no.
Es una salida profesional de los políticos que no quieren terminar sus días sólo dando conferencias en universidades. Durante su carrera todo el mundo les sacó los trapos sucios y ahora intentan hacer con los trapos sucios de los demás una buena colada. Si la mediación es buena, el mediador tendrá un reconocimiento de por vida, más que muchos cantantes de rock o ex presidentes aunque durante su etapa política llevaran al paro a medio país. Dentro de los mediadores, puntúa positivamente si eres cura irlandés.
Viene a hacer una labor parecida a la del mediador: es la persona que media entre dos partes, pero sólo atiende los problemas de una de ellas (el marido) sin que la otra (la esposa) tenga constancia de ello. Es un servicio que está en auge porque cada vez hay más demanda, sobre todo en época de liga de fútbol, cuando hace falta celebrar las victorias o desahogarse por las derrotas. El empate también se celebra.
De unos años a esta parte hemos hecho acopio de la mano de obra barata que viene sobre todo de la zona de Sudamérica. Es típica la estampa del anciano en su silla de ruedas empujada por un ecuatoriano dando un paseo por las calles de nuestras ciudades. A veces la familia no se atreve a decir a su mayor que un extranjero va a hacerse cargo de él y se la intenta colar, pero una persona que ha vivido tanto no es por nada… «Ese chico que me cuida está demasiado moreno para ser mi sobrino de Albacete, como me dijisteis». «Por cierto, esta semana se viene toda su familia de Albacete a vivir a casa». Y es que a fuerza de estar tantas horas juntos algún anciano ha llegado a dejar la herencia al inmigrante. Es el caso de uno de los hermanos Mendizábal, los de los cementos, que cedió su parte de la empresa al ecuatoriano Silvio de la Cruz; así surgió la rama Mendizábal de la Cruz y familia.