Pantano de sangre (35 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—Correcto. ¿Cómo lo sabía?

—Lo he leído en el periódico.

Su rostro, hasta entonces cuidadosamente compuesto, empezó a alterarse.

—Lo siento mucho —dijo Pendergast, mientras sacaba del traje un paquete de pañuelos de papel y le ofrecería uno.

Ella lo cogió y se secó las lágrimas. Estaba haciendo un esfuerzo heroico por no venirse abajo.

—No pretendemos hurgar en su pasado, ni perturbar su vida conyugal —añadió Pendergast con afabilidad—. Me imagino que debe de ser difícil llevar luto en secreto por alguien a quien en otros tiempos quiso mucho. Nada de lo que digamos aquí dentro llegará a oídos de su marido.

Ella asintió con la cabeza, y volvió a usar el pañuelo.

—Sí. Morris era... era un hombre maravilloso —dijo en voz baja, una voz que a partir de entonces cambió, se endureció—. Acabemos cuanto antes.

Hayward cambió de postura, incómoda. «Malditos sean Pendergast y sus métodos», pensó. Aquel tipo de entrevista tenía que haberse hecho en un lugar más formal: una comisaría, con los debidos aparatos de grabación.

—Faltaría más. ¿Conoció al doctor Blackletter en África?

—Sí —contestó ella.

—¿En qué circunstancias?

—Yo era enfermera en la misión baptista de Libreville, en Gabón. Eso queda en África occidental.

—¿Y su marido?

—Era el principal pastor de la misión —dijo en voz baja.

—¿Cómo conoció al doctor Blackletter?

—¿Es realmente necesario? —susurró.

—Sí.

—Dirigía una clínica pequeña cerca de la misión, para Médicos con Alas. Cada vez que se declaraba alguna enfermedad en la parte oeste del país, iba en avión a vacunar en las aldeas. Era un trabajo muy, muy peligroso. A veces, si necesitaba que le ayudasen, yo le acompañaba.

Pendergast cubrió amablemente una de sus manos con la suya.

—¿Cuándo empezó su relación con él?

—Hacia mediados de nuestro primer año; es decir, hace veintidós años.

—¿Y cuándo terminó?

Un largo silencio.

—Nunca.

A la señora Roblet le falló la voz.

—Explíquenos a qué se dedicaba el señor Blackletter en Estados Unidos después de dejar Médicos con Alas.

—Morris era epidemiólogo, y muy bueno. Trabajaba de asesor para muchas compañías farmacéuticas; les ayudaba a diseñar y elaborar vacunas y otros medicamentos.

—¿Una de ellas era Longitude Pharmaceuticals?

—Sí.

—¿Hizo algún comentario sobre su colaboración con ella?

—Casi nunca hablaba de su trabajo de asesor. Era algo bastante confidencial: secreto industrial, y ese tipo de cosas. De todos modos, es curioso que haya mencionado ese nombre, porque de esa compañía sí que habló un par de veces, más que de las demás.

—Ahí trabajó más o menos un año.

—¿Cuándo fue?

—Hará unos once años. Se fue repentinamente. Sucedió algo que no le gustó. Estaba enfadado, asustado; y le aseguro que Morris no se asustaba con facilidad. Una noche, recuerdo que me habló del director general de la compañía. Se llamaba Slade, Charles J. Slade. Dijo que era mala persona, y que a las personas verdaderamente malas se las reconocía por su capacidad de atraer a buena gente a su vorágine. Fue la palabra que utilizó, «vorágine». Recuerdo que tuve que buscarla en el diccionario. Poco después de irse de Longitude, dejó bruscamente de hablar de ella, y ya nunca volvió a hacer ningún otro comentario.

—¿No volvió a trabajar para ellos?

—No, nunca. Quebraron muy poco después de que se fuera Morris. Por suerte ya le habían pagado. Hayward se inclinó hacia delante.

—Perdone que la interrumpa, pero ¿cómo sabe que le pagaron?

Mary Ann Roblet posó en ella sus ojos grises, húmedos y enrojecidos.

—Le encantaba la plata buena, las antigüedades. Un día se gastó una fortuna en una colección particular, y cuando le pregunté cómo había podido permitírselo, me contestó que había recibido una indemnización muy cuantiosa de Longitude.

—Una indemnización muy cuantiosa. Después de trabajar un año. —Pendergast reflexionó un momento—. ¿Qué más dijo sobre ese hombre, Slade?

La señora Roblet pensó unos instantes.

—Dijo que había dejado por los suelos una buena compañía; que la había destruido con su imprudencia y su arrogancia.

—¿Usted conoció a Slade?

—¡Oh, no! Morris y yo nunca nos mostramos en público. Siempre fue una relación... privada. Aunque sabía que todos temían a Slade; todos menos June.

—¿June?

—June Brodie, la secretaria ejecutiva de Slade.

Pendergast pensó un momento y se volvió hacia Hayward.

—¿Tiene usted alguna otra pregunta?

—¿El doctor Blackletter le explicó alguna vez qué hacía en Longitude o con quién colaboraba?

— Nunca hablaba de las investigaciones confidenciales, aunque de vez en cuando mencionaba a algunos de sus colaboradores. Le gustaba contar anécdotas graciosas sobre los demás. Veamos... Mi memoria ya no es lo que era. Estaba June, claro.

—¿Por qué «claro»? —preguntó Pendergast.

—Por lo importante que era June para Slade.

La señora Roblet se quedó callada. Luego abrió la boca para añadir algo y se ruborizó ligeramente.

—¿Hay algo más? —insistió Pendergast.

Ella sacudió la cabeza.

Tras un breve silencio, Hayward continuó.

—¿Con qué otras personas colaboraba el doctor Blackletter en Longitude?

—Déjeme pensar... El subdirector científico, el doctor Gordon Groebel, que era la persona ante quien respondía directamente Morris.

Hayward anotó enseguida el nombre.

—¿Algo en particular sobre ese doctor Groebel?

—Déjeme que piense... Morris dijo un par de veces que iba desencaminado; y que era un codicioso, si no recuerdo mal. —La señora Roblet hizo una pausa—. Había alguien más. Un tal Phillips, Denison Phillips, creo. Era el abogado de la empresa.

Se hizo el silencio en la sala de estar. Mary Ann Roblet se secó los ojos, sacó una polvera y se puso colorete. También se retocó el pelo y se pintó un poco los labios.

—La vida sigue, como dicen. ¿Desean algo más?

—No —dijo Pendergast, levantándose—. Gracias, señora Roblet.

Ella no contestó. La siguieron a través de la puerta y por el pasillo. Su marido estaba en la cocina, bebiendo café. Llegó rápidamente al vestíbulo, cuando ya se disponían a marcharse.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó, mirándola con preocupación.

—Muy bien. ¿Te acuerdas del doctor Blackletter, aquel hombre tan amable que trabajaba en la Misión?

—¿Blackletter, el médico volador? Pues claro que me acuerdo. Era muy buen hombre.

—Pues hace unos días le mataron en St. Francisville; por lo visto entraron a robar en su casa. Estos agentes del FBI lo están investigando.

—¡Santo cielo! —exclamó Roblet, con más cara de alivio que de otra cosa—. Qué horror. Ni siquiera sabía que viviese en Luisiana. Hacía años que no me acordaba de él.

—Yo también.

Al subir al Rolls, Hayward se volvió hacia Pendergast.

—Lo ha hecho estupendamente —dijo.

Él se giró, inclinando la cabeza.

—Viniendo de usted, lo acepto como un gran elogio, capitana Hayward.

52

Frank Hudson se paró a la sombra de un árbol, en el camino de entrada al edificio del registro civil. Dentro, el aire acondicionado alcanzaba temperaturas siberianas, y salir a aquel ambiente tan caluroso y húmedo, más de lo normal para esas fechas, hizo que se sintiera como un cubito de hielo al que arrojan a una sopa caliente.

Dejó el maletín en el suelo. Después sacó un pañuelo del bolsillo delantero de su traje de raya diplomática y se lo pasó por la calva. «No hay nada como un buen invierno en Baton Rouge», se dijo, de mal humor. Después de guardarse el pañuelo en el bolsillo, dejando que asomara una punta con estilo, contrajo los párpados para que no le deslumbrase el sol mientras buscaba su Ford Falcon de época en el aparcamiento. Cerca había una mujer rechoncha, con un vestido de cuadros, que salía hecha un basilisco de un Nova destartalado. Vio que daba dos portazos seguidos, intentando que quedara cerrado.

—Cabrón —oyó que murmuraba a su coche, en la siguiente tentativa de cerrarlo—. Hijo de puta.

Hudson se secó otra vez la calva y se caló el sombrero. Sería mejor que descansara un rato más en la sombra antes de subir al coche. El encargo que le había hecho Pendergast había sido coser y cantar. June Brodie, treinta y cinco años, secretaria, casada y sin hijos. Una mujer de bandera. Estaba todo en el expediente. Marido enfermero. Ella también había estudiado enfermería, pero había acabado trabajando en Longitude. Un salto de catorce años en el tiempo. Quiebra Longitude, ella se queda sin trabajo, y al cabo de una semana se monta en su Tahoe, va a Archer Bridge y desaparece. La nota de suicidio escrita a mano que dejó en el coche decía:

YA NO PODÍA AGUANTARLO, TODO FUE CULPA MÍA. PERDÓN.

Durante una semana buscan en el río sin encontrar nada. Es un lugar donde salta mucha gente, la corriente es rápida, el río profundo, y hay muchos cadáveres que nunca aparecen. Punto final.

Hudson había tardado un par de horas en reunir la información y consultar el archivo. Temía no haber trabajado lo suficiente para justificar su sueldo de quinientos dólares al día. Quizá fuera mejor no comentar que solo había tardado dos horas.

Era un expediente muy completo; incluso había una fotocopia de la nota de suicidio. El agente del FBI quedaría satisfecho. En cuanto al salario, se adaptaría a lo que fuera. Era una relación demasiado lucrativa para regatear o intentar sacar unos centavos más.

Recogió el maletín y, saliendo de la sombra, fue hacia el aparcamiento.

Nancy Milligan soltó otra palabrota mientras empujaba la puerta, que esta vez se quedó cerrada. Estaba sudorosa, exasperada y furibunda: por aquel calor inusual, pero sobre todo con su marido. ¿Por qué le endosaba a ella sus encargos, el muy imbécil, en vez de mover su culo gordo y hacerlos él? A su edad, ¿para qué quería el ayuntamiento de Baton Rouge una copia certificada de su partida de nacimiento? No tenía sentido.

Al erguirse, descubrió cohibida que al otro lado del aparcamiento había un hombre con el sombrero hacia atrás, secándose la frente y mirando hacia ella.

Justo entonces, el sombrero salió volando y un lado de la cabeza del hombre se volvió borroso y se fundió en un chorro de líquido oscuro. Al mismo tiempo, un fuerte ¡pam! reverberó entre los grandes robles. El hombre cayó despacio al suelo, tieso como un árbol. Su cuerpo aterrizó con tanta pesadez, que rodó como un tronco antes de quedarse quieto, envuelto por sus brazos, en un estrambótico abrazo. El sombrero se posó al mismo tiempo en el suelo y, tras rodar unos metros, dio unos giros más y se quedó al revés.

Al principio la mujer no se movió del coche. No podía. Después sacó su móvil y marcó el 911, con los dedos casi paralizados.

—Acaban de dispararle a un hombre en el aparcamiento del registro civil —dijo, sorprendida por su propia calma—, en la calle Doce.

En respuesta a la pregunta que alguien le hizo, contestó:

—Sí, seguro que está muerto.

53

Habían precintado el aparcamiento y parte de la calle. Al otro lado de la barricada azul de la policía había un hormiguero de periodistas, equipos de noticias y cámaras, además de algún que otro curioso y de gente enfadada por no poder sacar el coche del aparcamiento.

Detrás de la barrera, junto a Pendergast, Hayward veía trabajar a los investigadores. Al final, Pendergast la había convencido de que se hicieran pasar por civiles y no se mezclaran en la investigación, ni revelaran que el muerto había trabajado para ellos.

Hayward había accedido a regañadientes. Reconocer su vinculación con Hudson habría entrañado un reguero interminable de papeles, reuniones y dificultades; habría entorpecido su labor y les habría sometido a la atención de la prensa y de la opinión pública; en resumidas cuentas, habría significado la imposibilidad de encontrar al agresor de Vinnie y al asesino de Hudson, que evidentemente eran la misma persona.

—No lo entiendo —dijo Hayward—. ¿Por qué han matado a Hudson? Nosotros nos hemos entrevistado con un montón de gente, hemos estado dando tumbos y armando jaleo, y él lo único que hacía era consultar información de libre acceso sobre June Brodie.

Pendergast miró el sol con los ojos entornados, sin decir nada.

Hayward apretó los labios y observó la labor del equipo forense, acuclillado en el asfalto caliente. Parecían cangrejos desplazándose despacio por el fondo del mar. De momento lo habían hecho todo bien, meticulosamente, siguiendo las normas al pie de la letra, sin un solo desliz que ella pudiera identificar. Eran profesionales. Aunque tal vez no fuera tan extraño; en Baton Rouge no asesinaban cada día a un hombre a pleno sol frente a un edificio del gobierno.

—Demos un paseo —murmuró Pendergast.

Hayward le siguió entre la gente. Cruzando el amplio césped, rodearon el aparcamiento hacia la esquina del fondo del registro civil. Se pararon delante de unos tejos, primorosamente podados en formas oblongas, como bolos aplastados.

Con una repentina suspicacia, Hayward observó que Pendergast se acercaba a los arbustos.

—Han disparado desde aquí—dijo él.

—¿Cómo lo sabe?

Señaló el suelo alrededor de los tejos, labrado y cubierto de trozos de corteza rastrillados.

—Se ha echado aquí. Esto son las huellas de su bípode.

Hayward escrutó el suelo sin acercarse mucho. Al final, no sin dificultad, reconoció dos marcas casi invisibles, de cortezas apartadas.

—Es admirable la imaginación que llega a tener, Pendergast. Para empezar, ¿cómo sabe que han disparado desde aquí? La policía parece convencida de que la bala ha llegado de otra dirección.

Casi toda la actividad policial se había centrado en la calle.

—Por la posición del sombrero. La fuerza del disparo ha echado a un lado la cabeza de la víctima, pero lo que ha arrojado el sombrero ha sido el rebote de los músculos del cuello.

Hayward puso los ojos en blanco.

—Un poco rebuscado, ¿no le parece?

Pero Pendergast no la escuchaba. Se estaba alejando por el césped, más rápido que antes. A Hayward le costó alcanzarle.

Aloysius recorrió los cuatrocientos metros de terreno, hacia el aparcamiento. Abriéndose camino con destreza entre la gente, llegó hasta la barrera. Sus ojos plateados volvieron a entornarse para escudriñar los innumerables coches aparcados, con el sol de cara. En sus manos aparecieron unos prismáticos pequeños, con los que miró a su alrededor.

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