—Y ¿por qué cuesta la vivienda cuarenta marcos y en realidad nada?
—Porque, como es natural, no puede alquilarla, la Inspección de la Vivienda no lo permitiría por el peligro de incendio y de romperse la crisma.
—Desde luego no sé cómo piensas subir aquí dentro de unos meses…
—Eso es cosa mía. Lo principal es que te apetezca quedarte con la vivienda…
—La verdad es que está muy bien…
—¡Ay, tonto, tonto! ¡Muy bien…! Aquí estaremos solos. Nadie nos verá con nuestros trastos. Es maravilloso.
—Bueno, chica, entonces lo alquilamos. Te costará trabajo y molestias, pero si tú quieres, me alegro.
—Yo también —contesta ella—. Vamos.
—
J
oven —dice el maestro Puttbreese mirando a Pinneberg con sus ojillos enrojecidos parpadeantes—. Joven, no acepto dinero por el chamizo, faltaría más. Dese por enterado.
—Sí —responde Pinneberg.
—Está usted enterado —insiste el maestro Puttbreese levantando la voz.
—¿Sí? —pregunta Pinneberg alentador.
—Dios —dice Corderita—. Anda, deja veinte marcos encima de la mesa.
—Muy bien —indica el maestro con gesto de aprobación—. La joven señora sí que sabe. Quince días de noviembre.
Y no se rompa la cabeza, señora, con lo de la barriga. Cuando engorde y ya no quiera utilizar usted esa escalera tan estrecha, montaremos una polea, colgaremos una silla debajo y la subiremos muy despacio. Será un placer para mí.
—Bueno —Corderita ríe—, pues entonces una preocupación menos.
—¿Cuándo se mudarán? —pregunta el maestro.
El matrimonio se mira.
—Hoy —dice Pinneberg.
—Hoy —repite Corderita.
—Pero ¿cómo?
—Dígame —se dirige Corderita al maestro—, ¿podría usted prestarnos Una carreta de mano? Y por casualidad ¿no nos echaría una manita? Solo son dos baúles. Y un tocador.
—El tocador está bien —dice el maestro—. Yo hubiera apostado por un cochecito para niños. Bueno, uno nunca sabe cómo se llegan a poseer ciertas cosas, ¿no es verdad?
—Es verdad, y de la buena —dice Corderita.
—De acuerdo, lo haré, sí señor —accede el maestro—. Costará una cerveza con aguardiente. Vamos a desescombrar.
Y desescombran con una carreta de mano.
Después, en la taberna, no resulta nada fácil hacer comprender al maestro Puttbreese que hay que hacer la mudanza en el mayor silencio.
—Ah, ya —dice finalmente el maestro—, ¿quieren marcharse a la francesa, eh? ¿Largarse por pies? Lo que es por mí… Pero se lo advierto, quiero la pasta por adelantado. Cada primero de mes tendrá que aflojar la mosca, joven. De lo contrario, yo mismo les haré la mudanza, completamente gratis, hasta la calle.
Los ojillos rojos del maestro Puttbreese relampaguean, mientras suelta una estrepitosa carcajada.
Después todo va de maravilla. Corderita empaqueta con una ligereza propia casi de gnomo, Pinneberg aguarda en la puerta, apretando el picaporte por seguridad, pues en el comedor se ha montado otra juerga y el maestro Puttbreese, sentado en la cama principesca, repite sin cesar, admirado:
—Cama dorada, esto tengo que contárselo a mi parienta, estar aquí dentro tiene que ser casi tan excitante como la virginidad…
Luego los hombres levantan el tocador, Puttbreese con una mano, pues en la otra sostiene el espejo, y cuando vuelven a subir, los baúles ya están cerrados y el armario, con los cajones abiertos, es un bostezo vacío.
—Vamos allá —dice Pinneberg.
Puttbreese agarra cada baúl por un extremo y Corderita y el chico por el otro cada uno. Arriba, sobre las cestas, va una maleta, el maletín de Corderita y la huevera con la porcelana.
—En marcha —ordena Puttbreese.
Corderita vuelve a mirar atrás, esa es la habitación, su primera habitación berlinesa, es duro marcharse. Ay, Dios, hay que apagar la luz.
—Un momento —exclama Corderita—. ¡La luz! —Y suelta el asa de su baúl.
Primero resbala el maletín, que golpea el suelo con un ligero y breve estampido. La maleta hace más ruido, pero la huevera…
—Joven señora —dice Puttbreese con su voz de bajo profundo—, si no han oído esto, merecen haber perdido su dinero…
Los dos Pinneberg se quedan como dos pecadores pillados en falta, con los ojos clavados en la puerta de la habitación berlinesa. Y ocurre: la puerta se abre y en ella aparece Holger Jachmann, con la cara enrojecida, riendo. La cara de Jachmann se transforma, cierra la puerta tras él y da un paso hacia el grupo…
—Caramba, caramba —murmura.
—Señor Jachmann —musita Corderita con voz suplicante—. Señor Jachmann, nos mudamos. Se lo ruego… usted ya sabe.
La expresión de Jachmann ha cambiado, mira meditabundo a la joven, una arruga vertical surca su frente, tiene la boca entreabierta.
Jachmann da otro paso.
—No es conveniente que cargue maletas en su estado —dice en voz muy baja.
Agarra la cesta con una mano y la maleta con la otra.
—Vámonos.
—Señor Jachmann —dice de nuevo Corderita.
Pero Jachmann enmudece, baja las maletas en silencio por las escaleras y deja que Pinneberg le estreche la mano en silencio. Después los sigue con la vista mientras desaparecen en la calle gris y neblinosa: una carreta con unos cuantos trastos, una mujer embarazada con ropas algo raídas, un don nadie de elegancia barata y un animal gordo y beodo con blusón azul…
El señor Jachmann adelanta el labio inferior y reflexiona. Allí está él, de esmoquin, muy elegante y atildado, sin duda esa tarde se ha bañado a conciencia. Tras un profundo suspiro, sube despacio la escalera, peldaño a peldaño. Cierra la puerta del piso, que continúa abierta, dirige una breve mirada al cuarto desolado, asiente, apaga la luz y entra en la habitación berlinesa.
—¿Dónde estabas? —la señora Pinneberg lo recibe rodeada por sus invitados—. ¿Otra vez con los jóvenes? Si pudiera, me sentiría celosa.
—Dame un coñac —dice Jachmann. Se lo bebe de un trago—. Dicho sea de paso, los jóvenes te mandan saludos. Acaban de mudarse.
—¿Mudarse…? —pregunta la señora Pinneberg.
Y después, deprisa y enfurecida, suelta una retahíla.
U
na oscura tarde, Corderita está en su vivienda, con un cuaderno delante y hojas sueltas, portaplumas, lápiz, regla. Escribe y suma, borra y vuelve a añadir algo más. Al mismo tiempo suspira, menea la cabeza, vuelve a suspirar, piensa: es imposible, y prosigue sus cálculos.
La habitación, con el techo bajo de vigas y los muebles cálidos castañorrojizos de caoba, es realmente confortable. Desde luego no es una habitación moderna, no importa que de la pared cuelgue un aforismo bordado con perlas negras y blancas: «Sé fiel hasta la muerte». Todo encaja. Incluida Corderita con el amplio vestido azul y la pequeña puntilla hecha a máquina alrededor del cuello, con su cara suave y la nariz recta. La habitación está agradablemente caldeada, el húmedo viento de noviembre ruge a veces contra los cristales, tornándolo todo más hogareño.
Corderita ha terminado de escribir y repasa lo que ha escrito con muchos subrayados y letras mayúsculas y minúsculas:
PRESUPUESTO NORMAL
de Johannes y Corderita Pinneberg
Mensual
Nota: ¡¡¡¡No debe excederse bajo
ninguna circunstancia!!!!
A Ingresos:
Salario mensual bruto 200,00 RM
B Gastos:
a) Alimentos:
Mantequilla y margarina 10,00
Huevos 4,00
Verdura 8,00
Carne 12,00
Salchichas y queso 5,00
Pan 10,00
Ultramarinos 5,00
Pescado 3,00
Fruta 5,00 - 62,00
b) Otros gastos:
Seguros e impuestos 31,75
Cuota sindical 5,10
Alquiler 40,00
Transportes 9,00
Electricidad 3,00
Combustible 5,00
Vestidos y ropa blanca 10,00
Calzado 4,00
Lavar, calandrar y planchar 3,00
Productos de limpieza 5,00
Cigarrillos 3,00
Salidas 3,00
Flores 1,15
Nuevas adquisiciones 8,00
Imprevistos 3,00 - 134,00
Gastos totales 196,00 RM
Saldo 4,00 RM
Los abajo firmantes se comprometen a no sacar dinero de la caja que supere este presupuesto bajo ningún concepto.
Berlín, 30 de noviembre.
Corderita vacila un instante mientras piensa: mi chico se extrañará muchísimo; después coge la pluma y estampa su nombre debajo. Lo recoge todo pulcramente y lo deposita en un cajón del secreter. Del cajón central saca un jarro panzudo de color azul y lo sacude encima de la mesa. Caen unos billetes, unas cuantas monedas de plata y de latón. Lo cuenta todo, son cien marcos justos. Con un leve suspiro, coloca el dinero en otro cajón y devuelve el jarro a su sitio.
Luego se acerca a la puerta, apaga la luz eléctrica y se sienta cómodamente en la silla de paja junto a la ventana, las manos sobre el vientre, las piernas bien separadas. El cristal de mica de la estufa proyecta un resplandor rojizo en el techo y danza suavemente de un lado a otro, se detiene de pronto y tiembla después mucho rato hasta que se reanuda el baile. Es muy agradable estar sentadita en casa pensando, sola en la penumbra, esperando a su marido, y a lo mejor el bebé se mueve en su vientre. Eres tan grande y ancha, te desbordas y te ensanchas cada vez más… También tienes que pensar en el mar, que se levantaba y bajaba y se volvía cada vez más inmenso, y no sabías en realidad para qué, pero estaba bien que ocurriera así…
Corderita lleva un buen rato dormida, duerme con la boca entreabierta, la cabeza sobre el hombro. Es el suyo un sueño ligero, fugaz, alegre, que la levanta y la mece en sus brazos.
Se despierta en el acto y se despabila del todo cuando su chico enciende la luz y pregunta:
—¿Qué tal? ¿A oscuras, Corderita? ¿Ha dado señales de vida el pequeñín?
—No, hoy todavía no. Y por cierto, hola, marido.
—Hola, mujer.
Se besan.
El pone la mesa y ella prepara la comida.
—Hoy hay bacalao con salsa de mostaza. Estaba tan barato… —dice vacilante.
—Estupendo —responde él—. De vez en cuando me encanta comer pescado.
—Estás de buen humor —reconoce ella—. ¿Te ha ido todo bien? ¿Cómo van las ventas navideñas?
—Pues empezando. La gente aún no acaba de atreverse.
—¿Has vendido mucho?
—Sí, hoy he tenido suerte. Más de quinientos marcos.
—Seguro que eres el mejor vendedor que tienen.
—No, Corderita, el mejor es Heilbutt. Y Wendt es por lo menos igual de bueno. Pero… se avecinan novedades.
—¿De qué se trata? Seguro que no es bueno.
—Han contratado a un supervisor. Se encargará de reorganizar toda la empresa, medidas de ahorro y tal.
—Pues en vuestros sueldos no pueden ahorrar.
—Cualquiera sabe lo que piensan ellos… Ya se le ocurrirá algo. Lasch ha oído que va a cobrar tres mil marcos al mes.
—¿Qué? —exclama Corderita—. Tres mil marcos, ¿y a eso llama ahorrar Mandel?
—Sí, pero él tiene que ganárselos, ya encontrará el modo.
—Pero ¿cómo?
—Dicen que en nuestra empresa van a poner a cada vendedor una cuota fija, tanto y cuanto tienes que vender, y el que no lo consiga, a la calle.
—¡Me parece una canallada! ¿Y si no acuden clientes? ¿Y si no tienen dinero? ¿Y si no les gusta vuestro género? ¡Eso no debería estar permitido!
—Pues lo está —recalca Pinneberg—. Y están todos enloquecidos. Lo llaman razonable y ahorrativo, así averiguan quién no vale. Todo es una mierda. Lasch, por ejemplo, está un poco asustado. Hoy mismo ha comentado que como verifiquen su talonario de ventas, estará todo el tiempo atemorizado por si lo consigue o no… y entonces, de puro miedo, no venderá nada.
—Además eso da igual —dice Corderita echando chispas—. Aunque él realmente no venda tanto ni sea tan eficaz, ¿qué clase de gente es esa que por ese motivo arrebata a una persona cualquier posibilidad de ganancia, de trabajo y de alegría de vivir? ¿Acaso pretenden borrar del mapa a los más débiles? ¡Mira que valorar a una persona por los pantalones que sea capaz de vender!
—¡Madre mía! —exclama Pinneberg—, hay que ver cómo te pones, Corderita…
—Es verdad, esas cosas me sacan de mis casillas.
—Pero ellos dicen que no pagan a una persona por ser buena, sino por vender muchos pantalones.
—Eso no es cierto —arguye Corderita—. Eso no es cierto, chico. Ellos quieren que las personas sean decentes. Pero lo que hacen ahora, con los obreros ya hace mucho y ahora también con nosotros, es crear un montón de animales feroces, y ya verán lo que es bueno, chico, te lo aseguro.
—Desde luego que lo verán —contesta Pinneberg—. La mayoría de nosotros ya son nazis.
—Pues muchas gracias —dice Corderita—. Yo sé lo que votaremos nosotros.
—¿Sí? ¿A quién? ¿A los comunistas?
—Por supuesto.
—Tenemos que pensarlo muy bien —advierte Pinneberg— Yo siempre deseo hacerlo, aunque al final no acabo de decidirme. De momento, todavía tenemos trabajo, de manera que no es necesario.
Corderita mira, pensativa, a su marido.
—Muy bien, chico —le dice—, lo discutiremos de aquí a las próximas elecciones.
Y dicho esto, terminan el bacalao y Corderita friega los platos a toda velocidad mientras el chico los seca.
—¿Has ido también donde Puttbreese? —pregunta Corderita de pronto—. ¿Por el alquiler?
—Hecho —responde—. Está todo pagado.
—Entonces aparta ahora mismo el dinero restante.
—Muy bien. —Abre el secreter, saca la jarra azul, se mete la mano en el bolsillo, saca el dinero del monedero, mira dentro del jarro y dice desconcertado:
—Pero si ya no hay dinero dentro.
—No —contesta Corderita con voz firme mirando a su marido.
—Pero ¿cómo es posible? —pregunta, asombrado—. ¡Tiene que haber dinero! ¡Es imposible que se haya acabado!
—Pues se ha acabado —insiste Corderita—. Y también se han acabado nuestros ahorros y lo que hemos recibido del seguro. Todo liquidado. A partir de ahora tendremos que arreglárnoslas con tu sueldo.
Él se muestra cada vez más confundido. No es posible que Corderita, su Corderita, lo engañe.
—Pero si ayer o anteayer aún había dinero en el tarro. Seguro que quedaba un billete de cincuenta marcos y un montón de billetes pequeños.