Pequeño hombre ¿y ahora qué? (15 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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—¡No te propases, mamá! —protesta su hijo.

Ay, Dios, qué bonito es esto, piensa Corderita. Todo es mucho mejor de lo que había pensado. Su suegra no es mala en absoluto.

—Bueno, presta atención, Corderita. Si al menos se me ocurriera primero otro nombre para ti. Lo del club nocturno fue completamente diferente. Primero, de eso hace ya al menos diez años y entonces era un club muy grande, con cuatro o cinco chicas y un camarero especialista en cócteles. Y como ellas siempre sisaban en las copas, llevaban mal la cuenta y las botellas nunca coincidían por la mañana, yo acepté el puesto por deferencia hacia el dueño. Era una especie de inspectora, una representante…

—Pero, chiquito, entonces cómo puedes…

—Eso quería contarte, cómo puede. Una vez espió en la entrada, a través de la cortina…

—¡De espiar nada!

—¡Sí que lo hiciste, Hans, no mientas! Como es lógico, a veces yo me tomaba una copa de champán con los clientes conocidos…

—De aguardiente —tercia Pinneberg con expresión sombría.

—De vez en cuando también me tomo un licor. Tu mujer también beberá, digo yo.

—Mi mujer no prueba el alcohol.

—Eres lista, Corderita. La piel no se te volverá tan flácida.

Y también es mejor para el estómago. Además, yo engordo por el licor… ¡Un horror!

—Y ¿qué reunión de negocios es la que tienes hoy? —pregunta Pinneberg.

—Míralo, Corderita. ¡Igual que un juez de instrucción! Ya era así a los quince. «¿Con qué hombre has tomado café? Había una colilla de puro en el cenicero». Tengo un hijo que para qué…

—Pero si has sido tú misma, mamá, la que ha empezado a hablar de la reunión.

—¿Ah, sí? Pues ya no diré ni una palabra al respecto. Al ver tu cara, se me quitan las ganas. En cualquier caso, estáis dispensados de asistir.

—Pero ¿qué es lo que pasa? —pregunta Corderita, desconcertada—. Si hace un momento estábamos todos tan contentos…

—Este chico siempre tiene que venirme con esas asquerosas historias del club —explica la señora Pinneberg sénior, iracunda—. Eso dura ya años y años.

—Perdona, pero no he empezado yo, sino tú —replica Pinneberg, enfurecido.

Corderita mira alternativamente a ambos. El tono de su chico le resulta absolutamente desconocido.

—Y ¿quién es Jachmann? —pregunta Pinneberg impasible ante todas esas efusiones con un tono que no trasluce la menor simpatía.

—¿Jachmann? —pregunta Mia Pinneberg, y sus ojos pálidos refulgen peligrosamente—. Jachmann es mi actual amante, me acuesto con él. Es tu padrastro actual, Hans, hijo mío, y debes tenerle respeto —suelta un resoplido—. ¡Ay, Dios, ahí está mi tienda de
delicatessen
! ¡Alto, chófer, espere!

Y al momento abandona el taxi.

—¿Lo ves, Corderita? —dice Johannes Pinneberg profundamente satisfecho—. Esta es mi madre. He querido que la conocieras enseguida. Así es ella.

—¡Pero, cómo has podido, chico! —dice Corderita, y por primera vez se siente realmente enojada con él.

Un genuino lecho principesco francés, pero demasiado caro. Jachmann no sabe de ningún empleo y Corderita aprende a pedir

L
a señora Pinneberg abre la puerta de una habitación y dice con tono triunfal:

—Bueno, este es vuestro cuarto…

Enciende la luz y el resplandor rojizo de un semáforo se mezcla con la luz de ese día de septiembre que declina. Ella había hablado de principesco. ¡Y efectivamente lo es! La cama está encima de una grada, es un lecho amplio, de madera sobredorada con angelotes. Colcha guateada de seda roja, una piel blanca sobre la grada. Encima, un baldaquino. Una cama imperial, un lecho de lujo…

—¡Ay, Dios! —exclama Corderita en su nueva casa. Luego añade suavemente—: Esto es demasiado elegante para nosotros, que somos gente corriente.

—Es auténtica —informa, orgullosa, la señora Pinneberg—. Luis XVI o rococó, ya no lo sé. Eso debéis preguntárselo a Jachmann, él me la regaló.

Se la regaló, piensa Pinneberg. Le regala camas.

—Hasta ahora lo he alquilado siempre —prosigue Mia Pinneberg—. Tiene un aspecto espléndido, pero no es del todo cómodo. Casi siempre a extranjeros. Por esta y por la habitación pequeña de enfrente me han pagado doscientos al mes. Pero ¿quién paga hoy tal suma? A vosotros os lo dejaremos en cien.

—Me es imposible pagar cien marcos de alquiler, mamá —explica Pinneberg.

—Pero ¿por qué no? Cien marcos no es mucho para una habitación tan elegante. Además, os permito utilizar el teléfono.

—No necesito teléfono ni una habitación elegante —replica Pinneberg, irritado—. Todavía no sé siquiera lo que voy a ganar y tú me pides cien marcos de alquiler…

—Bueno, tomemos un café —sugiere la señora Pinneberg apagando la luz—. Si no sabes cuánto ganarás, acaso puedas pagar cien marcos sin esfuerzo. Dejad aquí mismo vuestras cosas. Escucha, Corderita, mi asistenta, Möller, acaba de dejarme hoy en la estacada, ¿me echarás una mano con los preparativos? ¿No te importa, verdad?

—Lo haré encantada, mamá —contesta Corderita—. Con mucho gusto. Espero tener la suficiente habilidad, no soy una auténtica ama de casa.

Al cabo de un rato la imagen en la cocina es la siguiente: la señora Pinneberg sénior fuma un cigarrillo tras otro, sentada en un sillón de mimbre algo roto. Y junto al fregadero están los dos jóvenes fregando. Corderita friega, él seca. Hay muchísimo que fregar, por todas partes se ven cazuelas con restos de comida, regimientos de tazas, escuadrones de copas de vino, platos, cubiertos, cubiertos y más cubiertos… Seguro que no han fregado desde hace quince días.

La señora Pinneberg entretiene a ambos:

—Anda, que esta Möller, ya se ve lo que hace. ¡Como yo no entro nunca en la cocina, mira a lo que se dedica! No sé para qué le regalo mi caro dinero, mañana mismo la echo. Hans, hijo mío, presta un poco de atención para que no se queden pegadas hilachas del trapo en las copas de vino. Jachmann es muy quisquilloso con esas cosas; en cuanto ve una copa así, la tira contra la pared. Y en cuanto hayamos terminado de fregar, prepararemos la cena. Eso no supone gran esfuerzo; unos buenos panecillos, en alguna parte tiene que haber todavía un gran resto de asado de ternera. Dios santo, ahí viene Jachmann, él también echará una mano.

Se abre la puerta y entra el señor Holger Jachmann.

—¿A quién tenemos aquí? —pregunta perplejo clavando los ojos en los dos friegaplatos.

Jachmann es un gigante, completamente distinto a como los Pinneberg se lo imaginaban. Un hombre alto, rubio, de ojos azules, rostro fuerte, alegre, recto, hombros muy anchos; incluso ahora, en pleno invierno, va sin chaqueta ni chaleco.

—¿A quién tenemos aquí? —pregunta asombrado desde el umbral—. ¿Es que esa mala bestia de Möller ha reventado ya con el aguardiente que nos roba?

—Estupendo, Jachmann —responde la señora Pinneberg, pero permanece sentada tranquilamente—. Y tú de pie mirando. En realidad debería contabilizar con cuánta frecuencia estás de pie mirando. Y eso que te dije expresamente que esperaba a mi hijo y a mi nuera…

—No me contaste una sola palabra, Pinneberg, nada —asegura el gigante—. Es la primera vez que oigo que tienes un hijo. Y ahora además una nuera. Señora… —Corderita, junto al fregadero, con la mano mojada, recibe el primer beso en la mano de su vida—, estimada señora, encantado. ¿Fregarán siempre los platos aquí? ¡Permítame! —Le arrebata una cazuela de las manos—. Parece un caso desesperado. Aquí Pinneberg ha querido fabricar suelas de zapato en el suelo de la cocina. Si no recuerdo mal y la difunta Möller no se lo ha llevado con ella a la tumba, abajo, en el armario de la cocina, tiene que haber un detergente. Se lo agradezco, joven, más tarde brindaremos por nuestra amistad.

—Hablas demasiado, Jachmann —dice desde el fondo la señora Pinneberg—. Encizañas. Y afirmas que nunca te hablé de mi hijo. Sin embargo, le has conseguido un empleo en Mandel, tú mismo, en persona, desde el uno de octubre, que es mañana. Así eres, Jachmann.

—¿Yo? ¡Ni hablar! —Jachmann sonríe, sarcástico—. Yo no hago eso jamás, conseguir empleos en los tiempos que corren. Pinneberg, eso solo trae disgustos.

—¡Dios mío, qué hombre este! —exclama la señora Pinneberg—. Y eso que me dijiste que el asunto era perfecto, que le mandara recado.

—Pues te equivocas, Pinneberg, tú solita. Yo quizá hablase alguna vez de que acaso se pudiera hacer algo así, tengo una vaga idea de ello, pero de tu hijo seguro que no dijiste nada. Siempre tu maldita vanidad. No te he oído pronunciar la palabra «hijo» jamás.

—Vaya —murmura enfadada la señora Pinneberg.

—Y que yo dijera algo de perfecto… Yo soy muy minucioso en mis negocios, soy el hombre más recto del mundo, un verdadero pedante, así que eso queda descartado. Anteayer mismo me reuní con Lehmann, el jefe de personal de Mandel, él me habría dicho algo. No, Pinneberg, has vuelto a construir castillos en el aire.

Los dos jóvenes han terminado hace rato de fregar y los miran. A mamá, a quien el sansón llama sencillamente Pinneberg, y al gigante Jachmann, que lo desmiente todo con una tranquilidad pasmosa. Y ahora considera el caso liquidado para siempre jamás.

Pero ahí está Johannes Pinneberg. Jachmann le importa un bledo, no le presta la menor atención, no lo traga, es un embustero, piensa. Pero da tres pasos hacia su madre y dice, muy pálido y a trompicones, pero con absoluta claridad:

—Mamá, ¿significa eso que nos has hecho venir de Ducherow y gastar tanto dinero en el viaje para nada? ¿Solamente porque te habría gustado alquilar tu regia cama por cien marcos…?

—¡Chico! —exclama Corderita.

Pero el joven continúa con renovada energía:

—¿Solo porque necesitas a alguien para fregar? Corderita y yo somos pobres, seguramente aquí ni siquiera me concederán el subsidio de paro y qué… qué… —de repente empieza a sollozar—. ¿Qué demonios vamos a hacer ahora?

Escudriña la cocina a su alrededor.

—Bueno, bueno, bueno —dice su madre—, ante todo nada de llantos. Aún podéis regresar a Ducherow. Ya lo habéis oído, y tú también, Corderita: soy inocente de todo esto; este hombre, Jachmann, ha vuelto a olvidarlo. Sí, oyéndolo hablar, todo es perfecto y él, el hombre más formal del mundo, pero en realidad… Viéndolo ahí, apuesto a que se ha olvidado de que hoy Stoschussens tenía que traer a tres holandeses y de que tenía que invitar a Müllensiefen, a Claire y a Nina. Y también tenías que traer cartas nuevas para jugar al
écarté
.

—Lo que hay que oír —replica el gigante, triunfal—. Así es Pinneberg. Ella me habló de los tres holandeses y de que tenía que buscar a las chicas. ¡Pero ni palabra de Müllensiefen! Además, ¿para qué necesitamos a Müllensiefen? Yo puedo hacer de sobra lo que hace Müllensiefen.

—¿Y las cartas de
écarté
, tesoro? —pregunta la señora Pinneberg muerta de impaciencia.

—Las tengo, las tengo. Están en mi gabán. Al menos creo que estaban cuando me lo puse… Voy a mirar enseguida en el pasillo…

—Señor Jachmann —dice de pronto Corderita interponiéndose en su camino—, escuche un momento. Para usted carece de importancia que nosotros no tengamos empleo. Seguramente usted se basta a sí mismo, es mucho más listo que nosotros…

—¿Lo oyes, Pinneberg? —exclama Jachmann muy satisfecho.

—Pero nosotros somos unas personas muy sencillas. Y muy desdichadas cuando mi chico no tiene empleo. Por eso le pido que, si puede, nos consiga uno.

—Mujercita —dice el grandullón con firmeza—, sepa que lo haré. Le conseguiré un empleo a su chico. ¿De qué tiene que ser? ¿Cuánto tiene que ganar para vivir?

—Pero si estás al cabo de la calle —media la señora Pinneberg—. Vendedor en Mandel. Confección de caballero.

—¿En Mandel? Pero ¿quiere usted trabajar en semejante destroza-hombres? —pregunta Jachmann entornando los ojos—. Además, no creo que allí le paguen más de quinientos al mes.

—Estás loco —le increpa la señora Pinneberg—. ¡Quinientos un vendedor! Doscientos. Doscientos cincuenta como mucho.

También Pinneberg asiente.

—¡Ajajá! —exclama el gigante, aliviado—. Entonces dejémonos de pamplinas. Nooo, ¿sabe usted?, hablaré con Manasse, le abriremos una bonita y pequeña tienda en el viejo Oeste, algo completamente raro que no se le ocurra a nadie. Yo la estableceré, joven, y lo haré a lo grande.

—Cierra el pico de una vez —replica, irritada, la señora Pinneberg—. Estoy hasta las narices de tus establecimientos.

Y Corderita dice:

—Solamente el empleo, señor Jachmann, solamente el empleo con un salario según convenio.

—¡Si no es más que eso! Ya lo he arreglado cien veces. De modo que en Mandel. Iré a ver al viejo Lehmann, que es tan tonto que se alegra de hacerte un favor.

—Pero no lo olvide, señor Jachmann. Tiene que ser inmediatamente.

—Mañana hablaré con él. Pasado mañana empezará a trabajar su marido. Palabra de honor.

—Se lo agradecemos, señor Jachmann, se lo agradecemos de corazón.

—Todo en orden, joven señora. Todo arreglado. Y ahora quiero ir a ver esas malditas cartas de
écarté
… Juraría que me puse el gabán al salir de casa. Y después seguro que lo dejé colgado, el cielo sabe dónde. En otoño, siempre el mismo lío: no consigo acostumbrarme, se me olvida ese chisme, lo dejo colgado. Y en primavera me pongo siempre gabanes ajenos…

Jachmann desaparece en el pasillo.

—Y ese hombre dice que no se olvida de nada —comenta la señora Pinneberg con tono consolador.

Jachmann miente, la señorita Semmler miente, el señor Lehmann miente y Pinneberg también miente, pero en cualquier caso consigue un empleo, amén de un padre

E
l señor Jachmann espera a Pinneberg delante del escaparate de ropa infantil y juvenil de Mandel.

—Ah, aquí está usted. No ponga esa cara de preocupación. Todo está resuelto. No he parado de insistir a Lehmann y ahora se muere de ganas por conocerlo… ¿Les hemos molestado mucho esta noche?

—Un poco —reconoce Pinneberg con cierta vacilación—. Todavía no estamos acostumbrados. A lo mejor ha sido por el viaje. ¿No debo entrar ahora a ver al señor Lehmann?

—¡Bah, que espere el tonto de Lehmann! Se alegrará de contar con usted. Como es natural, también he tenido que engañarle de lo lindo… ¿Quién emplea hoy a una persona? Si desea averiguar algo de usted, usted no sabe nada.

—¿Me dirá lo que le ha contado? Porque he de estar al corriente.

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