—Usted, señor Pinneberg, ha sido contratado en nuestra filial de Breslau. ¿Viene usted de Breslau, verdad?
Nuevos susurros y el señor Lehmann vuelve a demostrar satisfacción.
—En el departamento de confección de caballero, donde trabajará usted, ninguno de los empleados procede de Breslau, qué casualidad, ¿verdad?
Pinneberg murmura.
—Bien. Empezará mañana temprano. Se presentará a las ocho y media a la señorita Semmler, aquí al lado, para firmar el contrato y recibir el reglamento de la empresa. La señorita Semmler le informará. Buenos días.
—Buenos días. —Pinneberg se despide con una reverencia.
Se dirige de espaldas a la puerta. Ya tiene el picaporte en la mano, cuando el señor Lehmann dice en unos susurros que resuenan en la enorme estancia:
—Salude a su padre de mi parte. Cuéntele que lo he contratado. Diga a Holger que estaré libre la noche del miércoles. Buenos días, señor Pinneberg.
Sin estas frases finales Pinneberg no habría sabido que el señor Lehmann también sabe sonreír, una sonrisa forzada la suya, pero sonrisa al fin y al cabo.
P
inneberg vuelve a salir a la calle. Está cansado, tan cansado como si hubiera trabajado todo el día hasta el límite de sus fuerzas, como si hubiera estado en peligro de muerte y se hubiera salvado por los pelos, como si hubiera sufrido un shock. Sus nervios han gritado, quejumbrosos, y ahora permanecen desmadejados y no dan más de sí. Pinneberg empieza a moverse muy lentamente y regresa a casa.
Es un genuino día de otoño, en Ducherow haría mucho viento, un viento constante en la misma dirección. Allí, en Berlín, es un viento turbulento que juega con las esquinas, de un lado a otro, y con nubes presurosas hacia las que no se levanta la vista, por entre las cuales se cuela de vez en cuando un rayito de sol. El pavimento está entre mojado y seco, pero no tardará en mojarse más antes de haberse secado del todo.
Total, que Pinneberg tiene ahora un padre, un padre de verdad. Y como el padre se llama Jachmann y el hijo Pinneberg, el hijo es un hijo ilegítimo. Pero seguro que esa circunstancia le ha beneficiado con el señor Lehmann. Pinneberg se imagina cómo le habrá referido Jachmann a Lehmann ese pecado juvenil. Lehmann tiene pinta de viejo cabrón. Y ahora a Pinneberg, gracias al bruto de Jachmann, ha vuelto a sonreírle la suerte; es de Breslau, procede de una filial y ha conseguido un empleo. Los informes no sirven de nada. La laboriosidad no sirve de nada, ni la decencia, ni la humildad… pero un tipo como Jachmann ¡sí!
Pero ¿qué demonios es?
¿Qué aconteció anoche en el piso? Risas y algazara, seguro que bebieron. Corderita y el chico yacían en su cama principesca, fingiendo que no oían nada. No hablaron de esa cuestión, al fin y al cabo es su madre, pero
kosher
, lo que se dice
kosher
no es.
Bueno, Pinneberg fue una vez atrás, el váter está allí, para ir a él hay que cruzar la habitación berlinesa,
[3]
porque los Pinneberg viven delante. Bueno, la verdad es que esa habitación es muy confortable, cuando solo luce la lámpara en forma de seta y todo el grupo se sienta en los dos grandes sofás. Esas damas, muy jóvenes, muy elegantes, muy finas, y esos holandeses —a decir verdad deberían ser rubios y gordos—, pero esos eran morenos y muy altos… Todos ellos estaban congregados allí, bebiendo vino y fumando. Y Holger Jachmann iba de un lado a otro en mangas de camisa, faltaría más, y en ese momento decía:
—Nina, no seas melindrosa. La afectación me asquea. Unas palabras que no sonaban tan amables y joviales como todas las que pronunciaba Jachmann.
Y entre todo aquello la señora Mia Pinneberg. Aunque lo cierto es que no desentonaba, se había arreglado de maravilla y parecía poco, muy poco mayor que las chicas jóvenes. Ella había participado, de eso no cabía la menor duda, pero ¿qué hacían toda la noche hasta las cuatro? Vale, durante horas había reinado el silencio, roto solo por un leve murmullo lejano, y de repente otro cuarto de hora de esos estallidos de alegría. Bien, cartas de
écarté
, así que jugaban a las cartas, jugaban a las cartas como negocio, con dos chicas jóvenes pintadas, Claire y Nina, y tres holandeses, para los que en realidad habría que haber llamado a Müllensiefen, pero al final también bastaban las artes de Jachmann. ¡Claro, Pinneberg! Claro, así es, a pesar de que, como es lógico, también puede ser de otra manera…
¿Por qué? Si Pinneberg conoce a alguien, es a su madre. No en vano ella se enfurece cuando él menciona, aunque sea de pasada, el garito de entonces. Porque lo de ese garito fue distinto, no sucedió hace diez años, sino hace cinco, y él, en lugar de limitarse a mirar a través de la cortina, estaba sentado en una mesa como Dios manda y, tres mesas más allá, la señora Mia Pinneberg. Pero ella no lo vio, tan mal estaba ya. Vigilante de un bar… Ella misma habría necesitado vigilancia, y si al principio no pudo negarlo todo, sino que se inventó una ocurrencia disparatada sobre una fiesta de cumpleaños, más tarde también esa fiesta, con todas sus bebidas y besuqueos, quedó relegada al olvido, reprimida, negada; él solo había mirado a través de la cortina y su madre era una buena y enérgica vigilante del bar. Eso aconteció entonces… y, en consecuencia, ¿qué cabía esperar hoy?
¡Claro, Pinneberg!
Así que esto era el Kleiner Tiergarten, Pinneberg lo conoce desde niño. Nunca fue muy bonito, imposible de comparar con su hermano mayor, ubicado al otro lado del Spree, apenas es una mísera franja de verdor. Pero aquel uno de octubre, entre mojado y seco, entre nublado y soleado, muy ventoso y con abundantes y feas hojas de color amarillo parduzco, parece especialmente desolador. No está vacío, por supuesto que no. Allí hay masas de personas, con ropas grises, caras macilentas, parados que esperan, ni ellos mismos saben qué, pues ¿quién espera todavía trabajo…? Están ahí quietos, sin ninguna meta, en las casas también están mal, ¿por qué no iban a estar ahí quietos? No tiene ningún sentido ir a casa, uno ya llega a ese hogar de manera completamente espontánea y demasiado pronto.
Pinneberg tendría que marcharse a casa. Estaría bien irse a casa enseguida, seguro que Corderita espera. Pero se queda ahí parado entre los desempleados, da unos pasos y vuelve a detenerse. Por su aspecto, Pinneberg no es uno de ellos, va hecho un pincel. Lleva el abrigo de invierno color tabaco, ese se lo dejó Bergmann por treinta y ocho marcos. Y el sombrero hongo negro, también de Bergmann, estaba ya un poco pasado de moda, el ala era demasiado ancha, digamos tres veinte, Pinneberg.
Así que por su atuendo Pinneberg no parece un desempleado, pero en su fuero interno…
Acaba de estar con Lehmann, jefe de personal de los grandes almacenes Mandel, ha solicitado un empleo y lo ha obtenido, ha sido una sencillísima transacción comercial. Pero Pinneberg piensa en cierto modo que a consecuencia de esa transacción, y pese a que acaba de convertirse de nuevo en un asalariado, se siente mucho más cercano a los que ganan poco que a los que ganan mucho. Es uno de ellos, cualquier día puede suceder que esté allí como ellos, sin poder hacer nada al respecto. Nada lo protege de ello.
Ay, él es uno más entre millones, los ministros lo arengan, lo exhortan a asumir privaciones, a comportarse como un buen alemán, a guardar su dinero en la caja de ahorros y a votar al partido conservador.
Él lo hace o no, según, pero no cree una palabra, nada en absoluto. En lo más profundo de su alma piensa: todos esos quieren algo de mí, pero no quieren nada para mí. Les importa un pimiento que reviente o no, que pueda ir al cine o no; les importa un bledo que Corderita se alimente ahora como es debido o atraviese dificultades, que el crío sea feliz o desgraciado… ¿A quién le importa todo eso?
Y estos, todos los que están aquí, en el Kleiner Tiergarten, un auténtico zoológico a pequeña escala, las bestias del proletariado inofensivas, muertas de hambre, desesperanzadas, a esos al menos les va igual. ¡Tres meses sin trabajo y adiós abrigo color tabaco! ¡Adiós progreso! A lo mejor la noche del miércoles Jachmann y Lehmann se pelean y de repente no valgo nada. ¡Adiós!
Estos de aquí son los únicos compañeros, aunque ellos también me hacen algo, me llaman pijo y proleta de cuello duro, pero eso es pasajero. Yo sé mejor que nadie lo que vale eso. Hoy, solo hoy, gano dinero, mañana, ay, mañana estaré cobrando el subsidio de paro…
A lo mejor todo esto es demasiado nuevo con Corderita, pero cuando estás aquí y miras a esta gente, apenas piensas en ella. Además tampoco podrás contarle nada de estas cosas. No lo comprende. Aunque es dulce y mucho más resistente que él, ella no se quedaría ahí parada, ha visitado las oficinas del SPD y de la Asociación General de Empleados, pero solo porque su padre estaba allí; en realidad su corazón pertenece al Partido Comunista. Corderita alberga unas cuantas ideas sencillas: que la mayoría de las personas solo son malas porque las hacen malas, que no hay que condenar a nadie porque nunca se sabe lo que haría uno mismo, que la gente importante piensa siempre que la gente humilde no siente ni padece… Su mujer lleva esas cosas, sin elaborar, en su interior. Siente simpatía por los comunistas.
Por eso no se le puede contar nada a Corderita. Ahora he de reunirme con ella y comentarle que tengo trabajo, que hay que alegrarse. Y yo me alegro de verdad. Pero detrás de la alegría late el miedo: ¿durará?
No. Claro que no. Así que: ¿cuánto durará?
S
on las nueve y media de la mañana del día treinta y uno de octubre. Pinneberg ordena pantalones grises a rayas en el departamento de confección de caballero de Mandel.
—Dieciséis cincuenta… dieciséis cincuenta… dieciséis cincuenta… dieciocho noventa… Demonios, ¿dónde están los pantalones de diecisiete setenta y cinco? ¡Todavía nos quedaban pantalones de ese precio! Seguro que el tarambana de Kessler ha vuelto a cambiarlos de sitio. ¿Dónde están los pantalones…?
Algo más adentro, los aprendices Beerbaum y Maiwald cepillan abrigos. Maiwald es deportista y también el período de aprendizaje como vendedor del departamento de confección puede considerarse deporte. El último récord de Maiwald ha consistido en el cepillado impecable de ciento nueve abrigos por hora, aunque con excesivo ímpetu. Un botón de galalita se rompió y Jänecke, el sustituto, le cantó las cuarenta a Maiwald.
Kröpelin, el director del departamento, seguro que habría guardado silencio. Kröpelin comprendía que era normal que ocurriera algún incidente. Pero Jänecke, el sustituto, no podría convertirse en jefe de departamento cuando Kröpelin dejara de serlo, así que tenía que ser duro, diligente y pensar siempre en el bien de la empresa.
Los aprendices cuentan en voz muy alta:
—Ochenta y siete, ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa…
Así que Jänecke aún no está a la vista. Kröpelin tampoco se ha dejado ver. Estarán discutiendo con el encargado de compras por los abrigos de invierno; necesitan imperiosamente mercancía nueva, en el almacén ya no quedan gabardinas azules.
Pinneberg busca los pantalones de diecisiete setenta y cinco. Podría preguntar a Kessler, está haciendo algo a diez metros de él, pero no le cae bien. Porque cuando Pinneberg se incorporó, Kessler manifestó en tono bien audible:
—¿Breslau? ¡Conocemos de sobra ese chanchullo, seguro que este es otro esqueje del tronco de Lehmann!
Pinneberg prosigue la clasificación. Para tratarse de un viernes es un día muy tranquilo. Solo ha venido un cliente, que ha comprado un mono. Como es natural, la venta ha sido obra de Kessler, que se ha adelantado a pesar de que le tocaba el turno a Heilbutt, el primer vendedor. Pero Heilbutt es un caballero y no hace caso de algo así; además, Heilbutt vende bastante y, sobre todo, sabe que cuando se presenta un caso difícil, Kessler recurre a él en demanda de ayuda. A Heilbutt le basta y le sobra con eso. A Pinneberg no, pero Pinneberg no es Heilbutt. Pinneberg puede enseñar los dientes, Heilbutt es demasiado elegante para hacerlo.
Heilbutt, ahora detrás del mostrador, hace cuentas. Pinneberg lo observa, sopesando si no debería preguntar a Heilbutt dónde hallar los pantalones que faltan. Sería un buen motivo para entablar conversación con Heilbutt, pero Pinneberg se lo piensa mejor: no, mejor no. Ha intentado un par de veces conversar con Heilbutt, este ha mostrado siempre una impecable cortesía, pero en cierto modo la conversación se ha congelado.
Pinneberg no quiere ser inoportuno, sobre todo porque admira a Heilbutt. Tiene que surgir con naturalidad, ya llegará el momento. Al mismo tiempo tiene la fantástica idea de invitar a Heilbutt, ese mismo día a ser posible, al piso de Spenerstrasse. Tiene que enseñar a Heilbutt a su Corderita, pero sobre todo tiene que enseñar a Corderita a Heilbutt. Debe demostrar que no es un vendedor corriente y moliente, él cuenta con Corderita. ¿Quién de los demás tiene algo igual?
Lentamente llega vida a la tienda. Hace un momento todavía estaban todos por ahí, mortalmente aburridos, dedicándose a labores de oficio, pero ya han comenzado a vender. Wendt está manos a la obra, Lasch vende, Heilbutt vende. Kessler tampoco ha podido esperar, en realidad le habría tocado el turno a Pinneberg. Pero este también tiene ya un cliente, un hombre joven, un estudiante. Sin embargo, Pinneberg no ha tenido suerte: el estudiante con cicatrices de duelo exige sin rodeos una gabardina azul.
Una idea pasa por la mente de Pinneberg a la velocidad del rayo: en el almacén no queda ninguna. El cliente no se dejará engatusar. Kessler sonreirá sardónico si fallo. Tengo que hacerlo…
El estudiante ya se ha situado frente a un espejo.
—Una gabardina azul, desde luego. Un momento, por favor. ¿Y si nos probásemos primero este abrigo?
—Yo no quiero un abrigo —explica el estudiante.
—No, por supuesto que no. Es solo por la talla. Si el señor quisiera tomarse la molestia. Vea… ¿extraordinario, verdad?
—Bueno —dice el estudiante—. No me queda nada mal.
Y ahora enséñeme la gabardina azul, por favor.
—Sesenta y nueve con cincuenta —comenta Pinneberg como de pasada, tanteando—, es una de nuestras ofertas estrella. El invierno pasado el abrigo costaba noventa. Forro entretejido, pura lana…