Vuelven a acostar al crío en su cuna. Pinneberg lanza una ojeada al reloj:
—Son cerca de las cuatro. Ahora sí que tenemos que darnos prisa en meternos en la cama si queremos dormir un poco.
La luz se apaga. Los Pinneberg se duermen poco a poco.
Pero se despiertan de nuevo: el bebé chilla.
Son las cuatro y cinco.
—Bueno, ahí tienes —dice Pinneberg enojado—. Si no lo hubiéramos cogido hace un momento… Ahora piensa que siempre será así. ¡Llora y nosotros acudimos!
Corderita es Corderita y comprende que un hombre que tiene que vender todo el día azuzado por el látigo de una cuota fija esté nervioso e iracundo. Pero no dice ni pío.
El bebé berrea.
—Encantador… —masculla Pinneberg con tono irónico—. Es encantador. No acabo de comprender cómo estaré despejado mañana para vender. —Y al cabo de un rato, colérico—: ¡Y voy taaan atrasado! ¡Maldito llanto!
Corderita calla y el bebé berrea.
El padre se remueve de un lado a otro. Escucha con atención. De nuevo constata que es un llanto verdaderamente doliente. Y como es natural, sabe que acaba de decir tonterías, y Corderita también lo sabe, y se enfada por haber sido tan ridículo. Pero ahora bien podría ella decir algo. Sabe de sobra que a él siempre le cuesta dar el primer paso.
—Chico, ¿no crees que estaba demasiado caliente?
—No me he fijado mucho en eso —gruñe Pinneberg.
—¿No tenía las mejillas demasiado rojas?
—Es de llorar.
—No, eran unas manchas rojas con los bordes muy marcados. ¿Estará enfermo?
—¿De qué va a estar enfermo? —pregunta su marido. Pero este es un nuevo punto de vista, y añade enfurruñado—: Anda, enciende la luz. Ya no aguantas más.
Total, que encienden la luz, la madre coge en brazos al bebé, que vuelve a callarse al instante. Traga saliva otra vez y se calma.
—Ya lo ves —comenta furioso—. Es un dolor inexistente, pues cesa en cuanto se le coge en brazos.
—Tócale las manitas, están muy calientes.
—¡Qué va! —Pinneberg es implacable—. Están calientes de gritar. ¿Te imaginas lo que sudaría yo si gritase de ese modo? ¡No tendría ni un trocito seco en todo mi cuerpo!
—Pero es que tiene las manos realmente calientes. Creo que el bebé está enfermo.
Pinneberg le toca las manos, su estado de ánimo cambia.
—Pues sí, lo reconozco, están muy calientes. ¿Tendrá fiebre?
—Parece mentira que no tengamos un termómetro.
—Llevamos una eternidad deseando comprar uno. Pero el dinero…
—Sí —asiente Corderita—. Tiene fiebre…
—¿Le damos más té? —pregunta Pinneberg.
—No, solo conseguiremos atiborrar su pequeño estómago.
—Que no, que no me lo creo —estalla de nuevo su marido—. No creo que tenga dolores. No hace más que disimular, para que lo cojan en brazos.
—¡Pero, chico, si nunca lo cogemos en brazos!
—Bueno, presta atención: acuéstalo en la cuna y ya verás cómo se pone a gritar.
—Pero…
—Corderita, acuéstalo en la cuna. Te lo ruego, hazme el favor, acuéstalo y verás…
Corderita mira a su marido y acuesta al niño en la cuna. Esta vez no es necesario apagar la luz, pues el bebé empieza a berrear en el acto.
—¿Lo ves? —El joven se alegra—. Ahora, sácalo, y verás cómo se calma al momento.
Corderita vuelve a sacar al niño de la cuna, el hombre parece esperanzado: el bebé sigue llorando.
Pinneberg está muy tieso. El pequeñín berrea. Al cabo de un rato, Pinneberg dice:
—¡Míralo! De tanto cogerlo en brazos lo has echado a perder. ¿Qué podemos hacer ahora por el distinguido señor?
—Le duele —dice Corderita con suavidad. Mece al niño de un lado a otro, este se calla y vuelve a llorar—. Chico, hazme un favor, métete en la cama, a lo mejor consigues dormir un rato.
—¡De ninguna manera!
—Por favor, chiquito, hazlo. Estaré mucho más tranquila. Yo puedo echarme una horita por la mañana, pero tú tienes que estar descansado.
Pinneberg la mira. Después le da una palmadita en la espalda.
—De acuerdo, Corderita, me acostaré. Pero llámame enseguida si ocurre algo.
No obstante, le es imposible conciliar el sueño. A veces se acuesta uno, otras el otro. Lo pasean, le cantan, lo mecen: nada. A veces los gritos se convierten en un lloriqueo quedo que va subiendo de tono… Los padres se miran por encima del niño.
—Es espantoso —dice Pinneberg.
—¡Qué tormentos debe sufrir!
—¿Qué sentido tiene esto? ¡Una cosita tan pequeña, que tenga que atormentarse tanto!
—¡Que yo no pueda ayudarte! —exclama en voz alta Corderita, apretando al niño contra sí—: Pequeñito mío, mi pequeñín, ¿es que no puedo hacer nada por ti?
El bebé sigue llorando.
—¿Qué le pasará? —murmura Pinneberg.
—¡Que no lo pueda decir! ¡Que ni siquiera pueda señalar dónde le duele! Enséñaselo a mamá, pequeñito, ¿dónde te duele? ¿Dónde?
—Somos idiotas —dice Pinneberg enfurecido—. No sabemos nada. Si supiéramos algo, a lo mejor podríamos ayudarlo.
—Ni siquiera sabemos a quién preguntar.
—Voy a buscar un médico —indica Pinneberg, y empieza a vestirse.
—No tienes el volante de asistencia.
—Aun así, tendrá que venir. Lo enviaré más tarde.
—Ahora, a las cinco, no vendrá ninguno. Cuando oyen seguro de enfermedad, todos dicen que hay tiempo hasta mañana.
—¡Tiene que venir!
—Chiquito, como lo subas por la escalera a esta vivienda, nos buscaremos un lío. Seguramente nos denunciará por vivir aquí. Bah, ni siquiera subirá por la escalera, pensará que quieres hacerle algo.
Pinneberg, sentado en el borde de la cama, mira entristecido a su esposa.
—Tienes razón —asiente—. Estamos en un callejón sin salida, señora Pinneberg. Sin salida. Con eso no contábamos…
—Déjate de bobadas —replica Corderita—. No seas así, chico. Ahora todo parece gris, pero las cosas mejorarán.
—Esto se debe —prosigue Pinneberg— a que somos unos don nadie. Estamos solos. Y los demás, que son igual que nosotros, también están solos. Todos se dan importancia. ¡Si por lo menos fuéramos obreros! Ellos se llaman camaradas y se ayudan entre sí…
—Pues no sé —dice Corderita—. Si pienso en lo que a veces contaba papá y en las experiencias que vivió…
—Claro, claro —dice su marido—. Eso también lo sé yo, ellos tampoco son buenos. Pero al menos pueden soportar una vida asquerosa. Nosotros, los empleados, nos consideramos mejores…
Y el bebé llora, y ellos miran por los cristales, y el sol sale, y amanece del todo, y se miran el uno al otro, y ambos tienen aspecto macilento, pálido y cansado.
—¡Ay, oye! —exclama Corderita.
—¡Ay! —exclama él, y se dan la mano.
—Bueno, la cosa tampoco es tan grave —dice Corderita.
—No, mientras nos tengamos el uno al otro —confirma Pinneberg.
Luego vuelven a caminar arriba y abajo.
—Lo que no sé es si darle el pecho o no —apunta Corderita—. ¿Y si tiene algo de estómago?
—Sí —contesta desesperado—. ¿Y qué vas a hacer? Pronto serán las seis.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —replica ella con repentina vehemencia—. En cuanto den las siete, correrás al servicio de pediatría, apenas son diez minutos, y una vez allí, ruega y porfía hasta que venga contigo la enfermera.
—Sí, sí, tal vez dé resultado. Y además después llegaría puntual a la tienda.
—Mientras tanto, le dejaremos pasar hambre. El hambre nunca perjudica.
A las siete en punto, un hombre joven, de rostro pálido y con la corbata mal colocada, entra a trompicones en el edificio municipal de pediatría. Hay rótulos por todas partes: consultas a tal y tal hora. Y lo suyo, decididamente, no es una consulta.
Se detiene vacilante. Corderita espera, pero él no debe enfadar a las enfermeras. ¿Y si todavía duermen? ¿Qué hacer?
Una dama pasa a su lado y baja por la escalera. Le recuerda vagamente a la Nothnagel de la piscina, también esta es una mujer judía, entrada en años y gorda.
No parece simpática, piensa Pinneberg. No le preguntaré. Además, tampoco es enfermera.
La dama está un tramo más abajo, pero de repente interrumpe el descenso, vuelve a subir la escalera resoplando, se para delante de Pinneberg y lo mira.
—A ver, joven padre, ¿qué pasa? —inquiere.
Y al mismo tiempo sonríe.
Joven padre y sonrisa. Justo, ella es la adecuada! ¡Ay, Dios, qué simpática es! De pronto, Pinneberg sabe que algunas personas comprenden quién es y qué le sucede. Una vieja asistente social judía, por ejemplo, ¡a saber cuántos miles de padres habrán matado el tiempo allí, en la escalera!
Y él se lo cuenta todo y la mujer lo entiende, se limita a asentir y dice:
—Sí, sí —y abriendo la puerta, llama—: ¡Ela! ¡Martha! ¡Hanna!
Aparecen cabezas.
—Que una de vosotras se vaya ahora mismo con este joven padre, ¿de acuerdo? Están preocupados.
La señora gorda hace una inclinación de cabeza a Pinneberg y se despide:
—Buenos días, ya verá cómo la cosa no es tan grave. —Y baja por la escalera.
Al cabo de un rato llega una enfermera.
—Vamos, pues —le dice y de camino se lo cuenta todo, y también la enfermera cree que todo va bien y asiente y comenta—: Ya verá cómo no es tan malo. Enseguida lo comprobaremos.
Eso es lo bueno, que acuda alguien con experiencia, y el miedo a la escalera también estaba de más. La enfermera se limita a decir:
—Caramba, ¿hay que subir a la cofa? ¡Usted primero, por favor! —Y trepa tras él con su bolso de cuero como un viejo marinero.
Más tarde, Corderita y la enfermera hablan en voz baja y contemplan al bebé que, como es natural, permanece completamente callado. Entretanto Corderita le dice deprisa a su marido:
—Pero, chico, ¿no te vas? ¡Ya va siendo hora de acudir a la tienda!
—No, esperaré un rato —gruñe—. A lo mejor tengo que traer algo.
Las mujeres desnudan al niño, que sigue callado, le toman la temperatura, no, no tiene fiebre, solo unas décimas, se aproximan con él a la ventana y le abren la boca. Él sigue callado. De pronto la enfermera dice una palabra y Corderita abre los ojos, muy excitada. Después llama, presa del nerviosismo:
—¡Chico, chico, ven, corre! ¡A nuestro bebé le ha salido el primer diente!
Pinneberg se aproxima. Mira la boquita desnuda, las encías de un rosa pálido, pero el dedo de Corderita señala y, efectivamente, ahí hay un pequeño enrojecimiento, una leve hinchazón, y dentro algo afilado parecido al cristal. Como una espina, piensa Pinneberg. ¡Como una espina!
Pero se calla y las dos mujeres lo miran tan esperanzadas que acaba diciendo:
—¡Entonces, se acabó! ¿Así que va todo bien? El primer diente…
Al cabo de un rato, pregunta meditabundo:
—Y ¿cuántos tienen que salirle?
—Veinte —contesta la enfermera.
—¿Tantos? —inquiere Pinneberg— ¿Y siempre gritará igual?
—Depende. No todos lloran con todos los dientes.
—En fin. Al menos sabemos de qué se trata —se consuela Pinneberg.
De repente se echa a reír. Se siente lloroso y feliz, como si hubiera sucedido un acontecimiento trascendental.
—Gracias, enfermera. Gracias. Nosotros no tenemos ni idea. Corderita, dale deprisa de mamar, seguro que tiene hambre. He de irme a la tienda a toda velocidad. Adiós y gracias de nuevo, enfermera. Hasta luego, Corderita. Que te vaya bien, hijito.
Y desaparece.
A
la tienda a toda velocidad… Ya no hay velocidad que valga. El tranvía tarda en llegar. Cuando al fin se presenta, todos los semáforos están en rojo y Pinneberg se siente desfallecido a causa de las preocupaciones de la noche, la alegría de que el bebé tenga un diente y no esté enfermo se disipa. Pero lo asalta otra preocupación que se extiende y se engrandece cada vez más, apoderándose de todo: ¿Qué dirá Jänecke de su retraso?
—Veintisiete minutos de retraso… Pinneberg. —El portero lo apunta. No tuerce el gesto, todos los días llegan tarde algunos. Unos lo acosan con ruegos, este está pálido.
Pinneberg consulta su reloj.
—Pues en el mío no son más que y veinticuatro.
—Y veintisiete —repite, tajante, el portero—. Aparte de que tanto da una cosa como la otra: veintisiete o veinticuatro.
En eso tiene razón.
Gracias a Dios al menos no está Jänecke en el departamento. Gracias a Dios, el día no empezará con una bronca.
Pero sí que empieza en el acto. Ahí está el señor Kessler, el compañero Kessler, ese hombre tan solícito con los intereses de Mandel. Dirigiéndose hacia Pinneberg, le ordena:
—Vaya usted ahora mismo a la Oficina de Personal a ver al señor Lehmann.
—Sí —contesta el aludido—. Bien. —Tiene la necesidad de decir algo, de demostrar precisamente al tal Kessler que no tiene miedo, aunque lo tenga—. Se va a armar una buena. He llegado un poco tarde.
Kessler contempla a Pinneberg, sonríe, no muy llamativamente, pero con los ojos sonríe sin rebozo. Se limita a mirar a Pinneberg sin decir palabra. Después da media vuelta y se marcha.
Pinneberg baja a la planta baja y cruza el patio. La señorita Semmler, vestida de amarillo y entrada en años, todavía sigue allí. Cuando Pinneberg entra, ella permanece en una postura inequívoca junto a la puerta del despacho del señor Lehmann. La puerta está solo entornada. La mujer, dando un paso hacia Pinneberg, advierte:
—¡Señor Pinneberg! Espere.
Luego coge un expediente, lo abre, retrocede un paso, vuelve a situarse junto a la puerta y, como es natural, examina el expediente.
Del despacho del señor Lehmann salen voces: la dura y precisa, Pinneberg la conoce, pertenece al señor Spannfuss. Así que no solo el señor Lehmann, también el señor Spannfuss, y fíjate, ahora resuena además la voz del señor Jänecke. Un instante de silencio y una chica joven dice algo, muy bajito, mientras solloza al mismo tiempo.
Pinneberg mira enfadado a la puerta y a la Semmler, carraspea y hace un movimiento: ¡que cierre la puerta! Pero la Semmler dice sin rodeos:
—¡Chiiiist!
¡Vaya con la Semmler, tiene los mofletes colorados!
Se oye la voz del señor Jänecke.
—Bueno, en cualquier caso, señorita Fischer, reconoce que mantiene relaciones con el señor Matzdorf, ¿verdad?