Esta misma noche piensa hablarlo con Pinneberg y mañana irá a comprar, no se quedará tranquila hasta tenerlo todo en casa.
Sabe bien que él tiene otros planes, se ha dado cuenta de que pretende comprar algo, seguramente habrá pensado en su raído abrigo azul de invierno: no, ya habrá tiempo para eso, habrá tiempo para todo, pero esto hay que acabarlo.
La señora Emma Pinneberg aparta el calcetín de lana de su chico y escucha con atención. Después se palpa el vientre con mucha suavidad. Coloca un dedo aquí, luego allá. Ahí es. Ahí acaba de moverse el crío, es la quinta vez en esos días, la quinta que se ha movido. Corderita dirige una mirada desdeñosa hacia la mesa sobre la que reposa el libro
El divino milagro de la maternidad
.
—Tonterías —dice con mucha claridad, y habla en serio.
Recuerda esas frases, mezcla de erudición y sentimentalismo. «Justo hacia la mitad del embarazo comienzan los primeros movimientos del bebé en el claustro materno. Con alegre emoción y asombro siempre renovado, la futura madre escucha los delicados golpes de la criatura… »
Tonterías, vuelve a pensar Corderita. Delicados golpes… Las primeras veces pensé que me estaba pegando un pellizco de campeonato… Delicados golpes… ¡qué tontería!
Pero sonríe mientras piensa en ello. Porque da completamente igual cómo sea. Es hermoso. Maravilloso. Así que ahora el bebé ya está ahí de verdad, el crío, y ahora tiene que notar que se le espera y que se le espera con gusto, que todo está preparado para su llegada…
Corderita sigue zurciendo.
La puerta se abre una rendija y asoma la cabeza de pelo muy revuelto de la señora Mia Pinneberg.
—¿Todavía no ha llegado Hans? —pregunta por quinta o sexta vez.
—No. Todavía no —responde Corderita lacónica, porque se enfada.
—Pues son las siete y media. ¿No habrá…?
—No habrá ¿qué? —pregunta Corderita con tono cortante.
Pero la vieja es lista.
—Me guardaré muy mucho, querida nuera —ríe—. Tienes un marido modelo, claro. Él no es de los que se quedan a echar un trago el día de cobro.
—Jamás echa un trago —informa Corderita.
—Pues eso. Ya he dicho que tu marido nunca lo hace.
—Ni lo hará.
—Claro, claro.
—Ya.
La cabeza de la señora Mia Pinneberg desaparece, Corderita se ha quedado sola de nuevo.
Viaja cabra, piensa furiosa. Siempre azuzando y buscando camorra. Sin embargo, solo teme por su alquiler. Bueno, pues como cuente con cien…
Corderita sigue zurciendo.
Fuera suena el timbre. Mi chico, piensa Corderita. ¿Habrá olvidado la llave? Bah, será otra visita para mamá, que abra ella.
Pero no abre. Vuelven a llamar. Con un suspiro, Corderita sale al pasillo. En la puerta de la habitación berlinesa aparece la cara de su suegra, con las pinturas de guerra a medias.
—Si es para mí, Emma, al cuarto pequeño. Estaré lista enseguida.
—Pues claro que es para ti, mamá —contesta Corderita.
La cabeza desaparece y Corderita abre la puerta coincidiendo con el tercer timbrazo. Ante ella aparece un hombre moreno con un abrigo gris claro, sombrero en mano, sonriente.
—¿La señora Pinneberg? —inquiere.
—Vendrá inmediatamente —contesta Corderita—. ¿Quiere usted quitarse el abrigo y el sombrero mientras tanto? Aquí, en esta habitación.
El hombre se muestra un tanto confundido, parece como si no acabara de entender.
—¿No está el señor Pinneberg? —pregunta mientras se dirige al cuarto pequeño.
—El señor Pinneberg lleva mucho tiempo… —muerto, quiere decir Corderita. Pero después cae en la cuenta… y dice—: Ah, de modo que desea ver al señor Pinneberg. No está en casa. Pero llegará en cualquier momento.
—Qué raro —dice el hombre, no ofendido, sino muy satisfecho—. Porque se ha marchado de Mandel a las cuatro, no sin antes haberme invitado esta noche. Me llamo Heilbutt.
—Ay, Dios, es usted el señor Heilbutt —exclama Corderita y enmudece, como fulminada por un rayo.
Cena, piensa ella. Se ha marchado a las cuatro. ¿Dónde estará? ¿Qué tengo en casa? Y para colmo mamá se plantará aquí de un momento a otro a meter la pata…
—Sí, soy Heilbutt —insiste el hombre, muy paciente.
—Dios mío, señor Heilbutt —dice Corderita—. ¿Qué pensará usted de mí? Pero, claro, no tiene sentido que le mienta. En fin, en primer lugar pensé que usted deseaba ver a mi suegra, que también se llama Pinneberg, por supuesto…
—Cierto —dice Heilbutt con una sonrisa de satisfacción.
—Y segundo, mi chico no me ha dicho que pensaba invitarlo hoy. Por eso me he quedado tan perpleja.
—No mucho —dice tranquilizador el señor Heilbutt.
—Y tercero, no entiendo cómo ha podido marcharse de allí a las cuatro —¿por qué a las cuatro? — y que aún no haya llegado.
—Deseaba comprar algo.
—Ay, Dios, igual está comprando un abrigo de invierno para mí a saber dónde.
Heilbutt medita unos instantes.
—No lo creo —opina—. Porque podría adquirirlo en Mandel con el descuento para empleados.
—Entonces ¿qué…?
Se abre la puerta, y la señora Mia Pinneberg se dirige a Heilbutt, sonriendo y alegre.
—Supongo que es usted el señor Siebold, que hoy ha telefoneado por mi anuncio. Podría pedirte, Emma, que…
Pero Emma insiste:
—Es el señor Heilbutt, mamá, un colega de Hannes, que ha venido a visitarme.
La señora Pinneberg sonríe radiante.
—¡Oh, claro! Disculpe. Encantada, señor Heilbutt. ¿Trabaja también en la confección?
—Soy vendedor —informa Heilbutt.
Y Corderita, al oír girar la llave fuera:
—Seguro que ese es mi chico.
Por supuesto que lo es: está en el pasillo con uno de los extremos del tocador en la mano y el aprendiz de Camas Himmlisch en el otro extremo.
—Buenas noches, mamá. Buenas noches, Heilbutt, me alegro de que ya esté aquí. Buenas noches, Corderita. Sí, lo estás viendo, nuestro tocador. En Alexanderplatz ha estado a punto de atropellarnos un autobús. Os aseguro que he sudado la gota gorda hasta llegar aquí. ¿Puede abrir alguien la puerta de nuestra habitación?
—¡Pero chico!
—¿Ha traído usted mismo este chisme hasta aquí, Pinneberg?
—Yo en persona —contesta Pinneberg, radiante—.
I myself with this… How do you call him
? ¿Aprendiz?
—Un tocador —dice, regocijada, la señora Pinneberg—. Pues os debe de sobrar el dinero, hijos míos. ¿Quién necesita hoy un tocador con tanto peinado a lo
garçon
?
Pero Pinneberg no escucha. Ha conseguido ese chisme luchando de verdad, apoyando y empujando por en medio del barullo callejero de Berlín. Ninguna consideración presupuestaria nubla de momento su mente.
—Ahí, en ese rincón, maestro —dice al mocoso del aprendiz—. Un poco ladeado. Así la luz es mejor. Deberíamos poner encima una lámpara. Bueno, maestro, ahora bajemos a por el espejo. Disculpadme un momento… Esta es mi mujer, Heilbutt —informa, radiante—. ¿Le gusta?
—El espejo puedo subirlo solo, señor —precisa el aprendiz.
—Es encantadora —contesta Heilbutt.
—¡Pero chico! —Corderita ríe.
—¡Este está hoy completamente trastornado! —explica la señora Mia Pinneberg.
—¡Ni hablar! ¡A ver si te caes por las escaleras con ese objeto tan caro! —y con un susurro misterioso—: Solo el espejo, cristal auténtico, tallado, cuesta cincuenta marcos.
Desaparece con el chico. Los que quedan atrás se miran.
—En fin, no deseo molestar más —dice la señora Pinneberg—. Además, tendrás que ocuparte de la cena, Emma. ¿Puedo echarte una mano?
—¡Ay, Dios, la cena! —exclama Corderita desesperada.
—Como te he dicho —comenta su suegra al salir—, te ayudaré complacida.
—Vamos, no se preocupe —dice Heilbutt poniendo su mano sobre el brazo de Corderita—. Que no he venido aquí por la cena.
La puerta se abre y reaparece Pinneberg con el chico.
—Bueno, ahora prestad mucha atención, pues es cuando de verdad va a llamar la atención. Bueno, levántalo un poco, chico. ¿Tienes los tornillos? Espere. —Atornilla y suda mientras habla sin parar—: Encended otra luz. Así… tiene que haber mucha luz. No, por favor, Heilbutt, se lo ruego, no se acerque ahora. La primera que tiene que reflejarse en el espejo, antes de todos nosotros, es Corderita. Yo tampoco me he mirado todavía, siempre he dejado la manta encima. Toma, chico, la propina. ¿Conforme? Pues, hala, lárgate, el portal aún estará abierto. Buenas noches. Corderita, hazme un favor. No tienes que avergonzarte por Heilbutt, ¿no es así, Heilbutt?
—¡Desde luego que no! Por mi causa…
—Entonces, ponte por encima el albornoz. Solo échatelo por encima. Por favor, por favor. Siempre te he imaginado reflejándote en el espejo con tu albornoz. Me gustaría ser el primero en verlo… Por favor, Corderita…
—Chico, chico —contesta ella emocionada, como es natural, por tanto fervor—. Ya ve usted, Heilbutt, no hay nada que hacer. —Y coge del armario ropero su albornoz.
—A mí no me importa —informa Heilbutt—. Me gusta ver esas cosas. Además su marido tiene razón: todo espejo debería empezar reflejando algo muy bonito…
—Calle, calle —Corderita deniega con un gesto.
—Pero le aseguro que…
—Corderita —dice Pinneberg, contemplando alternativamente a su mujer en persona y en el espejo—. Corderita, he soñado con esto y ahora se ha cumplido mi sueño. Heilbutt, ellos pueden tratarnos mal y pagarnos una porquería, y nosotros ser una basura para ellos, para los peces gordos de ahí arriba…
—Y es lo que somos —interviene Heilbutt—. Nosotros no importamos…
—Claro —coincide Pinneberg—. Siempre lo he sabido. Pero esto no pueden arrebatárnoslo. Que se vayan al cuerno con toda su palabrería. Pero que yo vea aquí a mi mujer con su albornoz en el espejo, eso no pueden arrebatármelo.
—Bueno, ¿he posado ya lo suficiente? —pregunta Corderita.
—¿Es bueno el espejo? ¿Favorecedor? —Y explica a Heilbutt—: En algunos espejos pareces un cadáver acuático, tan verde, pero yo todavía no he visto ninguno. En otros, anchísimo, y en otros tan polvoriento… Pero este espejo es bueno, ¿verdad Corderita?
Llaman, la puerta se entreabre y aparece la cabeza de la señora Pinneberg.
—¿Tienes un momento, Hans?
—Voy enseguida, mamá.
—Pero no tardes, por favor, necesito hablarte con urgencia. —La puerta vuelve a cerrarse.
—Seguro que mamá quiere el alquiler —comenta Corderita explicativa.
Pinneberg parece muy sombrío.
—¡A mamá, que la zurzan!
—¡Pero chico!
—¡Que no se dé tanta importancia! —replica irritado—. Ya recibirá su dinero.
—Es que pensará que tenemos un montón de dinero por haber comprado el tocador. Lo cierto es que se debe de ganar bien en Mandel, ¿me equivoco, señor Heilbutt?
—¿Bien? —inquiere, vacilante, el señor Heilbutt—. Bueno, hay opiniones muy diferentes al respecto. De todas maneras, yo diría que un tocador así seguro que cuesta sesenta marcos…
—Sesenta… Está usted loco, Heilbutt —dice Pinneberg excitado. Después, al notar que Corderita lo mira—. Perdone, Heilbutt, usted no puede saber… —Y en voz muy alta—: Y ahora declaro que no hablaremos más de dinero el resto de la noche, de manera que ahora iremos los tres a la cocina a preparar la cena. Yo al menos tengo hambre.
—Muy bien, chico —dice Corderita, sin dejar de mirarlo—. Como tú quieras.
Y se van a la cocina.
E
s de noche. Los Pinneberg se acuestan, su visitante se ha marchado. Pinneberg se desviste despacio y pensativo mientras mira de vez en cuando a Corderita, que se desnuda en un santiamén. Pinneberg suspira hondo y luego dice con sorprendente animación:
—¿Qué te ha parecido Heilbutt?
—Oh, muy bien —contesta Corderita, pero en ese «muy bien» Pinneberg se da cuenta de que su esposa no tiene intención de hablar de Heilbutt. Pinneberg respira hondo.
Corderita, tras ponerse el camisón, se quita las medias sentada en el borde de la cama. Las coloca sobre uno de los armaritos laterales del tocador. Pinneberg repara, entristecido, en que ella ni siquiera se da cuenta de dónde acaba de dejar las medias.
Pero Corderita aún no se acuesta.
—¿Qué le has dicho a mamá del alquiler? —pregunta de repente.
Pinneberg se siente un poco abochornado.
—¿Del alquiler…? Oh, nada. Que ahora no tengo dinero.
Pausa.
Corderita suspira. Se tumba con energía en la cama, se tapa con la manta y pregunta:
—¿Es que no quieres darle nada?
—No sé. Sí, claro. Pero ahora no.
Corderita enmudece.
Pinneberg ya está en pijama. Como la llave de la luz está al lado de la puerta y no puede ser accionada desde la cama, una de las obligaciones conyugales de Pinneberg es apagar la luz antes de meterse en la cama. Por otra parte a Corderita le apetece darse el beso de buenas noches con luz. Le gusta ver mientras tanto a su chico. Así que Pinneberg tiene que rodear la ancha cama principesca hasta llegar a la cabecera, darle el beso de buenas noches, después acercarse a la puerta, apagar la luz y por último meterse en el lecho.
El beso de buenas noches a su vez se divide en dos partes, la de él y la de ella. La masculina es muy constante: tres besos en la boca de ella. La suya cambia mucho: o bien coge entre sus manos la cabeza de su chico y la besa a conciencia; o le pasa el brazo por el cuello, atrae la cabeza hacia sí y la sujeta con fuerza mientras le estampa un beso muy largo; o estrecha contra su pecho su cabeza y le acaricia los cabellos.
Él procura casi siempre ocultar virilmente lo pesadas que le parecen esas prolongadas muestras de ternura, y al mismo tiempo nunca percibe con mucha claridad hasta qué punto ella se da cuenta y si su frialdad no la impresiona nada.
Hoy preferiría haber superado ya el besuqueo de buenas noches, durante un instante incluso sopesa la idea de «olvidarlo» sin más. Pero eso, al final, solo complicaría más el asunto. Así que, afectando la mayor indiferencia posible, rodea la cama, bosteza con ganas y dice:
—Estoy muerto, cielo. Mañana tengo que trabajar como una bestia. ¡Buenas noches! —Y al momento le da sus tres besos.
—Buenas noches, chico —contesta Corderita, besándolo con fuerza una vez—. Que descanses.