Y tras lanzar a todos una mirada dura y expresiva prosiguió su camino. Sin embargo, las consecuencias de sus medidas no eran tan morales como suponía Spannfuss, el idealista. Bajo el lema «¡Sálvese quien pueda! » se inició un ataque en toda regla a los compradores, y algún que otro cliente de los grandes almacenes Mandel se quedó estupefacto cuando, paseando por la zona de confección de caballeros, vio aparecer por doquier caras pálidas, deformadas por la amabilidad.
—Perdón, caballero, ¿qué desea…?
Se parecía muchísimo a la callejuela de un burdel, y cada vendedor se regocijaba al birlarle el cliente a un compañero.
Pinneberg no pudo excluirse. No le quedó más remedio que participar.
Ese febrero Corderita aprendió a saludar a su marido con una sonrisa no demasiado risueña, pues eso habría podido ponerlo de mal humor. Aprendió a esperar en silencio a que hablase, pues una palabra podía desencadenar en él una furia repentina y entonces empezaba a despotricar contra esos verdugos que convertían a las personas en animales, por lo que habría que meterles una bomba en el trasero.
Hacia el día veinte estaba completamente sombrío, contagiado por los demás; su confianza en sí mismo se había evaporado, había fracasado dos veces, ya no era capaz de vender.
Estaban en el lecho, ella lo tomó en sus brazos, lo sujetó muy fuerte, él tenía los nervios deshechos, lloraba. La joven lo sujetaba y le repetía una y otra vez:
—Chiquito, aunque te quedes sin trabajo, no pierdas el ánimo, mantente firme. Yo no me lamentaré nunca, nunca, nunca. ¡Te lo juro!
Al día siguiente estaba tranquilo, aunque deprimido. Unos días más tarde le refirió que Heilbutt le había pasado cuatrocientos marcos de sus ingresos. Heilbutt, el único que no se dejaba contagiar por esa psicosis de pánico, se comportaba como si las cuotas de venta no existiesen y encima le tomaba el pelo a Spannfuss.
Pinneberg se animó y se lo contó radiante.
—Bueno, señor Heilbutt —dijo sonriendo el señor Spannfuss—, según oigo tiene usted fama de poseer una inteligencia extraordinaria. ¿Me permite preguntarle si ya ha estudiado cómo economizar en la empresa?
—Sí —le había contestado Heilbutt, dirigiendo sus ojos oscuros y almendrados hacia el dictador—, yo también he estudiado esa cuestión.
—Y ¿a qué conclusiones ha llegado?
—Propongo el despido de todos los empleados que ganen más de cuatrocientos marcos.
El señor Spannfuss, tras dar media vuelta, se marchó. Pero roda la sección de confección de caballero se regocijó.
Ay, qué bien lo comprendía Corderita. No se trataba únicamente del miedo en la empresa, él no se habría dejado contagiar con tanta facilidad; seguramente casi todo se debía a que tenía que abstenerse de ella. Se había vuelto tan pesada, tan informe, tan corpulenta; cuando se echaba en la cama, tenía que acostar también su tripa. Esta quería que se la acostase con mucho cuidado, pues de lo contrario Corderita no se las apañaba y no acertaba a conciliar el sueño.
El chico ya se había acostumbrado. Ella notaba cuándo le asaltaba la inquietud, y ahora que no podía poseerla, se sentía desazonado con mucha más frecuencia. Cuántas veces sintió la tentación de decirle:
—Búscate una chica.
Si no se lo dijo, no fue porque a ella le sentase mal que se fuera con una chica o a él le incomodasen sus palabras… era otra vez el dinero. El maldito dinero en definitiva. Al final tampoco habría servido de nada porque ella experimentaba una nueva vivencia. Ya no vivía solamente para su chico, ahora también había otro, el nonato, que la reclamaba.
Bueno, su chico le contaba sus cuitas, lo escuchaba y lo consolaba y estaba a su lado, pero, a fuer de sincera, todo eso le parecía un poco lejano. Eso no podía ni debía molestar al crío.
Total, que Corderita se va a la cama, la luz sigue encendida, su chico anda todavía trajinando por ahí. Ella prefiere acostarse, le duelen tanto los riñones… Una vez tumbada, se sube el camisón y se queda tendida, casi desnuda, mirándose la tripa.
Entonces casi nunca tiene que esperar mucho, ve cómo se mueve un lugar, suelta un respingo y se queda sin respiración.
—¡Dios mío, chico! —exclama—. El pequeñín acaba de darme otra patada, este granujilla está completamente loco.
Sí, él vive dentro de ella, parece muy vivaracho, es un niño animado, patalea y empuja, ahora queda descartada cualquier confusión con molestias digestivas.
—Pero mira, chico —lo reclama—. Puedes verlo directamente.
—¿Sí? —contesta, acercándose vacilante.
Ahí están los dos, esperando, y de repente la mujer exclama:
—¡Ahí, ahí! —Y en ese momento se da cuenta de que, en lugar de esa zona, mira sus pechos.
Ella se sobresalta, ha vuelto a torturarlo sin darse cuenta, de modo que se baja el camisón y murmura:
—Soy mala, chico.
—Bah, olvídalo —le recomienda—. Yo también parezco idiota. —Y se pone a trajinar en la penumbra.
Así están las cosas, y por mucho que ella acabe avergonzándose, no puede evitarlo, necesita ver al bebé alborotando y moviéndose. Le gustaría hacerlo sola, pero es que solo dispone de esas dos habitaciones con la puerta descolgada en medio y cada uno comparte todos los estados de ánimo del otro.
Una vez, una sola, acude Heilbutt a visitarlos a su camarote. Bueno, ya es imposible ocultar que esperan un hijo, con lo que es obvio que el chico nunca se lo había contado a su amigo. Corderita se asombra.
Heilbutt, sin embargo, reacciona con serenidad, bromea un poco e incluso pregunta, interesado, qué se siente. Porque él es soltero y sus preocupaciones en ese ámbito nunca han ido más allá de que a su novia le haya bajado lo que le tiene que bajar… Y así hasta la fecha, Gracias a Dios, siempre ha ido bien, como una seda. Así que Heilbutt, interesado, participa, levanta su taza de té y exclama:
—¡A la salud del pequeñín!
Y después, cuando vuelve a dejarla, añade:
—Sois valientes.
Por la noche, cuando el matrimonio yace en la cama con la luz apagada, Pinneberg dice:
—¿Oíste cómo dijo Heilbutt: «Sois valientes»?
—Sí —contesta Corderita.
Y acto seguido callan ambos.
Pero Corderita medita largo rato sobre si realmente son valientes o más bien seria todo muy desconsolador si faltase la perspectiva del bebé. Pues de lo contrario ¿qué alegrías le proporciona a uno la vida? Se propone discutirlo alguna vez con su chico, pero no precisamente en ese momento.
P
inneberg retorna de Mandel; es sábado a mediodía, ha pedido asueto al señor Kröpelin, está intranquilo.
—Váyase —le ha dicho el simpático señor Kröpelin—. Y mucha suerte para su mujer.
—Gracias, gracias —contesta Pinneberg—. Todavía no tengo la certeza de que vaya a ser hoy. Pero estoy tan nervioso…
—Váyase, Pinneberg —insiste Kröpelin.
Este año la primavera se ha adelantado; a pesar de que solo están a mediados de marzo, los arbustos ya verdean, el aire es muy suave. Ojalá Corderita acabe pronto, piensa Pinneberg, para que podamos salir un poco. La espera es horrible. Que se dé prisa, que llegue pronto ese caballero… ¡El bebé!
Sube despacio por Calvinstrasse con el abrigo abierto. Sopla una leve brisa. Todo es más fácil cuando el tiempo es apacible. ¡Ojalá hubiese llegado el momento!
Cruza Alt—Moabit, da unos pasos, un hombre le ofrece un ramo de muguete, pero, por más que quisiera, supera el presupuesto. Acaba de llegar al patio, la puerta del garaje está abierta, el maestro Puttbreese manipula sus muebles.
—¿Qué tal, joven? —inquiere parpadeando con los ojos ribeteados de rojo al salir de la oscuridad a la luz del sol—. ¿Ya ha sido padre?
—Aún no —responde Pinneberg—. Pero no tardaré.
—Se toman su tiempo las mujeres —dice Puttbreese, que desprende un olor a aguardiente que mata—. Mirándolo bien, todo es una mierda. Una verdadera locura. Piénselo, joven, lo que es, no es nada, es un momento, bah, ni siquiera es un momento, transcurre en un abrir y cerrar de ojos. ¿Y después? ¡Te has echado un losa encima para toda la vida!
—Cierto —contesta Pinneberg—. Me voy a comer, maestro, que ya es hora.
—Pero a pesar de todo estuvo bien, ¿verdad, joven? —comenta el señor Puttbreese—. Tampoco he querido decir que usted lo despachase todo en una vez. ¿En un momento? Yo no he dicho eso, siendo como somos.
Y se golpea el pecho. Pinneberg desaparece escaleras arriba en la oscuridad.
Corderita sale a su encuentro, sonriente. Ahora, siempre que llega a casa, le asalta la sensación de que ha sucedido algo, pero nunca pasa nada. Y eso que en realidad es imposible prolongar la cosa, su vientre tiene un aspecto imponente, tirante como un tambor y la piel, antes blanca, está surcada por un feo entramado de venas azules y rojas.
—Hola, mujer —saluda Pinneberg dándole un beso—. Kröpelin me ha dado permiso.
—Hola, marido. Qué bien. No, no fumes ahora, comeremos enseguida.
—Ay, Dios —se lamenta—. Me apetece tanto un cigarrillo. ¿No podemos esperar un poco?
—Claro que sí —contesta ella, sentándose en su silla—. ¿Cómo ha ido todo?
—Como siempre. ¿Y aquí?
—También como siempre.
Pinneberg suspira.
—Se está tomando su tiempo.
—Todo llegará, chico. Lo peor ya lo hemos pasado.
—Es increíble —dice tras una pausa— que no conozcamos a nadie. Tendríamos que preguntar. ¿Cómo sabrás que son los dolores de parto? A lo mejor los confundes con dolores de vientre.
—Bah, creo que se nota.
El cigarrillo se ha terminado y empiezan a comer.
—¡Caramba! —exclama Pinneberg—. Chuletas… esto es comida de domingo.
—Ahora la carne de cerdo está barata —se disculpa ella—.
Y además, de paso, lo he dejado ya preparado para mañana, así tú… así tendremos más tiempo para nosotros.
—He pensado bajar muy despacio, pasito a pasito, hasta el Schlosspark —sugiere—. Está tan bonito.
—Mañana temprano, chico, mañana temprano.
Después friegan los cacharros entre ambos. Corderita tiene un plato en la mano cuando lanza un gemido, con la boca muy abierta. Su rostro palidece, después se pone gris y luego muy colorada.
—¿Qué te pasa, Corderita? —pregunta asustado, conduciéndola hasta su silla.
—Las contracciones —se limita a susurrar, pero ya no tiene tiempo para él, se ha sentado completamente inclinada hacia delante, con el plato todavía en la mano.
Su marido se queda inmóvil, sin saber qué hacer, mira hacia la ventana, hacia la puerta, le gustaría salir corriendo, la acaricia… ¿Habrá que ir a buscar un médico? Le quita el plato con suavidad.
Corderita vuelve a incorporarse, el color regresa y se seca la cara.
—Corderita —susurra—. Mi Corderita…
—Sí —contesta ella sonriendo—. Es hora de que nos vayamos. La vez pasada transcurrió una hora entre las contracciones y esta vez solo cuarenta minutos. Pensaba que nos daría tiempo a terminar de fregar.
—¡No me has dicho nada y encima me has dejado fumar un cigarrillo!
—Aún hay tiempo. Cuando llegue el momento de la verdad, serán cada minuto.
—Tendrías que habérmelo dicho —insiste.
—Entonces no habrías probado bocado. Vienes de la tienda siempre tan decaído…
—Bueno, vámonos.
—Sí —dice ella y se vuelve un momento para contemplar la habitación. Una sonrisa extraña y absorta ilumina su rostro—. Ahora tendrás que fregar tú solo. Mantendrás bien limpio nuestro nidito, ¿eh? Es un poco trabajoso, pero me gusta tanto pensar en esto…
—¡Corderita! —exclama—. ¡Corderita!
—Vámonos —insiste ella—. Lo mejor será que bajes tú primero. Ojalá no me vengan justo cuando esté en la escalera.
—Pero —empieza a decir con tono de reproche—, acabas de decir que como mucho cada cuarenta minutos.
—¿Quién puede saberlo? A lo mejor tiene prisa. Si esperase un poco más, sería un niño con buena estrella.
Descienden trabajosamente.
Todo sale a pedir de boca, incluso con el señor Puttbreese, que ha desaparecido.
—¡Gracias a Dios, no me faltaba más que su cháchara de borracho! —exclama el chico.
Ya están en Alt—Moabit, los tranvías tocan el timbre, los autobuses pasan. Caminan muy despacio y tranquilos bajo el hermoso sol de marzo.
Algunos hombres dirigen una mirada maligna a Corderita, otros de susto y unos pocos, risueña. Las mujeres, todas, miran de otro modo, muy serias, como si les afectara, como si supieran de qué va la cosa.
Pinneberg medita con ahínco, lucha consigo mismo y al fin toma una decisión.
—Seguro.
—¿Qué pasa, chico?
—Nada, ya te lo diré luego. Al final de todo. Me he propuesto algo.
—Muy bien —responde ella—. Pero no es necesario. Estás bien así como eres.
Aún tienen que atravesar el Kleiner Tiergarten, ya se divisa enfrente la puerta del hospital… pero resulta que no lo van a conseguir, pues llegan por los pelos hasta un banco. Lo ocupan cinco o seis mujeres que se apartan al percatarse de la situación.
Corderita se sienta con los ojos cerrados y muy encorvada hacia delante. Pinneberg permanece de pie a su lado, algo turbado, sin saber qué hacer, con el maletín de su esposa en la mano.
Una mujer gorda, informe, dice con voz profunda:
—Animo, muchacha, si no hay más remedio vendrán a recogerla con una camilla.
Una joven opina:
—Por el tipo que tiene, lo conseguirá. Todavía le quedan reservas de grasa.
Pero las demás le dedican una mirada de desaprobación.
—En los tiempos que corren cualquiera que tenga sangre en las venas debe alegrarse. No hay que ser envidiosa.
—No lo decía en ese sentido —se defiende la joven, pero nadie le presta ya atención.
Una morena de nariz puntiaguda opina melancólica:
—Ahí se ve una vez más. Solo para que los hombres obtengan placer. Tenemos que plantarnos.
Y una mujer entrada en años, vestida de amarillo, le grita a una niña gorda de trece años que se acerque.
—Fíjate, eso es lo que te sucederá si te lías con hombres. Mira, mira… No te hará ningún daño, Frieda. Entonces sabrás por qué te echa de casa papá.
Corderita se ha recuperado. Mira a su alrededor, al círculo de caras femeninas, como si despertase e intenta esbozar una sonrisa.