Pequeño hombre ¿y ahora qué? (19 page)

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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

BOOK: Pequeño hombre ¿y ahora qué?
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Y con eso el señor Jänecke se evade para espolear a otro, y Heilbutt, siguiéndolo con la vista, dice a sus espaldas en tono audible:

—Cerdo.

A Pinneberg le parece glorioso decir cerdo así, sin más, sin pensar en las consecuencias, pero a pesar de todo se le antoja un tanto arriesgado. Heilbutt se dispone a marchar, asiente y dice:

—Bueno, Pinneberg…

—Deseo pedirle un gran favor, Heilbutt —dice Pinneberg.

Su interlocutor se queda estupefacto.

—¿Sí? Por supuesto, Pinneberg.

—¿Le gustaría visitarnos?

El asombro de Heilbutt aumenta.

—Le he hablado tanto de usted a mi mujer que le gustaría conocerlo. Cuando disponga de tiempo… Como es natural, solo para tomar un pequeño refrigerio.

Heilbutt vuelve a sonreír, pero es una sonrisa atractiva, con el rabillo del ojo.

—Por supuesto, Pinneberg. No me imaginaba que a usted le apeteciera. Iré con sumo gusto.

Pinneberg pregunta a renglón seguido:

—¿Podría ser… Le vendría bien esta misma tarde?

—¿Esta misma tarde? —Heilbutt reflexiona—. Pues he de consultar mi agenda —saca del bolsillo un cuadernito de piel—. Espere, mañana es la conferencia sobre escultura griega en la universidad popular. Ya sabe que…

Pinneberg asiente.

—Y pasado mañana es mi tarde de naturismo, porque soy miembro de una asociación naturista… La tarde siguiente he quedado con mi novia. Por lo que veo, Pinneberg, esta tarde estoy libre.

—Qué bien —balbucea Pinneberg sin aliento, entusiasmado—. Perfecto. Si quiere usted anotar mi dirección. Spenerstrasse noventa y dos, segundo.

—Señor y señora Pinneberg —anota Heilbutt—. Spenerstrasse noventa y dos, segundo. Entonces lo mejor será que tome el tren en la estación de Bellevue. ¿A qué hora?

—¿Le viene bien a las ocho? Yo me iré antes. Tengo libre desde las cuatro. Quiero comprar algo.

—De acuerdo entonces. A las ocho, Pinneberg. Llegaré unos minutos antes para que el edificio aún esté abierto.

Pinneberg cobra el salario, trata mal a un vendedor y adquiere un tocador

P
inneberg está delante de la puerta de los grandes almacenes Mandel, su mano dentro del bolsillo aferra el sobre del sueldo. Lleva trabajando allí un mes, pero durante ese período no ha tenido ni idea del salario que cobraría. Cuando le contrataron, con el señor Lehmann, bueno… se alegraba tanto de obtener un empleo que no preguntó.

Tampoco había preguntado a los compañeros.

—Es que tengo que saber lo que paga Mandel en Breslau —contestó una vez que Corderita lo apremiaba buscando claridad.

—¡Pues acude al Sindicato de Empleados Alemanes!

—Esos solo son corteses cuando quieren sacarte dinero.

—Pero es que necesitamos saberlo, chico.

—Ya lo sabremos el último día del mes. No pueden pagar menos de lo que estipula el convenio. Y el de Berlín no creo que sea malo.

Ahora depende del convenio de Berlín, que no es malo. ¡Ciento setenta marcos netos! Ochenta marcos menos de lo que esperaba Corderita, sesenta menos de sus cálculos más desfavorables.

¡Qué ladrones! ¿Se romperán la cabeza pensando en cómo tenemos que arreglárnoslas nosotros? Esos piensan solamente que otros se las apañan con menos. A cambio nosotros tenemos que obedecer y humillarnos. Ciento setenta marcos netos… Una nuez un poco dura para Berlín. El alquiler de mamá tendrá que esperar. Cien marcos… Desde luego le falta un tornillo, en ese punto Jachmann tiene toda la razón. El único problema es cómo llegarán alguna vez los Pinneberg a comprar algo. La verdad es que tendrían que darle algo a mamá, es una pesada.

Ciento setenta marcos… ¡Con el plan tan bueno que se le había ocurrido! Deseaba sorprender a Corderita.

Todo había comenzado una noche en que Corderita, señalando un rincón vacío en el dormitorio principesco, había comentado:

—¿Sabes?, ahí debería ir un tocador.

—¿Lo necesitamos? —había preguntado él, muy asombrado. Porque siempre había pensado tan solo en camas, una butaca de piel y un escritorio enorme de roble.

—Hombre, necesitar, necesitar… Pero sería bonito que yo pudiera peinarme ahí. Bueno, no me mires así, chico, se quedará en un sueño.

Así había empezado. Porque hay que ir a pasear, sobre todo en el estado de Corderita. Ahora tenían algo que ver mientras tanto: tocadores. Efectuaron largos viajes de descubrimiento, había zonas, calles laterales donde se apiñaban uno al lado de otro los carpinteros y las pequeñas fabricas de muebles. Allí se detenían diciendo:

—¡Mira ese!

—Las vetas me parecen poco armónicas.

—¿Eso crees?

Al final tenían sus preferidos, y el primero de todos se encontraba en la tienda de un tal Himmlisch en la Frankfurter Allee. La firma Himmlisch, especializada en dormitorios, parecía valorar este hecho, pues en su letrero se leía: «Camas Himmlisch. Especialidad en dormitorios modernos».

En su escaparate llevaba semanas un dormitorio, nada caro, setecientos noventa y cinco, incluyendo colchonetas, somieres y mármol genuino. Pero siguiendo la moda de la época propicia a gélidas excursiones nocturnas, sin mesillas de noche. Y de este dormitorio, de nogal caucasiano, formaba parte un tocador…

Siempre se detenían largo rato a mirarlo. Había su buena hora y media de marcha a la ida y otro tanto de vuelta. Corderita llegaba y decía:

—!Cielo santo, chico! ¡Si pudiera comprar eso creo que lloraría de alegría!

—Los que pueden comprarlo —contestaba Pinneberg en voz baja al cabo de un rato— no lloran de alegría. Pero sería bonito.

—Muy bonito —confirmaba Corderita—. Maravilloso.

Y entonces emprendían el camino de regreso. Siempre cogidos del brazo, con el brazo de él metido en el brazo de ella. Entonces nota su pecho, que va volviéndose más lleno, más turgente, en todas esas calles larguísimas con miles de personas desconocidas es como estar en casa. Sin embargo, durante esos paseos de regreso al hogar, a Pinneberg se le ha ocurrido la idea de sorprender a Corderita. Alguna vez tienen que empezar, y una vez que consigan un mueble, vendrán detrás los demás. Por eso también había pedido permiso para salir hoy a las cuatro, hoy era treinta y uno de octubre, día de cobro. No había revelado ni una palabra a Corderita, simplemente se proponía hacer enviar el mueble. Y fingiría no saber nada…

¡Pero ciento setenta marcos! Eso estaba descartado. Lisa y llanamente descartado.

A la gente le cuesta renunciar a sus sueños. Pinneberg aún no puede regresar a casa con sus ciento setenta marcos. Tiene que llegar un poco alegre. Porque Corderita cuenta con doscientos cincuenta. Se encamina a la Frankfurter Allee para despedirse y después no volver a pasar jamás frente a ese escaparate. No tiene sentido. La gente como ellos nunca podrá aspirar a un tocador, tal vez algún día les llegue para dos camas de hierro.

Se detiene, pues, ante el escaparate del dormitorio: ahí al lado está el tocador. El espejo, de marco castaño con un tono verdoso muy delicado, es rectangular. Y el armarito de debajo, con sus dos remates a derecha e izquierda, también. Es un verdadero misterio que uno acabe enamorándose de un objeto así; hay mil piezas parecidas o casi iguales, pero esta, esta, ¡esta es!

Pinneberg lo contempla largamente. Retrocede y vuelve a acercarse: sigue siendo igual de bonito. También el espejo es bueno, sería maravilloso que Corderita se sentara delante por la mañana con su albornoz blanco y rojo… Maravilloso…

Pinneberg suspira preocupado y se aparta. Nada. Nada en absoluto. Nada para ti y tus iguales. Otros lo consiguen, inexplicablemente, tú no. Vete a casa, pobrecillo, cómete tu dinero, haz lo que puedas y quieras con él, ¡esto no!

Pinneberg se gira de nuevo antes de alcanzar la próxima esquina, los escaparates de Camas Himmlisch desprenden un resplandor mágico. Él todavía distingue el tocador.

De repente, Pinneberg da media vuelta. Se dirige derecho a la puerta de la tienda sin vacilar, sin dignarse a echar un vistazo siquiera al mueble…

Y mientras lo hace, le pasan muchas cosas por la mente.

Pero si no importa, dice.

Y alguna vez hay que empezar. ¿Por qué no tenemos que tener nunca nada?

Y completamente resuelto: deseo hacerlo y lo haré, pase lo que pase, ¡quiero comportarme así alguna vez!

Un poco más empobrecido todavía, así es el estado de ánimo del ladrón, del que comete un robo y un asesinato, participa en una riña. Pinneberg, embargado por el mismo estado de ánimo, compra un tocador.

—¿Desea usted algo, señor? —pregunta el dependiente, moreno, de cierta edad, con cortinilla encima del pálido cráneo.

—Tienen un dormitorio en el escaparate —dice Pinneberg, enfurecido y con un tono muy agresivo—. Nogal caucasiano.

—Así es —contesta el dependiente—. Setecientos noventa y cinco. Una ocasión. El último de una serie. Ya es imposible fabricarlo a ese precio. Si volvemos a hacerlo, costará como mínimo mil cien.

—Y eso ¿por qué? —pregunta Pinneberg despectivo—. Los salarios bajan sin cesar…

—¡Los impuestos, señor! ¡Y las tasas de aduana! ¡No se imagina los derechos de aduana que paga el nogal caucasiano! En el último trimestre se han triplicado.

—Pues para ser tan barato lleva demasiado tiempo en el escaparate —replica Pinneberg.

—Dinero —dice el dependiente—. ¿Quién tiene dinero hoy en día, señor? —risa lastimera—. Yo no.

—Yo tampoco —replica Pinneberg con rudeza—. Y tampoco quiero comprar el dormitorio, no reuniré tanto dinero en toda mi vida. Quiero adquirir el tocador.

—¿Un tocador? Por favor, acompáñeme arriba. Los muebles sueltos los tenemos en el primer piso.

—¡Ese! —grita Pinneberg enfurecido, señalando con el dedo—. Quiero comprar ese tocador de ahí.

—¿El de la habitación? ¿El del dormitorio? —pregunta el dependiente que va entendiendo con suma lentitud—. Lo siento de veras, señor, no podemos vender ni un solo mueble de ese dormitorio. Luego ya no podríamos vender el resto. Pero tenemos unos tocadores preciosos.

Pinneberg hace un movimiento.

El vendedor se apresura:

—Es casi igual. ¿No le gustaría echarles un vistazo?

—¡Bah! —dice Pinneberg con desprecio, acechando a su alrededor—. Creía que tenían fábrica de muebles, ¿no?

—¿Por qué lo dice? —inquiere el dependiente asustado.

—Bueno, ¿y qué? —dice Pinneberg—. Si la tienen, ¿por qué no fabrican otro igual? Quiero el tocador, ¿entiende? Así que o lo copia o me lo vende, a mí lo mismo me da. Hay tantas tiendas donde te atienden como es debido…

Y mientras Pinneberg habla, cada vez más excitado, siente en su interior que es un cerdo, que se está portando tan mal como sus peores clientes. Que está tratando al hombre mayor, confundido y atemorizado, como si fuese un cerdo. Y, sin embargo, no puede evitarlo, siente rabia contra el mundo entero, que se mueran todos. Pero por desgracia allí solo está el viejo dependiente.

—Un momento, por favor —balbucea—. Iré a consultárselo… al jefe…

Se marcha y Pinneberg le dirige una mirada de pena y de desprecio. ¿Por qué soy así?, piensa. Habría debido traerme a Corderita, piensa. Corderita nunca es así, se dice. ¿Por qué nunca es así?, se pregunta. Para ella las cosas tampoco son fáciles.

El vendedor regresa.

—Puede comprar el tocador —declara lacónico. Su tono ha cambiado mucho—. El precio es de ciento veinticinco marcos.

Ciento veinticinco… Es una locura, le pasa por la mente. Estos dos me están atracando. El dormitorio entero cuesta setecientos noventa y cinco.

—Me parece carísimo.

—No lo es —declara el dependiente—. Un espejo de cristal de primera clase como este cuesta ya cincuenta marcos.

—¿Y a cuánto ascendería si lo comprara a plazos?

Ay, la tempestad ha pasado, el buen dinero está en tela de juicio, Pinneberg se ha vuelto pequeño y el dependiente muy grande.

—No hay plazos que valgan —informa el dependiente con superioridad, examinando a Pinneberg de los pies a la cabeza—. Esto es ya una deferencia hacia usted. Contamos con que más adelante nos…

Ya no puedo volverme atrás, piensa Pinneberg desesperado. He estado fanfarroneando demasiado. Si no hubiera fanfarroneado tanto, podría desistir. Esto es una locura, ¿qué dirá Corderita?

Y en voz alta:

—De acuerdo. Me llevo el tocador. Pero tiene que enviármelo a casa hoy mismo.

—¿Hoy? Imposible. Los empleados terminan su jornada dentro de un cuarto de hora.

Todavía puedo volverme atrás, piensa Pinneberg. Aún podría si no hubiera armado tanto escándalo.

—Tiene que ser hoy —insistió—. Es un regalo. De lo contrario, carece de sentido.

Y al mismo tiempo piensa que hoy los visitará Heilbutt, y sería estupendo que su amigo viera ese regalo para su mujer.

—Un momento, por favor —dice el vendedor antes de marcharse de nuevo.

Lo mejor sería, reflexiona Pinneberg, que me dijera que hoy ya no se puede, entonces le contestaría que lo siento, pero que carece de sentido. He de procurar salir rápidamente de la tienda. Y se sitúa cerca de la puerta.

—El jefe dice que le prestará un carretón de mano al aprendiz. Debe darle una pequeña propina, porque su jornada laboral ya ha concluido.

—Claro… —dice Pinneberg vacilante.

—No pesa mucho —lo reconforta el vendedor—. Si empuja un poco, el aprendiz podrá arrastrarlo. Y si usted sujeta el espejo… Aunque nosotros se lo envolveremos en una manta…

—Entonces, hecho —dice Pinneberg—. Ciento veinticinco marcos.

Corderita tiene visita y se mira al espejo. No se habla de dinero en toda la noche

C
orderita zurce calcetines sentada en la cama principesca. En sí, zurcir calcetines es una de las ocupaciones más deprimentes del mundo. Nada demuestra a las mujeres su letal y enloquecedor quehacer como zurcir calcetines. Porque cuando se rompen de verdad, quedan inservibles y sin embargo hay que zurcir y zurcir, colada tras colada. A la mayoría de las mujeres esa labor las entristece.

Corderita, sin embargo, no está triste. Apenas repara en lo que hacen sus manos. Corderita está calculando. Traerá doscientos cincuenta, le entregarán cincuenta a mamá, en realidad es una suma excesiva, teniendo en cuenta que trabaja de cinco a seis horas diarias para ella, ciento cuarenta tienen que alcanzar para todo lo demás, quedan sesenta…

Corderita se reclina un momento para descansar los riñones. Ahora casi siempre le duelen. Bueno, pues en Kadewe ha visto canastillas por sesenta, ochenta, cien marcos. Es un disparate, por supuesto. Ella misma coserá un montón de prendas, es una pena que en casa no disponga de máquina de coser, pero la verdad es que a la señora Mia Pinneberg no le pega una máquina de coser.

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