Pequeño hombre ¿y ahora qué? (22 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Ahora apaga rápidamente la luz —dice Pinneberg—. ¡Maldita sea que no se pueda cerrar la puerta, en esta pocilga nada funciona bien! —Vuelve a meterse en la cama con su esposa—. Ay, Corderita, que haya tenido que interponerse mi madre, con lo bien que estábamos…

—No soporto que hables así a tu madre —susurra Corderita, y él nota el temblor de todo su cuerpo—. Que es tu madre, chiquito.

—Por desgracia —replica sin ablandarse—. Por desgracia, y como la conozco tan bien, sé lo mal bicho que es. Tú todavía picas el anzuelo, Corderita, porque de día, cuando está sobria, es graciosa, tiene sentido del humor y le gustan las bromas. Pero es astuta, muy astuta. No quiere de verdad a nadie, y con Jachmann, ¿crees que la cosa irá bien mucho tiempo? Ese también acabará dándose cuenta y comprenderá que se aprovecha de él. Ah, y para la cama, también será demasiado vieja muy pronto.

—Chico —dice Corderita muy seria—, no quiero volverte a oír nunca hablar así de mamá. Acaso tengas razón y yo sea una blandengue tontorrona y sentimental, pero no quiero volver a oírlo. ¿Te imaginas que el crío pudiera hablar algún día así de mí?

—¿De ti? —pregunta Pinneberg con un tono que lo dice todo—. ¿Que el crío hable así de ti…? ¡Pero si eres Corderita! Si eres… Ay, maldita sea, ya está otra vez en la puerta. Estamos durmiendo, mamá.

—Queridos hijos —sorprendentemente es la voz de Jachmann, que también deja traslucir que su propietario está un poco achispado—. Queridos hijos, disculpadme un momento…

—Claro —contesta Pinneberg—. Salga ahora mismo de aquí, señor Jachmann.

—Un momento, joven señora, me iré. Ustedes son un matrimonio y nosotros también. No legal, pero por lo demás completamente real, con todas sus broncas… Así que ¿por qué no podemos ayudarnos?

—¡Fuera! —vocifera Pinneberg.

—Es usted una mujer maravillosa —dice Jachmann, sentándose pesadamente en la cama.

—Siento decirle que solo estoy yo —dice Pinneberg.

—Da igual —replica Jachmann levantándose—. Conozco bien esto, me limitaré a dar una vuelta alrededor de la cama…

—Que se vaya —protesta Pinneberg, algo desvalido.

—Me iré —responde Jachmann abriéndose paso por el desfiladero situado entre el lavabo y el armario—. Como es natural, vengo solo por el alquiler.

—Ay, Dios —suspiran los dos Pinneberg.

—¿Es usted, joven señora? —inquiere Jachmann—. ¿Dónde ha sido eso? Oh, encienda la luz, por favor. Diga de nuevo: Ay, Dios. —Y sigue abriéndose paso trabajosamente por la habitación llena de trampas, en dirección a la cama.

—¿Sabe? Esa mujer, su madre, no para de despotricar porque todavía no ha cobrado el alquiler. Hoy está amargándonos la noche. Ahora está ahí al lado, llorando. Así que me he dicho, Jachmann, estos últimos días lo de ganar dinero ha ido como la seda, Jachmann, tú se lo darías a la mujer, pues dáselo a los hijos y que ellos se lo entreguen a la mujer. Total, viene a ser lo mismo. Y habrá paz.

—No, señor Jachmann —comienza a decir Pinneberg—, es usted muy amable…

—Amable… Oh, maldición, ¿qué demonios hay aquí? ¡Esto es un mueble nuevo! ¡Espejo! No, deseo estar tranquilo. Tome, joven señora, aquí está el dinero.

—Lamento de veras, señor Jachmann —dice Pinneberg muy alegre—, que haya hecho en vano ese largo camino, la cama está vacía, mi mujer está aquí, conmigo.

—Maldita sea —susurra el gigante.

Entonces fuera resuena una voz llorosa:

—Holger, ¿dónde estás, Holger?

—¡Escóndase, deprisa! Va a entrar —susurra Pinneberg.

La puerta se abre con estrépito.

—¿No estará Jachmann por aquí?

La señora Pinneberg enciende la luz. Dos pares de ojos miran atemorizados a su alrededor, pero él no está, se ha puesto a salvo detrás de la segunda cama.

—¿Dónde se habrá metido? A veces baja a la calle solo porque se enfada… ¡Ay, Señor, ahí…!

Pinneberg y Corderita siguen la mirada de mamá, consternados. Pero ella no ha descubierto a Holger, sino los billetes que reposan sobre el cobertor de seda roja de Corderita.

—Sí, mamá —dice Corderita con la mayor tranquilidad del mundo—. Acabamos de hablarlo. Es el alquiler de la próxima temporada. Ahí lo tienes.

La señora Pinneberg coge el dinero.

—Trescientos marcos —dice sin aliento—. Bueno, me alegro de que hayáis cambiado de opinión. La mensualidad de octubre y noviembre. Después ya solo quedará una minucia para gas y luz. Lo calcularemos en el momento oportuno. Bueno… pues muchas gracias… Buenas noches…

Sale hablando de la habitación, protegiendo, temerosa, su tesoro.

Detrás de la última cama aparece la cara radiante de Jachmann.

—¡Qué mujer! —exclama—. ¡Qué mujer! ¡Trescientos marcos por octubre y noviembre está muy bien! Bueno, perdonad, hijos, tengo que ir a verla. En primer lugar siento curiosidad por si dirá algo del dinero. Y segundo, ahora seguro que estará animadísima… En fin, buenas noches.

Y desaparece a su vez.

Kessler hace un descubrimiento y recibe una bofetada, pero los Pinneberg tienen que mudarse

E
s una mañana de noviembre, triste y gris. En Mandel todavía reina una completa quietud. Pinneberg acaba de llegar, es el primero o casi el primero del departamento. Detrás parece que viene alguien más.

Pinneberg se siente mal, deprimido, seguro que se debe al tiempo. Coge un trozo de melton y empieza a medirlo. Rummm-rummm-rummm…

El otro, que ha estado trajinando muy alejado, se aproxima deprisa hacia él, no derecho como haría Heilbutt, sino deteniéndose ora aquí, ora allá. Por tanto debe de ser Kessler, que desea algo de él. Esos pequeños alfilerazos, esas intrigas nimias y cobardes de Kessler ocurren desde hace una eternidad. Por desgracia, a Pinneberg cada vez le irritan más, lo sacan de quicio, le gustaría moler a palos a Kessler, no puede verlo ni en pintura desde su comentario sobre el enchufado de Lehmann.

—Buenos días —saluda Kessler.

—Buenos días —contesta Pinneberg sin levantar la vista.

—Aún está muy oscuro —comenta Kessler.

Pinneberg no contesta. Rummm-rummm… hace la tela.

—Cuánta diligencia, ni que le hubiera dado un ataque —opina Kessler, sonriendo un tanto confuso.

—A mí no me dan ataques —contesta Pinneberg.

Kessler parece indeciso o quizá reflexiona sobre cómo debe empezar. Pinneberg está muy nervioso, el otro quiere algo de él, ¡y no será nada bueno!

—¿Usted vive en Spenerstrasse, verdad, Pinneberg? —pregunta Kessler.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, lo he oído.

—Ya —dice Pinneberg.

—Es que yo vivo en Paulstrasse. Qué raro que nunca nos hayamos encontrado en el cercanías.

Este individuo quiere algo, piensa Pinneberg. ¡Si lo soltara de una vez! ¡Menudo cerdo!

—Y está usted casado —dice Kessler—. Hoy no es fácil casarse. ¿Tiene usted hijos?

—No lo sé —contesta Pinneberg, enfurecido—. Podría usted trabajar un poco en lugar de quedarse ahí plantado.

—No lo sé, está bien —contesta Kessler con absoluto descaro, casi con agresividad—. Pero a lo mejor es verdad. No lo sé, es incluso excelente si uno lo dice como padre de familia…

—Oiga, señor Kessler… —dice Pinneberg, levantando un poco el metro.

—¿Qué pasa? Es usted quien lo ha dicho. ¿O acaso no lo ha dicho? Lo importante es que lo sepa Mia, su señora…

—¿Cómo? —grita Pinneberg. Un par de personas que han llegado entretanto no le quitan la vista de encima— ¿Cómo? —repite instintivamente bajando la voz—. ¿Quiere algo de mí? Le voy a sacudir dos tortas en el morro, imbécil. Siempre buscando camorra…

—Entonces esos son los preparativos discretos de unas elegantes reuniones, ¿no? —pregunta Kessler, sarcástico—. ¡No se sulfure, hombre! Me gustaría saber lo que dirá Jänecke cuando le enseñe el anuncio. Quien obliga a su mujer a insertar anuncios tan sucios, tan guarros…

Pinneberg no es un deportista. No es capaz de saltar por encima del
stand
. Tiene que rodearlo corriendo para agarrar al tipo, rodearlo del todo…

—¡Una vergüenza para la profesión! ¡No se le ocurra iniciar aquí una pelea!

Pero Pinneberg ya se le ha echado encima. Como ya se ha dicho, no es un deportista, le sacude al otro una bofetada, el otro se la devuelve, ambos se agarran, se dan tirones con torpeza.

—Espera y verás, cerdo —jadea Pinneberg.

De los otros
stands
acude gente corriendo.

—¡Esto no puede ser!

—Como lo vea Jänecke, irán los dos a la calle.

—Ahora solo falta que hubiera clientela en la tienda.

De pronto Pinneberg nota que lo agarran por detrás, lo sujetan y lo separan de su enemigo de un tirón.

—¡Suélteme! —grita—. Primero tengo que…

Es Heilbutt, que dice con suma frialdad:

—No sea ridículo, Pinneberg. Soy mucho más fuerte que usted y no pienso soltarlo.

Enfrente, el otro, Kessler, ya se está enderezando la corbata. No parece muy alterado. Cuando uno es un liante nato, suele recibir en la vida alguna que otra tora.

—Me gustaría saber por qué se enfada tanto —explica a los presentes— cuando hace que su mujer salga públicamente en el periódico…

—¡Heilbutt! —suplica Pinneberg intentando zafarse.

Pero a Heilbutt no se le pasa por las mientes soltarlo.

—¡Vamos, desembucha, Kessler! —exclama—. ¿Qué anuncio es ese? ¡Enséñalo!

—Usted no es quién para decirme nada —declara Kessler—. Tampoco es más que yo, por mucho que se las dé de primer vendedor.

En ese preciso instante se alza un murmullo generalizado de enojo:

—¡Desembucha, hombre!

—¡Ahora escurriendo el bulto, ni soñarlo!

—De acuerdo, lo leeré en voz alta —dice Kessler desplegando un periódico—. A mí me daría vergüenza.

Vuelve a vacilar, la tensión aumenta.

—Hazlo de una vez, hombre.

—Siempre tiene que meter cizaña.

—Sale en los anuncios por palabras. Siempre me asombra que la policía no los investigue. Seguro que no tardará mucho en hacerlo.

—¡Lee de una vez!

Kessler obedece. Lo hace muy bien. Seguramente lo ha ensayado esa misma mañana.

¿No tiene suerte en el amor? Yo le introduciré en un círculo de señoritas encantadoras
y
sin prejuicios. Quedará satisfecho
.

Señora Mia Pinneberg, Spenerstrasse 92, II
.

Kessler paladea el momento.

—Quedará satisfecho… ¿Qué decís ahora, eh? —Y explica—: El me confirmó expresamente que vive en Spenerstrasse; de no ser así, yo no habría contado una palabra.

—¡Eso es tremendo!

—¡Menudo ejemplo!

—Yo… —balbucea Pinneberg, más blanco que la tiza—, yo no he…

—Deme ese papel —dice de pronto Heilbutt, cabreado como una mona—. ¿Dónde es? Aquí… Señora Mia Pinneberg… Pinneberg, tu mujer no se llama Mia, tu mujer se llama…

—Emma —contesta Pinneberg con voz apagada.

—Bueno, merece usted otra bofetada, Kessler —arguye Heilbutt—. Para empezar, no se trata de la mujer de Pinneberg. Es bastante indecente por su parte, creo yo…

—Eh, permítame —protesta Kessler—. Yo no lo sabía.

—Y, además —declara Heilbutt—, cualquiera puede ver que nuestro colega Pinneberg no sabía nada de esta historia. ¿No es verdad que vives en casa de una pariente?

—Sí —susurra Pinneberg.

—Ya lo ves —dice Heilbutt—. Yo tampoco puedo responder por todos mis parientes. Ahí no hay nada que hacer.

—Siendo así —Kessler recupera la calma, la desaprobación general le desagrada—, debería usted agradecerme que le haya informado de semejante porquería. Aunque reconozco que es bastante raro que usted no se diera cuenta de nada…

—Se acabó —concluye Heilbutt y los demás lo apoyan—. Creo, señores, que ahora nos dedicaremos a trabajar. El señor Jänecke puede presentarse en cualquier momento.

Y lo mejor será que no hablemos más de esta historia, denotaría una gran falta de compañerismo, ¿no creen?

Los demás asienten y se marchan en silencio.

—Escuche, Kessler —dice Heilbutt, cogiéndolo por el hombro.

Los dos desaparecen detrás de un perchero con abrigos. Hablan durante un buen rato, casi siempre en susurros, un par de veces Kessler protesta vivamente, pero al final se queda muy callado y tranquilo.

—Bueno, asunto resuelto —comenta Heilbutt mientras regresa junto a Pinneberg—. Kessler le dejará… te dejará en paz. Y disculpa que te haya tuteado hace un momento. ¿Te parece que sigamos haciéndolo?

—Sí, si usted… si tú quieres.

—Estupendo. Bueno, Kessler te dejará en paz, a ese ya le han leído la cartilla.

—Te lo agradezco de veras, Heilbutt —confiesa Pinneberg—. Estoy que no puedo más. Es como sí me hubieran dado un mazazo en la cabeza.

—Es tu madre, ¿verdad? —pregunta Heilbutt.

—Sí —contesta Pinneberg—. ¿Sabes?, nunca he tenido buena opinión de ella. Pero esto… no…

—Tampoco es para tanto —opina Heilbutt—. A mí no me parece tan terrible.

—Sea como fuere, me mudaré.

—Por supuesto, yo también lo haría. Y cuanto antes, mejor. Sobre todo porque los demás ya están al corriente. Es muy posible que algunos se pasen por allí por curiosidad…

Pinneberg se estremece.

—Santo cielo, eso no. Cuando me haya ido, no sabré nada. También juegan a las cartas. Siempre pensé que era algo relacionado con las cartas, a veces he pasado tanto miedo… Bueno, ahora Corderita tendrá que esforzarse por encontrar una vivienda lo antes posible.

Corderita busca, nadie quiere niños y ella se desmaya, pero merece la pena

C
orderita busca casa y sube un montón de escaleras. Ya no le resulta tan fácil como medio año antes. Entonces una escalera era una minucia, la subía andando, corriendo, bailando: tris, tras, escalera va. Hoy se detiene con frecuencia en un escalón, la frente cubierta de sudor; se lo limpia, pero además le duelen los riñones. ¿Le afligen esos dolores? ¡Bah, los dolores le dan igual, con tal de que nada perjudique al bebé!

Camina y sube, pregunta y reanuda su camino. Hay que solucionar deprisa lo de la vivienda, ya no aguanta más la situación de su chico. Él palidece y tiembla en cuanto la señora Mia Pinneberg entra en la habitación. Corderita le ha hecho prometer que no hablará con su madre del asunto, se marcharán en secreto, una mañana simplemente habrán desaparecido. ¡Pero cuán difícil le resulta a él! Ay, le gustaría montar una bronca, vociferar. La verdad es que Corderita no comprende para qué, pero entiende que su chico esté así…

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