Y camina que te camina, al llegar a Alt—Moabit el reloj marca las once y media. Mira a su alrededor en busca del sitio más barato para telefonear, entra en el local más cercano y pide una cerveza. Se propone bebérsela despacio mientras se fuma un par de cigarrillos. Después telefoneará. Porque entonces habrá transcurrido ya la media hora que falta para medianoche.
Sin embargo, antes de que le hayan servido la cerveza, se levanta de un salto y corre hacia la cabina telefónica. Ya lleva la moneda en la mano, fíjate, ya lleva la moneda en la mano, y pide que le pongan con Moabit 8650.
Primero contesta una voz masculina, y Pinneberg solicita que le pongan con la maternidad. Después transcurre largo rato y una voz femenina pregunta:
—¿Hablo con el señor Pinneberg?
—Sí, enfermera. Dígame…
—Hace veinte minutos. Ha ido todo como una seda. Tanto la criatura como la madre están sanas. Felicidades.
—Oh, eso es maravilloso, enfermera, muchas gracias, enfermera, muchas gracias.
De pronto, Pinneberg está de un humor espléndido, la pesadilla se ha desvanecido y se siente muy contento.
—Y, dígame, enfermera, ¿ha sido niño o niña?
—Lo siento —contesta la enfermera desde el otro extremo de la línea—. Lo siento, señor Pinneberg, pero eso no puedo decírselo. Lo tenemos prohibido.
Pinneberg se queda estupefacto.
—¿Y eso por qué, enfermera? Soy el padre, a mí puede decírmelo.
—No puedo, señor Pinneberg, eso se lo tiene que comunicar en persona la madre.
—Ah, ya —contesta Pinneberg, sintiéndose muy pequeño ante tamaña previsión—. ¿Puedo pasarme ahora mismo por allí?
—¡De ningún modo, qué se figura! El médico está ahora con su esposa. Mañana, a las ocho de la mañana.
Y tras un apresurado «buenas noches, señor Pinneberg», la enfermera cuelga. Johannes Pinneberg sale de la cabina como un sonámbulo, y como no tiene ni idea de dónde está, cruza el local derechito hacia la calle y se habría ido si el camarero no lo hubiera cogido del brazo diciendo:
—Oiga, joven, todavía no ha pagado su cerveza.
Entonces Pinneberg despierta y dice con tono muy cortés:
—Oh, disculpe, por favor. —Y se sienta a su mesa, da un sorbo del vaso y al ver que el camarero lo mira echando chispas añade—: Disculpe, se lo ruego. Acabo de saber por teléfono que he sido padre.
—¡Diantre! —exclama el camarero—. Eso te puede dejar seco del susto. ¿Niño o niña?
—Niño —afirma Pinneberg con audacia, incapaz de reconocer su ignorancia.
—En fin —dice el camarero—. Siempre lo más caro. Lo contrario es imposible. —Y después, dirigiendo otra mirada al ensimismado Pinneberg, que sigue sin comprender del todo la situación, añade—: Bueno, para que el daño no sea tan grande, lo invito a la cerveza.
Entonces Pinneberg despierta de nuevo y dice:
—¡Al contrario! ¡Al contrario! —Y colocando un marco dice—: ¡Está bien así! —Y sale apresuradamente.
Pero el camarero lo sigue con la mirada, al fin comprende:
—Menudo pánfilo. ¡Un pánfilo que se alegra de verdad! ¡Anda que no le queda por sufrir a ese!
No hay ni tres minutos hasta el domicilio de los Pinneberg. Pero él prosigue su andadura, pasa ante el cine, frente a su vivienda, sumido en sus pensamientos. Pinneberg piensa cómo conseguir flores a las ocho del día siguiente. ¿Qué hace uno cuando no puede comprar flores ni posee su propio jardín para cortarlas? ¡Pues robarlas! Y ¿dónde se roban mejor que en los jardines públicos de la ciudad de Berlín, uno de cuyos ciudadanos es él, por lo que en parte le pertenecen?
Comienza, pues, el interminable periplo nocturno de Pinneberg, que aparece sucesivamente en Grosser Stern, en la plaza Lützow, en la plaza Nollendorf, en la plaza Viktoria—Luise y en la plaza Prager. Deteniéndose en todas partes, contempla los parterres con ojos melancólicos. Ahora, a mediados de marzo, hay pocos plantados, es un escándalo.
Pero en cuanto encuentra uno, ¿qué es lo que ve? Un par de crocus o algunas campanillas en la hierba. ¿Es eso digno de Corderita? Pinneberg se siente muy descontento con la ciudad de Berlín.
Continuando su peregrinaje, se presenta en la plaza Nikolsburger y sigue andando hacia el parque Hindenburg. Visita de nuevo las plazas Fehrbelliner, Olivaer y Savigny. En vano. No hay flores para una ocasión tan solemne. Al final, alza los ojos del suelo y descubre un arbusto con flores de un amarillo brillante, ramas amarillas que refulgen como el sol y sin una hoja verde; de la madera desnuda únicamente brotan flores amarillas. No se lo piensa mucho. Ni siquiera mira a su alrededor para comprobar si alguien lo observa. Saliendo de sus profundos pensamientos, salta la reja, camina sobre el césped y corta una brazada de esas ramas doradas. Retrocede con absoluta tranquilidad por la hierba, trepa por la reja y emprende el largo trayecto de regreso con las relucientes ramas en la mano. Seguro que una buena estrella protege al extasiado, porque pasando ante docenas de policías llega a Alt—Moabit y asciende por la escalera hasta su pequeña vivienda. Coloca las ramas en la jarra de agua y se lanza a la cama con un suspiro de alivio. Apenas se tumba se queda dormido.
Aunque, como es natural, se le ha olvidado poner el despertador, se despierta a las siete en punto con la misma naturalidad, enciende el fuego y se prepara un café, mientras calienta el agua para afeitarse. Se muda de ropa, se asea, se acicala todo lo que puede y, silbando sin parar, diez minutos antes de las ocho recoge sus ramas floridas y echa a andar.
Pero si, henchido de dicha, albergaba el vago temor de que tendría conflictos con el portero y este no le dejaría entrar tan temprano en el hospital, tampoco halla el menor obstáculo.
—Maternidad… —se limita a decir.
Y el portero contesta como un autómata:
—Todo recto, último pabellón.
Pinneberg sonríe y el portero también, solo que con otra clase de sonrisa, pero Pinneberg no se percata de eso.
Recorre, radiante, la carretera asfaltada entre los distintos pabellones con su arbusto amarillo, ignorando a todos los enfermos y moribundos que allí yacen.
Entonces reaparece una enfermera que le indica:
—Sígame, por favor.
Entra por una puerta blanca en una sala larga y durante un instante tiene la sensación de que numerosos rostros femeninos lo observan. Pero después ya no los ve, pues justo delante de él se encuentra Corderita, no en una cama, sino en una camilla, con una sonrisa muy grande, blanda, extasiada, diciendo en voz baja, como desde muy lejos:
—¡Ay, mi chico!
Se inclina muy suavemente sobre ella, coloca las ramas robadas sobre la colcha y susurra muy bajito:
—¡Corderita! ¡Por fin te vuelvo a ver! ¡Por fin te vuelvo a ver! La joven levanta suavemente los brazos, de los que cae hacia atrás el camisón con las extrañas coronas de letras azules, unos brazos muy blancos que parecen débiles y exánimes. No obstante, aciertan a enroscarse alrededor de su cuello y Corderita susurra:
—Ahora ya está aquí de verdad el bebé. Es un bebé, chico. Entonces se da cuenta de repente de que está llorando a moco tendido, solloza mientras dice furioso:
—¿Por qué no te han dado una cama esas mujeres? Les voy a montar ahora mismo un escándalo terrible.
—Es que todavía no hay camas Ubres —susurra Corderita—. Dentro de una o dos horas me darán una. —Ella también llora—. Ay, chico, ¿te alegras mucho? No llores, ya ha pasado todo.
—¿Ha sido malo? —pregunta—. ¿Muy malo? ¿Tuviste que… que gritar?
—Ya pasó —susurra ella—. Ya está medio olvidado. Pero tardaremos en repetir, ¿verdad? Tardaremos, ¿no?
Una enfermera advierte desde la puerta:
—Señor Pinneberg, si desea ver a su hijo, acompáñeme.
Corderita sonríe y dice:
—Saluda a nuestro bebé…
Siguiendo a la enfermera penetra en una habitación larga y estrecha. Allí hay otras enfermeras que lo miran, pero él no se avergüenza de haber llorado e incluso aún solloza un poco.
—Caramba, joven padre, ¿cómo es que se siente así? —pregunta una enfermera gorda con voz profunda.
Pero otra, qué casualidad, la rubia que el día anterior había abrazado a Corderita con tanta simpatía, comenta:
—Pero ¿qué le preguntas? Aún no sabe nada. Ni siquiera ha visto a su hijo.
Pinneberg asiente riendo.
Entonces se abre la puerta de una habitación contigua y la enfermera que lo ha llamado aparece en el umbral con un fardo blanco en brazos del que sobresale un rostro viejísimo, de color rojo brillante, feo, arrugado, con una cabeza puntiaguda en forma de pera, que berrea con voz aguda, penetrante y quejumbrosa.
Súbitamente Pinneberg se despeja por completo y recuerda todos sus pecados desde la más temprana juventud: la masturbación, las niñas pequeñas, la blenorragia y cómo cogió cuatro o cinco curdas de campeonato.
Y mientras las enfermeras sonríen al pequeño enano viejísimo y arrugado, el espanto se va apoderando de él. Seguro que Corderita no lo ha visto bien. Por fin, incapaz de contenerse, pregunta temeroso:
—Enfermera, dígame, ¿tiene buen aspecto? ¿Igual que los demás recién nacidos?
—Ay, Dios —exclama la enfermera morena de voz profunda—, ahora resulta que ni siquiera le gusta su hijo. Demasiado guapo eres, niñito, para tu padre.
Sin embargo, el miedo de Pinneberg no se ha desvanecido.
—Disculpe, hermana, dígame, ¿ha nacido aquí esta noche algún otro niño? ¿Podría enseñármelo, por favor? Solo para saber qué aspecto tiene.
—Es increíble —contesta la rubia—. Tiene el crío más guapo de toda la maternidad y no le gusta. —Y abriendo la puerta de la habitación contigua entra con Pinneberg, y allí están en setenta u ochenta camas enanos y gnomos, viejos y arrugados, descoloridos y rojos. Pinneberg los observa con cara de preocupación. Se ha tranquilizado a medias.
—Pero es que mi hijo tiene una cabeza tan puntiaguda —dice al fin, vacilante—. Perdone, enfermera, ¿no será hidrocefalia?
—¿Hidrocefalia? —repite la enfermera echándose a reír—, ¡Ay, pero cómo son los padres! Gracias a Dios que un cráneo así se aplasta; después recupera su aspecto normal. Ahora vaya con su mujer, pero no se quede demasiado tiempo.
Pinneberg echa un vistazo a su hijo y se marcha con Corderita, que lo recibe radiante y susurra:
—¿No es precioso nuestro bebé? ¿A que es guapo?
—Sí —musita el joven—. ¡Es precioso! ¡Guapísimo!
E
s un miércoles de finales de marzo. Pinneberg camina despacio, paso a paso, llevando una maleta, por Alt—Moabit arriba y tuerce para adentrarse en el Kleiner Tiergarten. En realidad a esa hora debería estar camino de los almacenes Mandel, pero ha vuelto a pedir un día de permiso: le apetece ir a buscar a Corderita a la Maternidad.
En Kleiner Tiergarten, Pinneberg deja en el suelo su maleta, le sobra tiempo, no tiene que estar allí hasta las ocho. Lleva despierto desde las cuatro y media, la habitación está maravillosamente ordenada, incluso ha encerado y abrillantado el suelo y ha cambiado las sábanas. Es bueno que todo sea luminoso y esté limpio, ahora será una nueva vida, distinta por completo. Porque viene un niño, un bebé. Todo tendría que ser luminoso, deslumbrante.
Sí, en el Kleiner Tiergarten todo es bonito ahora, los árboles ya están recobrando su auténtico verdor y los arbustos lo están del todo, este año es temprano. Pero más adelante será mejor que Corderita vaya con el crío al verdadero Tiergarten, aunque esté un poco más lejos. Esto es tan triste, a pesar de ser tan temprano ya se ven sentados por allí a los parados. Corderita se lo toma todo tan a pecho…
¡Arriba con la maleta y adelante! Cruza el portón, pasando junto al portero gordo que, al oír la palabra «Maternidad», responde como un autómata:
—Todo derecho, el último pabellón.
Pasan unos taxis, con pasajeros dentro, padres seguramente, más acomodados, con posibles, para recoger en taxi a sus mujeres.
Maternidad. Cierto, ahí se detienen los coches. ¿Y si cogiera uno? Se queda parado con su maleta, se siente tan inseguro, el trayecto no es largo, pero a lo mejor hay que hacerlo así, a lo mejor a las enfermeras les parece horrible que no vaya en coche. Pinneberg, inmóvil, observa el taxi que acaba de llegar y estaciona con exquisita precisión en el pequeño espacio. El ocupante le dice al chófer:
—Tardaré un ratito.
No, se dice Pinneberg, no, imposible. Pero no es justo, de ningún modo es justo.
Entra en el vestíbulo, deposita su maleta en el suelo y espera. Los caballeros de los coches ya han desaparecido, seguro que llevan mucho rato con sus mujeres. Pinneberg, sin embargo, espera. Cuando le habla a una enfermera, esta dice apresuradamente:
—Un momento. ¡Ahora mismo! —Y continúa andando.
Pinneberg siente crecer el rencor en su interior, sabe que no tiene razón, que las enfermeras seguro que desconocen quién llega en coche y quién sin él, pero ¿de veras no tendrán ni idea? ¿Por qué sigue allí todavía? Ya no tendría que estar allí. ¿Acaso es menos que los demás? ¿Es menos su Corderita? ¡Ay, Dios, maldita sea, es un idiota por pensar eso, no son más que tonterías, ellas no hacen excepciones, pero su alegría se ha esfumado! Se ha quedado parado con expresión sombría. Así empieza y así continuará, da igual que uno piense que comienza una nueva vida, más luminosa y soleada, todo seguirá igual que antes. Corderita y él ya están acostumbrados, pero ¿por qué tiene que sucederle lo mismo al pequeñajo?
—Enfermera, por favor.
—Ahora mismo. Enseguida. Solo tengo que…
Se marcha. Fuera. En fin, ya todo da igual, ha pedido un día de permiso que le gustaría pasar con Corderita, pero puede quedarse allí sin más hasta las diez o las once, lo mismo da; sus deseos carecen de importancia.
—Señor Pinneberg. El señor Pinneberg, ¿verdad? La maleta, por favor. ¿Dónde está la llave? Muy bien. Ahora lo mejor será que vaya a Administración, al edificio de enfrente, a recoger los papeles. Entretanto, su mujer se irá vistiendo.
—Bien —contesta Pinneberg, que recoge su volante y se marcha.
Seguro que estos se dedicarán a fastidiarme, piensa llevado por su enfado. Pero se equivoca, todo va como una seda, le entregan los informes, firma algo y punto y final.
Después regresa al pasillo. Los coches siguen esperando. De repente divisa a Corderita; aún a medio vestir, va de una puerta a otra y lo saluda deprisa, resplandeciente de alegría: