Cualquier otra se habría olido el pastel hace tiempo, pero en este sentido la señora Pinneberg sénior es de una ingenuidad conmovedora. Ella entra como una tromba en la habitación donde están ambos y exclama, animada:
—¡Estáis aquí sentados como dos gallinas mojadas en la tormenta! ¡Vaya juventud! A vuestra edad yo…
—Sí, mamá —Corderita sonríe.
—¡Hay que animarse, caramba! La vida ya es lo bastante mala como para que uno además se ponga malo. Emma, quería preguntarte si puedes ayudarme a fregar. Es vergonzoso, pero me esperan un montón de cacharros.
—Lo siento, mamá, he de coser —contesta Corderita, sabedora de que a su marido le dará un ataque de rabia si le echa una mano.
—Vale, entonces esperaremos un día más para fregar. Mañana seguro que te vendrá mejor. Por cierto, ¿qué es lo que coses siempre? No te estropees la vista. Hoy ya no tiene sentido coser, todo se compra hecho, mejor y más barato.
—Sí, mamá —contesta Corderita, resignada, y la señora Pinneberg se marcha tras haber animado un poco a los jóvenes.
Mas al día siguiente Corderita tampoco la ayuda a fregar, ha salido a buscar piso, lleva muchos días buscando, tiene que encontrar algo, a su chico lo devora la impaciencia.
¡Esas caseras! Existe una variedad de mujer que, en cuanto Corderita pregunta por una habitación amueblada con derecho a cocina, le miran la tripa:
—No. ¿En estado de buena esperanza, verdad? Pues no, mire, cuando queramos oír llantos infantiles, tendremos nuestros propios hijos. Creo que es mucho mejor.
Pías. La puerta se cierra.
A veces, justo cuando todo parece ir bien y el asunto está casi solucionado, Corderita piensa: menos mal, mañana temprano mi chico podrá despertarse al fin sin preocupaciones, y cuando dice luego —porque ellos no quieren que vuelvan a echarlos después de dos o tres semanas—:
—Pero estamos esperando un hijo.
La casera contesta con cara muy larga:
—Ay, no, estimada joven señora, no se lo tome a mal. Usted me gusta de veras, pero mi marido…
¡Adelante! ¡Adelante, Corderita! El mundo es grande, Berlín es grande, tiene que haber personas simpáticas… Esperar un hijo es una bendición, vivimos en el siglo de la infancia…
—Pero estamos esperando un hijo.
—Oh, eso carece de importancia. ¿También tiene que haber niños, no le parece? Aunque los niños estropean mucho una vivienda, con tanta ropa de bebé para lavar, el humo y el vapor, y tenemos unos muebles tan buenos… Seguro que el niño araña el barniz. De acuerdo… pero en lugar de cincuenta marcos, le pediré como mínimo ochenta. No, pongamos setenta…
—No, gracias —responde Corderita antes de proseguir su camino.
Oh, ve viviendas muy bonitas, habitaciones luminosas, soleadas, bien amuebladas, con cortinas de colores preciosas y el papel pintado nuevo y claro… Ay, mi querido bebé, piensa.
Y después se topa con una señora mayor que mira muy amistosamente a la joven cuando esta musita algo del bebé que espera… La verdad es que para cualquier persona que tenga ojos en la cara es una alegría contemplar a esa joven… Y entonces la señora mayor le dice a la más joven, observando meditabunda su abrigo azul, a decir verdad muy raído:
—Sí, querida señora, pero son ciento veinte marcos, de veras que más barato es imposible. Vea, ochenta se los lleva el propietario, y yo solo cuento con una pequeña renta y también he de vivir…
Oh, por qué, piensa Corderita, por qué no tenemos un poquito más de dinero. Para que no haga falta calcular hasta el último céntimo. Todo sería más sencillo, la vida entera sería diferente y una podría alegrarse sin rebozo por el bebé…
¡Oh, por qué no! Y los cochazos pasan rugiendo a su lado y hay tiendas de
delicatessen
y personas que ganan tanto que ni siquiera pueden gastarse el dinero… No, Corderita no lo entiende.
Por la noche, muchas veces su chico la espera en la habitación.
—¿Nada? —Le pregunta.
—Todavía no —contesta—. Pero no te desanimes. Tengo el pálpito de que mañana encontraré algo. ¡Ay, Dios mío, tengo los pies helados!
Pero eso solo lo dice para distraerlo y mantenerlo ocupado. Aunque es verdad que tiene los pies fríos y mojados, lo dice únicamente para que él olvide la decepción por no haber encontrado vivienda. Porque ahora él le quita las medias y los zapatos, le frota los pies con una toalla y se los calienta…
—Bien —comenta satisfecho—. Ahora que han entrado en calor, no dejes de ponerte las babuchas.
—Maravilloso. Mañana seguro que encontraré algo.
—No te apures —dice él—. Un día más, no importa. Yo no me desanimo.
—Claro, claro —replica su esposa— Ya lo sé.
Pero ella sí que está a punto de desanimarse. Siempre andar y andar, ¿qué sentido tiene? Por el dinero que pueden pagar, no encontrarán nada aceptable.
Ahora se ha alejado cada vez más hacia el este y hacia el norte, casas de vecindad interminables, horrendas, repletas, malolientes, llenas de gritos. Y mujeres obreras le han abierto la puerta diciendo:
—Puede verlo, sí, pero no se lo quedará. No es lo bastante fino para usted.
Y ella escudriña la habitación con manchas en las paredes…
—Sí, hemos tenido chinches, pero ya han desaparecido, con ácido prúsico. —Una cama de hierro desvencijada… —. Si lo desea, también puede tener una alfombrilla, aunque da más trabajo… —Una mesa de madera, dos sillas, unos ganchos en la pared, se acabó—. ¿Hijo? Los que usted quiera, a mí me importa un rábano que griten unos cuantos más, yo tengo cinco…
—Pues no sé —dice Corderita, insegura—. Quizá vuelva…
—Usted no volverá, joven —dice la mujer obrera—. Sé lo que es eso, yo también tuve antes una buena habitación, a una le cuesta decidirse…
No, uno no se decide tan fácilmente. La renuncia a la propia vida es lo último… Una mugrienta mesa de madera, aquí él, allá ella, en la cama el niño berreando…
—Nunca —murmura Corderita.
Qué cansada está, cómo le duele cuando después dice en voz muy baja:
—Todavía no.
No, la mujer tiene razón, a uno le cuesta decidirse, y es bueno que así sea, porque entonces las cosas se ven desde otra perspectiva…
Un mediodía Corderita entra en una tiendecita de jabones de Spenerstrasse para comprar un paquete de detergente, media libra de jabón verde, un paquete de sosa blanqueadora…
De repente se siente mal, se le nubla la vista, logra agarrar por los pelos la persiana y se aferra a ella.
—¡Emil, ven! —grita la mujer.
Le traen a Corderita una silla, una taza de café caliente, ya vuelve a ver algo y susurra a modo de disculpa:
—He caminado tanto…
—Pues no debería. Caminar es sano, pero en exceso…
—He de hacerlo —responde Corderita desesperada—. Necesito encontrar una vivienda…
Y de pronto se torna locuaz y cuenta a los dos jaboneros su búsqueda infructuosa. Alguna vez hay que hablar, con su chico solo puede mostrarse siempre valerosa.
La mujer es alta y delgada, tiene la cara amarilla y apergaminada, y el pelo negro, parece severa. El, un tipo corpulento, colorado y orondo, permanece al fondo en mangas de camisa.
—Sí —dice él—. Sí, joven, a los pájaros los alimentan durante el invierno para que no perezcan, pero a la gente como nosotros…
—Tonterías —contesta la mujer—. No digas bobadas. Piensa. ¿No sabes nada?
—¿Qué voy a saber? —replica él—. Dependiente. Es para partirse de risa. Debería llamarse doliente.
—¿Sabes? —gruñe su mujer—, seguro que a la joven ya le han asaltado montones de pensamientos parecidos, aunque no tan malvados como los tuyos. Para eso no te necesita. Piensa un poco. ¿No sabes nada?
—¿De qué? Explícate. ¿Qué tengo que saber?
—¡Ya lo sabes, Emil! ¡Puttbreese!
—Ah, ¿te refieres a una vivienda? Así que tengo que pensar en una vivienda para la señora. Haberlo dicho.
—¿Qué hay de lo de Puttbreese? ¿Está todavía libre?
—¿Puttbreese? ¿Es que quiere alquilar? ¿Dónde?
—Donde tuvo el almacén de muebles. Ya lo sabes.
—Primera noticia que tengo. En fin, si él quiere alquilar ese cuchitril, la joven señora no podrá subir por una escalera tan estrecha. Y menos en su estado…
—¡Tonterías! —replica su mujer—. Escuche, joven, échese primero un par de horas, y después, a eso de las cuatro, baje e iremos juntas a ver a Puttbreese.
—Gracias, muchísimas gracias —responde Corderita.
—Si la joven señora —dice Emil en mangas de camisa— consigue alquilar algo allí, me como una escoba. Me zampo una de las de esparto, de las de uno cincuenta y ocho.
—Tonterías —replica la vendedora de jabón.
Luego Corderita se marcha y se tumba. Puttbreese, piensa. Puttbreese. En cuanto oí el nombre, supe que funcionaría.
Y después se duerme, muy satisfecha con su pequeño desmayo.
E
sa noche, al llegar a casa, una linterna eléctrica de bolsillo ilumina de improviso a Pinneberg y una voz grita:
—¡Alto! ¡Arriba las manos!
—¿Qué pasa? —pregunta enfurruñado, porque esa temporada está de mal humor—. ¿De dónde has sacado esa linterna?
—La necesitamos —exclama Corderita, satisfecha—. En nuestro nuevo palacio no funciona la luz de la escalera.
—¿Tenemos vivienda? —pregunta sin aliento—. Oh, Corderita, ¿de veras tenemos casa?
—¡La tenemos! —grita regocijada—. ¡Una auténtica vivienda! —Hace una pausa—. Es decir, si tú quieres, porque aún no la he alquilado en firme.
—Ay, Dios —responde consternado—. ¿Y si entretanto se la alquilan a otro?
—No lo harán —precisa tranquilizadora—. La he apalabrado para todo el día de hoy. En cuanto termines, iremos a verla. Anda, cena deprisa.
Mientras cena, no para de hacer preguntas, pero ella no suelta prenda.
—No, tienes que verla con tus propios ojos. Ay, Dios, chico, ojalá te guste…
—Bien, vamos allá —dice, y se levanta masticando todavía.
Suben por Spenerstrasse, bien cogidos del brazo, y se adentran en Alt—Moabit.
—Una vivienda —murmura él—, una auténtica vivienda para nosotros dos solos.
—Una auténtica vivienda tampoco es —precisa Corderita, suplicante—. No te asustes.
—¡Deja de torturarme!
El caso es que se topan con un cine y al lado atraviesan un portón y acceden a un patio. Hay dos tipos de patios, este es del segundo tipo, es decir, un patio de fábrica y de almacén. Una mortecina farola de gas ilumina una puerta enorme, de dos alas, similar a la de un garaje. «Almacén de muebles de Karl Puttbreese», se lee en ella.
Corderita señala un lugar en el oscuro patio.
—Ahí está nuestro retrete —explica.
—¿Dónde? ¿Dónde?
—Allí —contesta con otra seña—. Esa puertecita de ahí detrás.
—Siempre creo que me estás tomando el pelo.
—Y aquí está nuestra entrada —informa Corderita, abriendo la puerta de garaje que ostenta el nombre de Puttbreese.
—Oh, nooo —dice Pinneberg.
Entran en un almacén enorme, repleto de muebles viejos. La escasa luz de la pequeña linterna se pierde en una maraña de vigas con telarañas.
—Confío —dice Pinneberg cogiendo aliento— en que esto no sea nuestro cuarto de estar.
—Es el almacén del señor Puttbreese, que es carpintero y de paso comercia con muebles viejos —explica Corderita—. Presta atención, te lo enseñaré todo. ¿Ves esa pared negra ahí al fondo que no llega hasta el techo? Pues tenemos que subir ahí arriba.
—Vaya —dice él.
—Eso es el cine, porque habrás visto el cine, ¿verdad?
—Lo he visto —contesta reservado.
—Venga, chiquito, no pongas esa cara. Ya verás… Bueno, pues eso es el cine, y ahora vamos a subir al tejado.
Se aproximan, la linterna ilumina una estrecha escalera de madera, muy empinada, que conduce hasta la pared. No, la verdad es que se trata de una escalera muy estrecha.
—¿Ahí arriba? —inquiere dubitativo—. ¿En tu estado?
—Quiero enseñártelo —responde, comenzando la ascensión. La verdad es que hay que sujetarse con mucha fuerza—. Bueno, llegaremos enseguida.
El techo está pegadito a sus cabezas. Entran en una especie de túnel abovedado; en algún lugar de ahí abajo, en medio de las tinieblas, a mano izquierda, están los muebles de Puttbreese.
—Camina derecho detrás de mí o puedes caerte.
En ese instante Corderita abre una puerta, una verdadera puerta, enciende la luz, auténtica luz eléctrica, y le comunica:
—Ya estamos.
—Sí, ya estamos —repite Pinneberg escudriñando a su alrededor. Y después murmura—: ¡Ah, vaya, ahora comprendo…!
—Fíjate —murmura Corderita.
Son dos habitaciones, en realidad una sola, porque la puerta entre ambas se ha eliminado. Son muy bajas. Con gruesas vigas en el techo blanqueado. Ellos están en el dormitorio, dos camas, un armario, una silla y un lavabo. Nada más. Sin ventanas. Pero enfrente hay una bonita mesa redonda, un enorme sofá negro de hule con botones blancos, un secreter y un costurero. Todos muebles antiguos de caoba, y también una alfombra. Parece muy confortable. Las ventanas cuentan con bonitas cortinas blancas. Son tres, muy pequeñas, con los cristales divididos en cuatro.
—Y ¿dónde está la cocina? —pregunta él.
—Aquí —responde ella golpeando la cocina de hierro de dos fogones.
—¿Y el agua corriente?
—Todo está aquí, chico. —Y resulta que entre el secreter y la cocina hay un grifo y una pila.
—Y ¿cuánto cuesta esto? —pregunta dudando todavía.
—Cuarenta marcos —le informa ella—. Es decir, en realidad nada.
—¿Cómo que en realidad nada?
—Presta atención. ¿Has entendido lo de subir aquí arriba con la escalera y que las habitaciones estén colocadas de una forma tan estrambótica?
—Pues no —reconoce él—. Ni idea. Seguramente al arquitecto le faltaba un tornillo. Dicen que hay muchos así.
—De eso nada —replica su mujer con vehemencia—. Esto que ves fue un día una auténtica vivienda, con cocina, baño, entrada y todo. Y aquí arriba subía una escalera como es debido.
—Y ¿por qué desapareció todo eso?
—Porque inauguraron el cine. La sala del cine llega hasta la puerta de nuestro dormitorio. Todo lo demás desapareció para albergar dicha sala. Quedaron estas dos habitaciones y nadie supo qué hacer con ellas. Cayeron en el olvido hasta que Puttbreese volvió a descubrirlas. Fue él quien colocó la escalera de subida desde su almacén, y como necesita dinero, ahora desea alquilarlo.