Pequeño hombre ¿y ahora qué? (11 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—Oye, Pinneberg, mañana tenemos desfile y mi jefe de grupo me ha dicho que no puedo faltar. ¿Podrías sustituirme en el reparto de forraje?

—Lo siento en el alma, Lauterbach. Mañana me es completamente imposible. En cualquier otra ocasión lo haré encantado.

—¡Hazme ese favor, hombre!

—No, es imposible, de veras. Ya sabes que siempre lo he hecho gustoso, pero esta vez me es imposible. ¿Has preguntado a Schulz?

—Qué va, Schulz tampoco puede. Tiene no sé qué lío con una chica por una pensión alimenticia. Anda, sé bueno, hombre.

—Esta vez no.

—Pero si tú nunca tienes plan.

—Pues esta vez sí.

—¡Qué falta de amabilidad cuando seguro que no tienes nada que hacer!

—¡Esta vez sí!

—Te hago tu servicio dos domingos, Pinneberg.

—Que no, que no quiero. Y ahora deja de darme la lata. No lo haré.

—Gracias, hombre, muy amable. Y eso que mi jefe de grupo me lo ha ordenado expresamente. —Lauterbach se muestra terriblemente ofendido.

Así empieza todo. Pero no acaba ahí.

Dos horas más tarde Kleinholz y Pinneberg están solos en la oficina. Se oyen los típicos zumbidos sordos de las moscas durante el verano. El jefe está muy colorado, seguro que hoy se ha echado un par de copas al coleto y por eso está de buen humor.

De hecho, dice con tono muy apacible:

— Pinneberg, mañana atenderá usted el servicio de caballerizas en lugar de Lauterbach. Me ha pedido que le dé permiso.

—Lo siento muchísimo, señor Kleinholz —Pinneberg alza la vista—, mañana no puedo. Ya se lo he comunicado a Lauterbach.

—Pero en su caso podrá aplazarse. Usted nunca ha tenido nada importante que hacer.

—Esta vez, por desgracia, sí, señor Kleinholz.

El señor Kleinholz mira de hito en hito a su contable.

—Oiga, Pinneberg, déjese de historias. Le he dado permiso a Lauterbach y no puedo anularlo.

Pinneberg calla.

—Compréndalo. Pinneberg —Emil Kleinholz procura mostrar su faz humana—. Lauterbach es un cretino, pero es nazi y su jefe de grupo es Rothsprack, el molinero. No quiero enemistarme con él porque siempre nos ayuda cuando tenemos prisa por moler.

—Pero es que no puedo, de veras, señor Kleinholz —insiste Pinneberg.

—Podría reemplazarlo Schulz —cavila Emil analizando el caso—, pero tampoco puede. Mañana tiene un entierro familiar donde espera heredar algo. Así que tiene que asistir, eso lo comprenderá usted, o los demás parientes se lo llevarán todo.

¡Ese canalla!, piensa Pinneberg. Sus historias de mujeres.

—Señor Kleinholz… —empieza a decir.

Pero Kleinholz está animado.

—Y por lo que a mí respecta, señor Pinneberg, haría gustoso el servicio, yo no soy así, ya lo sabe usted…

—Usted no es así, señor Kleinholz —confirma Pinneberg.

—Pero, Pinneberg, sabe que mañana tampoco puedo. Mañana tengo que salir al campo y comprobar que recibimos los pedidos de trébol. Este año todavía no hemos vendido nada —mira esperanzado a Pinneberg—. El domingo tengo que salir de viaje, Pinneberg; el domingo los labradores estarán en casa.

Pinneberg asiente.

—¿Y si entrega el pienso el viejo Kube, señor Kleinholz?

—¿El viejo Kube? —inquiere Kleinholz, horrorizado—. ¿Qué le dé a ese la llave del granero? Kube está aquí desde la época de mi padre, pero jamás se le ha dado la llave del granero. Nooo, no, señor Pinneberg. Ahora lo comprenderá, es usted el amo del cotarro. Mañana hará usted el servicio.

—¡Pero es que no puedo, señor Kleinholz!

Kleinholz se queda estupefacto.

—Pero si acabo de explicarle que solo tiene tiempo usted, Pinneberg.

—Pero es que no lo tengo, señor Kleinholz.

—Señor Pinneberg, no pretenderá usted que yo haga mañana el servicio, solo por capricho. ¿Qué plan tiene para mañana?

—Yo… —empieza Pinneberg—, tengo que… —prosigue. Y se calla, porque con las prisas no se le ocurre nada.

—¡Acabáramos! ¿Lo ve? No voy a fastidiar el negocio del trébol porque usted se niegue, señor Pinneberg. Sea razonable.

—Lo soy, señor Kleinholz. Pero le aseguro que no puedo.

El señor Kleinholz se levanta, se dirige de espaldas hacia la puerta sin apartar la mirada contrita de su contable.

—Me he equivocado con usted, señor Pinneberg —dice—. De cabo a rabo.

Y cierra la puerta con estrépito.

Como es natural, Corderita comparte por entero la opinión de su chico.

—Pero ¿cómo vas a hacerlo? En general, me parece fatal que los otros te embauquen de ese modo. Yo en tu lugar le habría dicho al jefe que Schulz ha mentido con lo de su entierro.

—Eso no se hace entre compañeros, Corderita.

Ella se arrepiente.

—No, claro que no, tienes toda la razón. Pero le leería la cartilla a Schulz. De pe a pa.

—Lo haré Corderita, vaya si lo haré.

A
hora los dos van sentados en el tren de vía estrecha hacia Maxfelde. El tren va lleno hasta los topes, a pesar de que sale de Ducherow a las seis. Maxfelde, con el lago Max y el Maxe, es una desilusión. Todo es ruidoso y está abarrotado y polvoriento. De Platz han venido miles de personas, y centenares de coches y tiendas de campaña ocupan el borde de la playa. Y un bote de remos es impensable, los pocos disponibles están ocupados desde hace mucho.

Pinneberg y su Emma son recién casados, su corazón ansia soledad. Les horroriza tanto barullo.

—Vámonos de aquí —propone él—. Si aquí hay por todas partes bosque, agua y montañas…

—Pero ¿adónde?

—Lo mismo da. Fuera de aquí. Ya encontraremos algo.

Y lo encuentran. Al principio el camino del bosque es bastante ancho y un montón de gente pasea por él, pero después Corderita afirma que debajo de las hayas huele a setas y lo saca del camino, y se adentran cada vez más en el verdor, hasta que de improviso se encuentran en un prado entre dos laderas boscosas. Trepan al otro lado, cogiéndose de la mano, suben y, al llegar arriba, se topan con una vereda que en completa soledad se adentra, cuesta arriba, cuesta abajo, cada vez más hondo en el bosque, y continúan paseando.

Por encima de ellos el sol asciende despacio y a veces el aire del mar, procedente de muy lejos, del Báltico, sopla en las copas de los árboles, que responden con unos murmullos maravillosos. El viento del mar también visitó Platz, donde Corderita tenía antes su hogar, hace mucho, mucho tiempo, y ella le habla a su chico del único viaje veraniego de su vida: nueve días a la Alta Baviera, cuatro chicas.

Y él también se vuelve locuaz y cuenta que siempre ha estado solo, que no quiere a su madre, que nunca se ha ocupado de él y que él siempre ha sido un estorbo para ella y para sus amantes. Ella tenía una profesión horrible, era… Bueno, le cuesta un buen rato confesar que era camarera de un club nocturno.

Entonces Corderita se queda muy pensativa y casi lamenta su carta, porque una camarera de club nocturno es realmente algo muy distinto, a pesar de que Corderita no conoce a ciencia cierta cuáles son las funciones de esas mujeres, pues nunca ha estado en uno y lo que ha oído hasta entonces de ellas no parece encajar con la edad de la madre de su chico. En resumen, que sin duda habría sido mejor el tratamiento de «estimada señora». Pero, lógicamente, ahora no podía discutir eso con Pinneberg.

Caminan un buen rato en silencio cogidos de la mano.

Y justo cuando ese silencio se torna sospechoso y parece alejarlos el uno del otro, dice Corderita:

—Chiquito, qué felices somos. —Y le ofrece sus labios.

De pronto el bosque se ilumina totalmente ante ellos, y cuando salen al sol deslumbrante se encuentran sobre un enorme claro. Una alta colina arenosa se alza justo enfrente. En la cima un montón de personas manipulan un extraño aparato, que de pronto se eleva surcando el aire.

—¡Un planeador! —grita Pinneberg—. ¡Corderita, un planeador!

Tremendamente excitado, intenta explicarle por qué ese chisme sin motor asciende hacia el cielo. Pero como él tampoco lo tiene del todo claro, Corderita no lo entiende, aunque dice sumisa:

—Ya, ya…

Después se sientan a la orilla del bosque, desayunan copiosamente y se beben el termo entero. El gran pájaro blanco que describe círculos baja y sube hasta que acaba aterrizando en lontananza. La gente de la cima de la colina se precipita hacia él, es un largo trayecto, y cuando los dos terminan de desayunar allí arriba y Pinneberg se ha fumado un cigarrillo, comienzan a arrastrar de vuelta el avión.

—Ahora volverán a arrastrarlo hasta la montaña —explica Pinneberg.

—¡Pero es muy fatigoso! ¿Por qué no puede viajar solo?

—Porque carece de motor, Corderita, es un planeador.

—¿Es que no tienen dinero para comprarse un motor? ¿Tan caro es un motor? A mí me parece latosísimo.

—Pero, Corderita… —E intenta explicárselo de nuevo.

Pero la joven, apoyándose muy fuerte en su brazo; dice:

—Ay, es maravilloso que nos tengamos el uno al otro, ¿verdad, chiquito?

En ese momento sucede.

Por el camino de arena que discurre por el lindero del bosque se ha acercado en absoluto sigilo, como si anduviera sobre zapatillas de fieltro, un automóvil, y al verlo los dos se separan, confundidos; el coche ya está casi a su altura. A pesar de que ahora habrían debido divisar los rostros de los ocupantes del coche de perfil, sus rostros están todos vueltos hacia ellos. Y revelan asombro, severidad, enfado.

Corderita no entiende nada, cree que esas personas tienen una mirada muy estúpida, como si nunca hubieran visto a una pareja besándose, y sobre todo no entiende a su chico que, murmurando algo incomprensible, se levanta de un salto para hacer una profunda reverencia en dirección al coche.

De improviso, como obedeciendo a una orden secreta, todas las caras se ponen de perfil, nadie se percata de la espléndida reverencia de Pinneberg, y el automóvil, con un estridente bocinazo, acelera, sumergiéndose entre árboles y arbustos, y ven brillar un trozo del lacado rojo hasta que desaparece.

El chico, pálido como un cadáver, las manos en los bolsillos, murmura:

—Estamos perdidos, Corderita. Mañana me despedirá.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? ¡Kleinholz, por supuesto! Dios mío, tú no lo sabes. Esos eran los Kleinholz.

—Ay, Dios mío —musita ella con un profundo suspiro—. Eso es lo que yo llamo una contrariedad.

Y a continuación toma en sus brazos a su chico grande y lo consuela lo mejor que puede.

Pinneberg lucha con el ángel y con la pequeña Marie Kleinholz, y a pesar de todo es demasiado tarde

A
cada domingo le sigue su lunes, por muy a pie juntillas que uno crea a las once de la mañana del domingo que tardará una eternidad en llegar.

Pero llega, llega seguro, todo sigue su viejo curso y en la esquina de la plaza mayor, donde siempre se encuentra con Kranz, el secretario municipal, Pinneberg acecha a su alrededor. Ahí está, aproximándose también, y cuando ambos caballeros están casi a la misma altura, se llevan la mano al sombrero y se saludan.

Ya han pasado los dos, Pinneberg sostiene ante sí su mano derecha: el anillo dorado brilla al sol. Pinneberg lo gira despacio, quitándoselo del dedo, alarga la mano hacia su cartera con ademán pausado y después vuelve a ponérselo con gesto decidido.

Erguido, con el anillo de matrimonio en la mano, marcha hacia su destino.

Se hace esperar ese destino. Ni siquiera el puntual Lauterbach está allí ese lunes y tampoco se ve ni rastro de Kleinholz.

Estará en el establo, piensa Pinneberg, y sale a echar un vistazo al patio. Allí está el automóvil rojo: lo están lavando. ¡Ojalá hubieras sufrido ayer una avería!, piensa Pinneberg.

Y dice en voz alta:

—¿Aún no se ha levantado el jefe?

—Todavía están todos durmiendo, señor Pinneberg.

—Por curiosidad, ¿quién repartió ayer el pienso?

—El viejo Kube, señor Pinneberg, Kube.

—Ah —contesta Pinneberg antes de regresar a la oficina.

Schulz ya ha llegado, son las ocho y cuarto, y de muy mal humor.

—¿Dónde se ha metido Lauterbach? —pregunta furioso—. ¿Se estará fingiendo enfermo el cerdo ese, hoy que tenemos tanto trabajo?

—Eso parece —responde Pinneberg—. Lauterbach nunca llega tarde. ¿Qué tal el domingo, Schulz?

—¡Maldita sea mi estampa! —estalla Schulz—. ¡Maldita sea mi estampa! ¡Maldita sea mi estampa! —Se sume en sus cavilaciones. Después añade con tono salvaje—: ¿Recuerdas, Pinneberg, que te conté una vez, seguro que ya no te acuerdas, que hace ocho o nueve meses estuve en Heildorf en un baile, uno de esos bailes verdaderamente paletos llenos de toscas aldeanas? Pues ahora ella me sale con que soy el padre del niño y que tengo que aflojar la mosca. ¡Vamos, ni se me pasa por la cabeza! ¡La denunciaré por perjurio!

—Y ¿cómo piensas hacerlo? —inquiere Pinneberg mientras piensa que este también tiene preocupaciones.

—Ayer me pasé todo el día en Heildorf haciendo averiguaciones de con quién más… Esos pánfilos de pueblo se ayudan todos entre sí. ¡Pero ella, que cometa perjurio si se atreve!

—¿Y si se atreve?

—¡Yo me encargaré de informar al juez! Pero ¿es que tú te lo crees, Pinneberg? Ahora dime la verdad, bailé dos veces con ella y después dije: «Señorita, esto está lleno de humo, ¿salimos un momento? ». Total, que regresamos enseguida, solo nos perdimos un baile, entiendes, ¿y ahora resulta que voy a ser el padre? ¡Venga ya!

—Si no puedes probar nada…

—¡La acusaré de perjura! El juez también lo reconocerá. ¡Además! ¿Cómo voy a poder, Pinneberg? Tú lo sabes de sobra, ¡con nuestro sueldo!

—Hoy es día de despido —murmura Pinneberg, como de pasada.

Pero Schulz no lo oye y gime:

—El alcohol siempre me sienta como un tiro…

Ocho y veinte. Entra Lauterbach.

¡Oh, Lauterbach! ¡Oh, Ernst! ¡Oh, Ernst Lauterbach mío!

Uno… un ojo morado. Dos… la mano izquierda vendada. Tres, cuatro, cinco… la cara cubierta de heridas con costras. Seis, siete… una especie de funda de seda negra en el cogote y un olor a cloroformo envolviéndolo todo. ¡Y esa nariz, esa nariz tumefacta y llena de cardenales! ¡Ocho…! ¡Ese labio inferior a punto de reventar, grueso, negroide! ¡Nueve! ¡K. O., Lauterbach! En suma, el domingo pasado Ernst Lauterbach, llevado por su celo y entrega, hizo propaganda de sus ideas políticas entre los habitantes de la región.

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