—Un poco de lluvia vendría bien —coincide en el acto Jachmann—. Pero desde luego no en fin de semana, ¿no cree?
—¡No, claro que no! —contesta Pinneberg— En fin de semana, ¡no!
Y ahí se acaba todo. No se le ocurre nada. Mira una vez de soslayo a Jachmann, le parece que ya no muestra la brillante viveza de antes. Y también él mira tenso a la espalda gris.
—Cielos, diga algo, Pinneberg —replica Jachmann nervioso—. Tiene que contarme algo. Si yo no hubiera estado medio año sin ver a alguien, tendría cosas que contarle.
—Pues ahora es usted el que ha pronunciado mi nombre —constata Pinneberg—. ¿Adónde nos dirigimos en realidad?
—¡Pues a su casa! ¿Adónde si no? ¡Le estoy acompañando!
—En ese caso habríamos debido doblar a la izquierda —comenta Pinneberg—. Ahora vivo en Alt—Moabit.
Jachmann se irrita.
—Entonces, ¿por qué no tuerce a la izquierda?
—Pensaba que debíamos seguir al hombre de gris…
—¡Dios mío! —exclama el gigante—. ¿Es que no se entera usted de nada?
—No —reconoce Pinneberg.
—En fin, camine usted como si se dirigiera a su casa. Ya se lo contaré. Y ahora, converse conmigo.
—En ese caso tenemos que doblar a la izquierda —informa Pinneberg.
—Estupendo, entonces camine, hombre —replica Jachmann, malhumorado—. ¿Qué tal su mujer?
—Hemos tenido un hijo —cuenta Pinneberg, desesperado—. Ella está bien. ¿No podría decirme qué demonios ocurre, señor Jachmann? Me siento cada vez más tonto.
—Diantre, acaba de mencionar mi nombre —reniega Jachmann—. Ahora seguro que nos seguirá. ¡Vamos, hombre, al menos no vuelva la cabeza!
Después de ese estallido, Pinneberg calla y Jachmann también. Recorren una manzana, doblan una esquina, pasan junto a otro bloque, cruzan una calzada y se encuentran en el acostumbrado camino de regreso a casa.
El semáforo en rojo les obliga a esperar.
—¿Lo ve todavía? —pregunta Jachmann tenso.
—Pensaba que no tenía que… No, ya no lo veo. Antes ha seguido andando todo recto.
—¡Acabáramos! —exclama Jachmann con tono de alivio y satisfacción—. Me he equivocado. Y es que a veces uno ve fantasmas.
—¿No puede contarme, señor Jachmann…? —comienza a decir Pinneberg.
—Nada. Es decir, más tarde. Más tarde, naturalmente. Ahora queremos primero ir a su casa. A ver a su mujer. ¿Tiene un hijo? ¿O es hija? ¡Magnífico! ¡Excelente! ¿Y fue todo bien? Claro, claro. ¡Con semejante mujer! ¿Sabe, Pinneberg?, nunca entendí que su madre tuviera un hijo, eso debió de ser un error del cielo, no solo de las fábricas de caucho. Bueno, perdone. Usted ya me conoce. ¿Dónde hay por aquí una floristería? Porque pasaremos por una floristería, ¿no? ¿O su mujer prefiere los bombones?
—De veras, no es necesario, señor Jachmann…
—Lo sé, joven, pero yo decido lo que es necesario. —¡Oh, cómo se ha animado Jachmann de repente! —. ¿Flores y bombones? Eso ablanda el corazón de cualquier mujer. Bueno, el de su madre no, no hablemos de eso, se trata de un caso diferente. Decidido, flores y bombones. Espere, entraré aquí mismo.
—En serio, no tiene que…
Pero Jachmann ya ha desaparecido en la confitería. Reaparece a los dos minutos.
—¿Tiene idea de qué tipo de bombones le gustan a su mujer? ¿Guindas al coñac?
—El alcohol está descartado, señor Jachmann —le reprocha Pinneberg—. Mi mujer está amamantando.
—Ah, ya. Por supuesto. ¿Y cómo es que está amamantando? Ay, sí, al niño. ¡Claro! Y entonces ¿no se comen bombones de guindas al coñac? Pues no lo sabía, la verdad. Esta vida es una de las más duras, se lo aseguro. —Y vuelve a entrar hablando en la tienda.
Al cabo de un rato reaparece con un paquete muy voluminoso.
—¡Señor Jachmann! —exclama Pinneberg sobresaltado—. ¡Es demasiado! No sé si le parecerá bien a mi mujer…
—¿Por qué? No es necesario comérselo todo de una sentada. Es que no conozco sus gustos. Hay tantas variedades. Ahora preste atención cuando veamos alguna floristería…
—Olvídelo, señor Jachmann. Es completamente innecesario.
—¡Innecesario! ¡Pero qué cosas se le ocurren a un hombre tan joven! ¿Sabe usted siquiera lo que es innecesario?
—¡Que encima lleve flores a mi mujer!
—No, innecesario es lo que no se necesita. Hay un chiste al respecto, pero prefiero no contárselo, usted no comprende esas cosas. Vaya, he ahí una floristería… —Jachmann se detiene meditabundo—. ¿Sabe?, no le llevaré nada guillotinado a su mujer, nada de cadáveres de flores, prefiero una planta en una maceta. Le pega más a una mujer joven. ¿Sigue tan rubia?
—¡Por favor, señor Jachmann!
Pero su interlocutor ya se ha ido y transcurre un buen rato antes de que aparezca.
—Una tienda de flores así, señor Pinneberg, estaría bien para su mujer. Debería montarle una. En alguna zona elegante, donde esos micos sepan apreciar que les atienda una mujer hermosa.
—Bueno, señor Jachmann, eso de que mi mujer es hermosa… —replica Pinneberg muy confundido.
—¡No diga tonterías, Pinneberg, no hable de lo que no entiende! No sé, la verdad, ¿entiende usted de algo? Belleza… Usted seguramente creerá en la belleza cinematográfica, carne con la manicura por fuera y por dentro codicia y estupidez, ¿verdad?
—Hace una eternidad que no voy al cine —confiesa Pinneberg con cierta melancolía.
—¿Por qué? Al cine hay que ir continuamente, a ser posible todas las noches, todo el tiempo que uno resista. Eso te infunde confianza en ti mismo, a mí nadie me tose, los demás son todos diez veces más tontos… Así que vámonos al cine. ¡Enseguida! ¡Esta noche! ¿Qué echan? Espere, en la próxima columna anunciadora…
—Pero antes —Pinneberg exhibe una sonrisa sardónica— ¿no le iba a poner usted una floristería a mi esposa?
—Por supuesto. En realidad es una idea magistral. Ese dinero seguro que rinde buenos intereses. Pero… —respira hondo, se coloca en un brazo dos macetas de flores y una caja de bombones, y con el otro se cuelga de Pinneberg—, pero no es posible, joven. Estoy en un apuro…
Pinneberg se enfada.
—¡Entonces deje de vaciar tiendas para nosotros!
—¡No diga bobadas! No es una cuestión económica. Tengo dinero a espuertas. Todavía. Pero estoy en un apuro. De otra índole. Más tarde hablaremos de ello. Se lo contaré a usted y a su Corderita. Solo una cosa… —inclinándose hacia Pinneberg, susurra—, su madre es un buitre.
—Siempre lo he sabido —replica Pinneberg con voz gélida.
—Bah, usted todo lo entiende mal —dice Jachmann soltándose de su brazo—. Un buitre, un verdadero bicho, pero una mujer maravillosa… No, de momento no hay nada que hacer con la floristería…
—¿Por culpa del barbudo vestido de gris? —insinúa Pinneberg.
—¿A qué se refiere? ¿Qué hombre de gris? —Jachmann ríe—. Ay, Pinneberg, he vuelto a tomarle el pelo. ¿Es que no se ha dado cuenta?
—Pues no —contesta—. Y además, tampoco le creo.
—Entonces olvídelo. Ya lo verá. Esta noche nos iremos los tres al cine. No, esta noche es imposible, esta noche cenaremos confortablemente… ¿Qué tienen de cena?
—Patatas salteadas —informa Pinneberg— y arenque ahumado.
—¿Y de beber?
—Té.
—¿Con ron?
—¡Mi mujer no bebe alcohol!
—Es verdad. Está criando. Eso es el matrimonio. Mi mujer no bebe alcohol, así que yo tampoco. ¡Infeliz!
—Pero es que a mí no me gusta el té con ron.
—Eso se lo imagina usted porque está casado. Si estuviera soltero, le gustaría, eso solo son figuraciones de un hombre casado. Bah, no diga nada, yo nunca he estado casado, ya lo sé. Cuando estaba con una mujer y me asaltaban esos pensamientos, tomaba ron sin té…
—Ron sin té —repite Pinneberg serio.
El otro no se percata.
—Sí, eso precisamente, y entonces rompía, rompía irrevocablemente, por mucho que me costase. Así que patatas salteadas y arenque…
—Ahumado…
—Arenque ahumado y té. ¿Sabe, Pinneberg? Voy a entrar un momento en esa tienda. Será la última, se lo aseguro…
Y Jachmann desaparece en una tienda de
delicatessen
.
A la salida, Pinneberg dice con tono firme:
—Se lo repetiré una vez más, señor Jachmann…
—¿Sí? —pregunta el gigante—. Por cierto, bien podría llevarme usted un paquete.
—Démelo. El bebé no tiene más de tres meses. Todavía no ve, ni oye, ni juega con nada…
—¿Por qué me cuenta eso?
—Porque si se le ocurre la idea de entrar en alguna juguetería y comprar a mi hijo un osito de peluche o un trenecito, no me encontrará a la puerta cuando salga.
—Juguetería… —murmura Jachmann soñador—. Osito… trenecito… ¿Cómo dice esas cosas un padre? ¿No pasaremos por delante de alguna juguetería?
Pinneberg se echa a reír.
—Saldré corriendo, señor Jachmann —dice.
—Es usted un mentecato, Pinneberg —replica Jachmann con un suspiro—. ¡Siendo yo, como quien dice, su padre!
T
ras saludarse Corderita y Jachmann, este, cumpliendo con su obligación, se inclina unos instantes sobre la cuna y dice: —Como es natural, es un niño guapísimo.
—Igualito que su madre —precisa Corderita.
—Igualito que su madre —repite Jachmann.
Después, este desempaqueta, y a la vista de la copiosa cantidad de exquisitos manjares, Corderita, cumpliendo con su obligación, dice:
—No tenía que haberse molestado, señor Jachmann. Después comen (aunque no patatas salteadas y arenque ahumado) y beben (té, sí), y más tarde Jachmann, reclinándose en su silla, dice con voz apacible:
—Bien… y ahora viene lo mejor: el puro.
Con una energía desacostumbrada, Corderita contesta:
—Por desgracia, no, porque aquí no se puede fumar. Por el pequeñajo…
—¿En serio…? —inquiere Jachmann.
—Y tan en serio —contesta, tajante, Corderita. Pero cuando Holger Jachmann suspira profundamente, sugiere—: Haga como mi marido, salga un momento al techo del cine y ahúme cuanto desee. Yo les sacaré una vela.
—Hagámoslo —propone a renglón seguido Jachmann.
A continuación ambos pasean arriba y abajo, Pinneberg con su cigarrillo y Jachmann con su puro. Los dos en absoluto silencio. El resplandor de la pequeña vela colocada en el suelo ni siquiera alcanza las polvorientas vigas del techo.
Arriba y abajo. Arriba y abajo. Mudos, uno junto al otro.
Y como un cigarrillo se termina antes que un puro, Pinneberg entra deprisa un momento a ver a Corderita y consulta con ella ese caso extraordinario.
—¿Qué te ha contado? —pregunta Corderita.
—Nada de nada. Simplemente se ha venido conmigo.
—¿Te lo has encontrado por casualidad?
—No lo sé. Creo que me acechaba. Pero no lo sé.
—Todo esto me parece muy misterioso —dice Corderita—. ¿Qué querrá de nosotros?
—Ni idea. Al principio estaba obsesionado con que le seguía un hombre vestido de gris.
—¿Cómo que le seguía?
—Creo que la policía de investigación criminal. Y también se ha peleado con mamá. A lo mejor guarda relación con eso.
—Ya —dice Corderita—. ¿Y no te ha contado nada más?
—Sí. Que mañana por la noche quiere ir al cine con nosotros.
—¿Mañana por la noche? ¿Pretende acaso quedarse aquí? Pues aquí no puede pasar la noche. No tenemos cama para él y el sofá de tela encerada es demasiado corto.
—No puede quedarse, claro que no… Pero ¿y si se queda?
—Dentro de media hora daré de mamar al bebé — comenta muy decidida—. Si para entonces no se lo has dicho tú, se lo diré yo.
—Ya veremos —Pinneberg suspira y sale de nuevo para reunirse con el caminante silencioso.
Al cabo de un rato, Holger Jachmann apaga de un pisotón el resto del puro, respira hondo y dice:
—A veces me encanta pasar un rato meditando. Por lo general prefiero hablar, pero de vez en cuando media horita de meditación es maravillosa.
—Se burla usted de mí —protesta Pinneberg.
—Ni por asomo. Ni por asomo. Acabo de reflexionar sobre mi infancia…
—¿Y? —pregunta Pinneberg.
—Pues no lo sé, la verdad… —Jachmann vacila—. Creo que no me parecía nada a lo que soy hoy —silba—. A lo mejor me he equivocado con todas estas tonterías. Por lo general soy de lo más presumido. ¿Sabe?, yo empecé de criado.
Pinneberg calla.
El gigante suspira.
—En fin, no tiene sentido hablar de eso. Tiene usted toda la razón. ¿Nos reunimos de nuevo con su mujer?
Entran, y en el acto Jachmann, de un humor espléndido, comienza a lanzar el anzuelo:
—Francamente, señora Pinneberg, esta es la vivienda más loca del mundo. La de sitios que habré visto, pero uno tan estrambótico y confortable… No me cabe en la cabeza que la inspección de obras permita algo semejante.
—Es que no lo permite —comenta Pinneberg—. Vivimos aquí de extranjis.
—¿De tapadillo?
—Bueno, es que la vivienda no es una vivienda, sino un almacén. Solo el que nos ha alquilado el almacén sabe que vivimos aquí. Oficialmente vivimos delante, en casa del carpintero.
—Ya —dice Jachmann, arrastrando mucho la voz—. Entonces, ¿nadie, ni siquiera la policía, sabe que ustedes viven aquí?
—Nadie —contesta Pinneberg con énfasis, mirando a Corderita.
—Bien —asiente Jachmann—. Muy bien. —Y dirige a la estancia una mirada de ternura.
—Señor Jachmann —dice Corderita convertida en el ángel con la espada—, tengo que cambiar al niño para pasar la noche y darle de mamar…
—Muy bien —vuelve a decir Jachmann—. Nada se lo impide. Lo mejor será que después nos vayamos enseguida a la cama. Hoy no he parado de caminar y estoy cansado. Mientras tanto, me acomodaré el sofá con cojines y sillas…
El matrimonio se mira y Pinneberg se aparta, se aproxima a la ventana y tamborilea en los cristales, mientras sus hombros se estremecen.
—¡Ni se le ocurra! —exclama Corderita—. Su cama se la prepararé yo.
—Me parece genial —dice Jachmann—. Entonces presenciaré la lactancia. Siempre he querido ver algo así.
Corderita, con furiosa decisión, saca de la cuna a su hijo y comienza a desnudarlo.
—Acérquese mucho, señor Jachmann —advierte—. No pierda detalle…
El bebé empieza a berrear.
—Fíjese, estos son los llamados pañales. No huelen bien.
—Oh, no me molesta en absoluto —aclara Jachmann—. He vivido en el campo y nada ni nadie logró quitarme ni por un instante el apetito.