Pero —y este es el gran descubrimiento de Pinneberg— él no quiere tener vivencias al respecto que no estén relacionadas con Corderita. Bueno, lleva a sus espaldas la infancia habitual, con todas las desilusiones y los descubrimientos, y al menos una docena de novias, sin contar las canitas al aire.
Y después conoció a Corderita, y desde las dunas situadas entre Wiek y Lensahn, aquello tampoco fue nada diferente, sino algo muy hermoso y agradable que te alegraba la vida.
Sí, y después se casaron y han practicado a menudo ese acto conyugal tan cómodo y natural, siempre bueno, grato y liberador, justo igual que antes, pero tampoco distinto de antes. Ahora, sin embargo, algo ha cambiado, de algún modo ha surgido un vínculo, ya sea por Corderita, por ser una mujer tan maravillosa, o por la costumbre del matrimonio: los velos han regresado, las ilusiones vuelven a estar ahí. Y ahora, mientras peregrina hacia los baños con su admirado y también un poco ridículo amigo Heilbutt, sabe de sobra que no desea tener ninguna experiencia que no esté relacionada con Corderita. Él le pertenece y ella a él, no quiere experimentar ningún placer cuya fuente y desembocadura no sea ella, de ninguna manera.
Por eso está a punto de decirle a Heilbutt: oye, Heilbutt, la verdad, preferiría ir al hospital, me siento algo intranquilo.
Como excusa, para no hacer demasiado el ridículo.
Pero después, antes de pillar una pausa en las palabras de Heilbutt, todo se confunde: su casa, el paritorio, los baños con las mujeres desnudas, las fotos de desnudos, los pechos pequeños y puntiagudos que tienen algunas chicas… Antes le parecía bonito, ahora, desde que conoce el pecho ancho, blando y pleno de Corderita… ¿Lo ves?, sucede otra vez lo mismo, todo lo que es ella es bueno, no, ahora voy a decirle a Heilbutt que…
—Ya hemos llegado —declara Heilbutt.
Y Pinneberg, alzando la vista hacia el edificio, dice:
—Ah, vaya, es una piscina. Yo pensaba…
—Tú pensabas que teníamos una especie de baños propios, ¿no? Aún no somos tan ricos.
El corazón de Pinneberg late fortísimo, tiene verdadero miedo. Pero de momento no hay nada atemorizador; en la caja, un ser gris del sexo femenino saluda:
—Buenas noches, Joachim. Tienes la treinta y siete. —Y le entrega una llave con un número.
—Gracias —contesta Heilbutt, y Pinneberg se asombra mucho de que Heilbutt se llame Joachim.
—¿Y el caballero? —sigue preguntando la mujer gris mientras señala a Pinneberg con la cabeza.
—Un invitado —contesta Heilbutt—. Entonces, ¿no quieres bañarte?
—No —contesta Pinneberg turbado—. Hoy, mejor no.
—Como gustes —afirma Heilbutt sonriendo—. Míralo todo, a lo mejor después vienes a por una llave.
A continuación recorren el pasillo situado detrás de las cabinas de baño, y desde la piscina, todavía invisible, se oyen las habituales risas, chapoteos y gritos, y flota en el aire el típico olor a piscina, templado y húmedo, y todo es igual que de costumbre, y Pinneberg se tranquiliza… En ese preciso instante se abre la puerta de una cabina, y por una rendija divisa algo sonrosado e intenta apartar la vista. La puerta se abre del todo y un mujer joven, vestida como Dios la trajo al mundo, se planta en la puerta y dice:
—Vaya, por fin, Joachim, ya pensaba que no vendrías.
—Sí, sí —dice Heilbutt—. Permíteme presentarte a mi amigo Pinneberg. El señor Pinneberg, la señorita Emma Coutureau.
La señorita Coutureau hace una ligera inclinación y le tiende la mano a Pinneberg igual que una princesa. Mira y aparta la vista sin saber…
—Encantada —dice la señorita Coutureau, que sigue sin llevar nada puesto—. Ojalá se convenza de que estamos en el camino correcto…
Pinneberg, sin embargo, acaba de atisbar una salvación, una cabina telefónica.
—Perdón, tengo que hacer una llamada rápida. Disculpe —murmura, alejándose presuroso.
Heilbutt le informa mientras se aleja:
—Ya sabes, estamos en la cabina treinta y siete.
Pinneberg se toma su tiempo con la comunicación telefónica. Es demasiado pronto para llamar, acaban de dar las nueve, pero es preferible marcharse.
—Eso puede quitarle a uno el apetito —dice meditabundo—. ¿Quizá deberíamos ir realmente desnudos?
Después prepara su moneda y pide que le pongan con Moabit 8650.
Ay, Dios, lo que tardan. Su corazón empieza a latir de nuevo. A lo mejor no vuelve a verla nunca más.
—Un momento, por favor —le comunica la enfermera—. Iré a preguntar. ¿Quién llama? ¿Pallenberg?
—No, Pinneberg, enfermera, Pinneberg.
—Pallenberg, lo que yo decía. Un momento, por favor.
—Pinneberg, enferm…
Pero ella ya se ha ido. Ahora resulta que a lo mejor hay también una señora Pallenberg en el paritorio, le dan una información incorrecta y piensa que ha salido todo bien, cuando en realidad…
—¿Sigue ahí, señor Pinneberg?
Gracias a Dios, es otra enfermera, seguramente la que está tratando a la propia Corderita.
—No, todavía no ha llegado el momento. Puede tardar tres o cuatro horas. Le sugiero que llame a medianoche.
—Pero ¿está bien? ¿Va todo bien?
—Completamente normal… Entonces, hasta medianoche, señor Pinneberg.
Cuelga, necesita salir fuera. Heilbutt espera en la cabina treinta y siete. ¿Cómo se le habrá ocurrido la locura de acompañarlo?
Pinneberg llama a la cabina treinta y siete, y Heilbutt contesta:
—Adelante.
Y ahí están ambos, sentados en el banco, y parece que solo han estado hablando, la verdad, pero a lo mejor es culpa suya, a lo mejor él es demasiado depravado para esas cosas, igual que la señora Witt.
—Bueno, vámonos —dice Heilbutt, desnudo, estirándose—. Esto es muy estrecho. Me has puesto a cien, Emma.
—¡Y tú a mí! —la señorita Coutureau ríe.
Pinneberg camina tras ellos y de nuevo constata que es sencillamente penoso.
—Por cierto, ¿qué sabes de tu mujer? —pregunta Heilbutt por encima del hombro a Pinneberg. Y explica a su acompañante—: La señora Pinneberg está en el hospital, a punto de tener un hijo.
—Ah —dice la señorita Coutureau.
—Todavía no ha llegado el momento —informa Pinneberg—. Aún puede tardar tres o cuatro horas.
—En ese caso —comenta Heilbutt satisfecho— tienes cumplida ocasión de verlo todo.
Pero Pinneberg tiene sobre todo cumplida ocasión de enfadarse con Heilbutt.
Acaban de llegar a la piscina. No hay mucha gente, piensa Pinneberg. Pero después la concurrencia aumenta. A los trampolines acude un montón de gente, todos increíblemente desnudos, que avanzan uno tras otro para saltar del trampolín a la piscina.
—Creo que lo mejor será que permanezcas aquí —opina Heilbutt—. Si quieres saber algo, basta con que me hagas una seña.
Dicho esto, se alejan los dos, y Pinneberg se queda tranquilo y seguro en su rincón, contemplando lo que acontece junto al trampolín. Heilbutt parece una persona importante, todos lo saludan, ríen y se muestran encantados, hasta Pinneberg llegan los gritos de ¡Joachim!
Entre ellos figuran hombres jóvenes y bien plantados, y chicas jóvenes, mocitas de cuerpos firmes y prietos, pero están en clara minoría, el contingente principal lo constituyen dignos caballeros entrados en años y mujeres entradas en carnes. Pinneberg se los imagina en un concierto militar, tomando café, pues donde se encuentran ahora resultan completamente inverosímiles.
—Perdone, señor —susurra tras él una voz muy educada—. ¿Usted también es invitado?
Pinneberg se vuelve, sobresaltado. Una mujer vigorosa y baja está detrás de él, a Dios gracias completamente vestida. Sobre la nariz curvada lleva unas gafas de concha.
—Sí, lo soy —contesta.
—Yo también —dice la dama y se presenta—. Me llamo Nothnagel.
—Pinneberg.
—Resulta muy interesante todo esto, ¿no le parece? —pregunta la mujer—. Tan inusual…
—Muy interesante, sí —confirma Pinneberg.
—Lo ha introducido a usted… —ella, haciendo una pausa, pregunta con terrible discreción—… ¿una amiga?
—No, un amigo.
—¡Ah, un amigo! A mí también me ha introducido un amigo. Y ¿me permite preguntarle —prosigue la dama— si ya se ha decidido usted?
—¿A qué?
—A hacerse socio. ¿No le apetece?
—No, aún no me he decidido.
—¡Figúrese, yo tampoco! Es la tercera vez que vengo, pero aún no acierto a decidirme. A mi edad no es tan sencillo.
La mujer lo mira, prudente e inquisitiva.
—Desde luego que no —remacha Pinneberg.
Ella se alegra.
—Ya lo ve, siempre se lo digo a Max. Es mi novio. Ahí… no, ahora no puede verlo…
Pero después lo ve y se pone de manifiesto que Max es un cuarentón bastante atractivo, bronceado, fornido, moreno, el tipo de comerciante resuelto.
—Sí, se lo digo siempre a Max, no es tan fácil como piensas, no es nada fácil, sobre todo para una mujer.
Y vuelve a dirigir una mirada seductora a Pinneberg, y a este no le queda más remedio que confirmar:
—Sí, es terriblemente difícil.
—Mire usted, Max suele decir: «Considera el aspecto comercial, es comercialmente ventajoso que ingreses». Y no le falta razón, a él el ingreso ya le ha reportado un montón de ventajas.
—¿De veras? —pregunta Pinneberg cortés, muerto de curiosidad.
—No es nada prohibido, puedo contárselo con toda tranquilidad. Max tiene una representación de alfombras y cortinas. Bueno, el caso es que el negocio iba de mal en peor y entonces Max ingresó aquí. Cuando se entera de que en alguna parte hay una asociación grande, se adhiere y vende a los demás socios. Como es lógico, les hace un buen descuento, a él todavía le queda bastante beneficio, arguye. Claro, para Max, que es tan atractivo, sabe tantos chistes y es tan maravillosamente sociable, es fácil. Para mí, sin embargo, es mucho más difícil.
Suspira.
—¿Usted también ejerce una actividad comercial? —pregunta Pinneberg contemplando a ese pobre y necio ser gris.
—Sí —contesta la mujer mirándolo confiada desde abajo—. También desarrollo una actividad comercial. Pero sin mucha suerte. Tuve una tienda de chocolates, era una tienda excelente emplazada en un buen sitio, pero debe de ser que carezco de las dotes adecuadas. Siempre he tenido mala suerte. En cierta ocasión, deseando hacerlo bien, contraté a un decorador y le pagué quince marcos por decorar mi escaparate, que albergaba mercancía por valor de doscientos marcos. Y yo, tan activa y esperanzada, pensando, esto tiene que dar resultado, pero me olvidé de bajar el toldo, y el sol —era verano— da en el escaparate y, ¿qué voy a decirle, señor?, cuando me di cuenta, toda la mercancía se había derretido y mezclado. Todo inservible. Después se lo vendí a los niños a diez pfennigs la libra, figúrese, los bombones más caros a diez pfennigs la libra. ¡Menudo perjuicio me causó!
Mira apenada a Pinneberg, que comparte su pena y su sentido del ridículo, hace mucho que ha olvidado cualquier actividad relacionada con el baño.
—¿Y no tenía usted a nadie que le echara una manita? —Le pregunta.
—No. Max llegó más tarde. Para entonces yo ya había traspasado la tienda. Max me ha conseguido una representación de fajas, ligueros y sujetadores. Por lo visto es una representación muy buena, pero no vendo nada. Prácticamente nada.
—Sí, hoy es complicado —reconoce Pinneberg.
—¿Verdad que sí? —responde ella agradecida—. Es difícil. Me paso todo el día subiendo y bajando escaleras, y a veces no vendo en todo el día género ni por valor de cinco marcos. En fin —comenta intentando sonreír—, eso tampoco es tan grave, es que la gente no tiene dinero. ¡Pero si por lo menos algunos no fueran tan desagradables! Es que, ¿sabe usted? —añade cautelosa—, yo soy judía. ¿Lo ha notado?
—No… no —contesta Pinneberg confundido.
—¿Lo ve? —replica—, se nota. Yo siempre le digo a Max que se nota. Creo que la gente que es antisemita debería poner un letrero en la puerta para no molestar. Porque así me sucede siempre de sopetón. «Lárguese con sus productos inmorales, asquerosa y puerca judía», me soltó uno ayer.
—¡Qué cerdo! —exclama Pinneberg furioso.
—He pensado más de una vez abandonar el credo judío, ¿sabe? Yo no soy muy creyente e incluso como carne de cerdo y todo. Pero ¿se debe hacer eso ahora, cuando todos se meten con los judíos?
—Tiene usted toda la razón —afirma Pinneberg contento—. Es preferible que no lo haga.
—Sí, y entonces Max pensó que debería ingresar aquí, que sería un buen vendedor, y tiene razón; observe, la mayoría de las mujeres, de las chicas jóvenes no voy a hablar, necesitarían un liguero o algo para el pecho. Ahora sé perfectamente lo que necesita cualquiera de estas mujeres, ya llevo aquí tres noches. Max dice siempre: «Decídete de una vez, Elsa, es un negocio redondo». Pero no consigo decidirme. ¿Lo entiende, caballero?
—Oh, sí, claro que lo entiendo. Yo tampoco me decido.
—Entonces, ¿usted cree que es preferible que no lo haga a pesar del negocio?
—Uy, difícil consejo —comenta Pinneberg meditabundo—. Usted debe saber si lo necesita imperiosamente o si merece la pena.
—Max se enfadaría mucho si me negara. En general, en los últimos tiempos se muestra muy impaciente conmigo, temo que…
Pero de pronto Pinneberg tiene miedo de que también le refiera ese capítulo de su vida. Ella es un ser pobre, pequeño y gris, seguro, y durante su narración él curiosamente ha pensado: Con tal de que yo no muera pronto para que Corderita no se atormente de ese modo; además, no acierta a imaginarse cómo continuará la vida de la señora Nothnagel. Pero Pinneberg ya está lo bastante triste esta noche y súbitamente, con enorme descortesía, interrumpe sus palabras:
—¡Discúlpeme, tengo que telefonear!
Y ella responde muy educada:
—No hay de qué, no quisiera molestarlo.
Y Pinneberg se marcha.
P
inneberg no se ha despedido de Heilbutt. Que se enfade, le trae sin cuidado. Simplemente, incapaz de seguir escuchando la triste y desconsoladora historia, ha huido.
Emprende su camino a pie. Es un largo trayecto desde el extremo este hasta Alt—Moabit, al noroeste de Berlín. Puede ir andando sin problemas, hasta las doce tiene tiempo y se ahorrará el dinero del transporte. A veces piensa fugazmente en Corderita, en la señora Nothnagel, en Jänecke, que no tardará en convertirse en jefe de sección, porque por lo visto el señor Kröpelin no goza de las simpatías del señor Spannfuss… Sin embargo, la mayoría del tiempo no piensa en nada. Así puede caminar y echar un vistazo a las tiendas, y los autobuses pasan a su lado, y los anuncios luminosos son preciosos, y entre medias se pregunta de pronto: ¿Qué es lo que dijo Bergmann? Solo es una mujer. Carece de cordura. ¡Qué sabrá Bergmann, ese tendría que conocer a Corderita!