Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
—¿Por qué?
—Porque funciona, sobre todo con personas así; y porque me ayudará a dormir mejor.
—Espero que no se encuentre a disgusto en las camas de Penumbra, capitana.
—En absoluto.
—Me alegro. Personalmente, las encuentro de lo más satisfactorio.
Cuando Pendergast miró hacia delante, Hayward creyó vislumbrar una sonrisa fugaz. De pronto se dio cuenta de que podía haberse equivocado al presuponer cómo habría tratado a Denison Phillips IV; pero eso, se dijo, era algo que ya no sabría nunca.
Itta Bena, Mississippi
La carretera cruzaba sin altibajos las ciénagas de los alrededores del pueblo, entre cipreses por cuyas ramas se filtraba el débil sol de la mañana. Un cartel descolorido, que casi pasaba inadvertido en el paisaje, anunciaba:
LONGITUDE PHARMACEUTICALS
Fundada en 1966
«Recibiendo el futuro con mejores fármacos»
El Buick traqueteaba por el mal estado de la carretera y golpeaba el asfalto con los neumáticos. Por el retrovisor, Hayward vio que se acercaba un bulto, que no tardó en perfilarse como el Rolls-Royce de Pendergast. El agente había insistido en que fueran en dos coches, aduciendo que debía investigar algunas cosas por su cuenta, aunque ella estaba casi segura de que solo quería una excusa para apearse del Buick de alquiler y volver a su Rolls, más cómodo.
El Rolls se acercó rápidamente, superando de lejos el límite de velocidad. Después cambió al carril izquierdo e hizo vibrar el Buick al adelantarlo como un rayo. Hayward solo vio la mancha borrosa de una mano con puños negros que la saludaba al pasar.
La carretera dibujaba una curva muy larga. Hayward no tardó en volver a alcanzar al Rolls, que estaba al lado de la puerta de la fábrica, en punto muerto, mientras Pendergast hablaba con el vigilante de la garita de entrada. Tras una larga conversación, durante la que fue varias veces al teléfono, el vigilante hizo señas a ambos coches de que siguieran.
Hayward pasó al lado de un letrero que anunciaba: LONGITUDE PHARMACEUTICALS, PLANTA DE ITTA BENA, y se metió en el aparcamiento justo a tiempo para ver que Pendergast verificaba su Les Baer 45.
—No esperará problemas, ¿verdad? —dijo.
—Nunca se sabe —contestó Pendergast mientras enfundaba otra vez la pistola y se daba unas palmadas en el traje.
Al fondo de un prado había un complejo de edificios amarillos y bajos de ladrillo, rodeados en tres de sus lados por los dedos de un lago pantanoso lleno de flores y plantas acuáticas. A través de una pantalla de árboles, Hayward vio más edificios, algunos de aspecto ruinoso, invadidos por las zarzas. Al fondo se extendía la ciénaga de Black Brake, envuelta en una bruma misteriosa. Al mirar el pantano, que incluso a pleno día estaba oscuro, Hayward sintió un escalofrío. En su infancia había oído muchas leyendas al respecto: historias de piratas, fantasmas y cosas aún más raras. Ahuyentó un mosquito.
Siguió a Pendergast hasta el edificio principal. El recepcionista ya había sacado dos identificaciones, una a nombre de Pendergast y la otra a nombre de Hayward. La capitana cogió la suya y se la prendió de la solapa.
—Suban por el ascensor al segundo piso. La última puerta a la derecha —dijo el canoso recepcionista, con una amplia sonrisa.
Al entrar en el ascensor, Hayward dijo:
—No ha dicho que somos policías. Otra vez.
—A veces es útil ver la reacción antes de que se conozca este dato.
La capitana se encogió de hombros.
—De todos modos, ¿no le ha parecido demasiado fácil?
—Lo cierto es que sí.
—¿Quién se encarga de hablar esta vez?
—¿Le importaría hacer usted los honores, ya que se le dio tan bien la última vez?
—Estaré encantada, aunque es posible que hoy sea menos amable.
También ella sentía bajo el brazo el peso reconfortante de su pistola.
El ascensor subió un solo piso, chirriando; luego, salieron a un largo pasillo de linóleo. Cuando llegaron al final, encontraron una puerta abierta, y al otro lado un despacho muy grande en el que una secretaria estaba trabajando. Al fondo se veía una puerta de roble cerrada, que había perdido algo de color, pero no elegancia.
Hayward entró primero. La secretaria, bastante joven y guapa, con coleta y los labios pintados de rojo, levantó la vista.
—Siéntense, por favor.
Tomaron asiento en un sofá marrón grisáceo, al lado de una mesa llena de revistas de negocios muy manoseadas. La secretaria se dirigió a ellos desde el escritorio, en tono enérgico.
—Soy Joan Farmer, la secretaria personal del señor Dalquist. Como hoy está muy ocupado, me ha pedido que averigüe yo misma en qué podemos ayudarles.
Hayward se inclinó hacia ella.
—Lo siento, señorita Farmer, pero no puede ayudarnos. Solo puede hacerlo el señor Dalquist.
—Ya le he dicho que está muy ocupado. Tal vez si me explican qué necesitan...
El tono de la secretaria se había enfriado varios grados.
—¿Está él dentro?
Hayward señaló con la cabeza la puerta cerrada.
—Señorita Hayward, me parece que he dejado bien claro que no se le puede molestar. Se lo preguntaré otra vez: ¿en qué podemos ayudarles?
—Hemos venido por el proyecto de la gripe aviar.
—No conozco ese proyecto.
Finalmente, Hayward metió la mano en el bolsillo, sacó la cartera con la placa, la dejó sobre la mesa y la abrió. La secretaria se sobresaltó momentáneamente, se inclinó y la miró. Después examinó la de Pendergast, que también la había sacado, siguiendo el ejemplo de la capitana.
—¿Policía... y FBI? ¿Por qué no lo han dicho antes? —La mirada de sorpresa dejó paso a una evidente irritación—. Esperen aquí, por favor.
La secretaria se levantó y dio unos golpecitos en la puerta cerrada, antes de abrirla y desaparecer al otro lado, dejándola ajustada.
Hayward miró a Pendergast. Ambos se levantaron al mismo tiempo, se acercaron a la puerta y la empujaron.
Era un despacho agradable, aunque un poco espartano. Frente a una mesa grande, hablando con la secretaria, había un hombre con más aspecto de profesor que de director de empresa, con gafas, chaqueta de tweed y pantalones de color caqui. Tenía el pelo blanco, muy bien peinado, y un bigote de cepillo también canoso, sobre unos labios que apretó disgustado al verlos entrar.
—¡Esto es un despacho privado! —dijo la secretaria.
—Tengo entendido que son policías —intervino Dalquist—. Si traen una orden, me gustaría verla.
—No traemos ninguna orden—dijo Hayward—. Teníamos la esperanza de hablar con usted de manera informal, pero si necesita una orden, iremos a buscarla.
Un titubeo.
—Si me explican de qué se trata, quizá no haga falta. Hayward se volvió hacia Pendergast.
—Agente especial Pendergast, tal vez tenga razón el señor Dalquist y sea mejor ir a buscar una orden. Todo según el reglamento, como digo yo siempre.
—Tal vez sea lo más aconsejable, capitana Hayward. Aunque, naturalmente, podría divulgarse la noticia.
Dalquist suspiró.
—Siéntense, por favor. Señorita Farmer, ya me encargo yo de todo, gracias. Por favor, cierre la puerta al salir.
La secretaria se fue, pero ni Hayward ni Pendergast se sentaron.
—Bien, ¿qué es todo esto de la gripe aviar? —preguntó Dalquist, sonrojándose.
Pese a mirarle fijamente, Hayward no vio ningún brillo de reconocimiento en sus ojos, azules y hostiles.
—Aquí no trabajamos con la gripe aviar —añadió él, poniéndose detrás de la mesa—. Somos una compañía farmacéutica pequeña, de investigación, con una gama corta de productos para determinadas enfermedades del colágeno. Nada más.
—Hace unos trece años —dijo Hayward—, Longitude llevó a cabo un proyecto de investigación ilegal sobre la gripe aviar.
—¿Ilegal? ¿En qué sentido?
—No se cumplieron los protocolos de seguridad. Un pájaro de las instalaciones escapó e infectó a una familia de la zona. Murieron todos. Longitude lo encubrió, y sigue encubriéndolo, como parecen indicar algunos asesinatos recientes.
Un largo silencio.
—Es una acusación monstruosa. Yo no sé nada. Hace una década, Longitude quebró y fue sometida a una reorganización completa. No queda nadie de esa época. La directiva de entonces ya no está. La empresa se redujo, y ahora únicamente nos centramos en algunos productos de base.
—¿Productos de base? ¿Como cuáles?
—Principalmente, tratamientos para la dermitomiositis y la poliomiositis. Somos una compañía pequeña y especializada. Nunca he oído hablar de un trabajo sobre la gripe aviar.
—¿No queda nadie de hace una década?
—Que yo sepa, no. Hubo un incendio terrible, en el que murió el antiguo director, así que se cerró toda la planta durante meses. Cuando volvimos a empezar, éramos otra compañía.
Hayward sacó un sobre de la chaqueta.
—Tenemos entendido que en la época de la quiebra Longitude abandonó de golpe varios proyectos de investigación sobre medicamentos y vacunas. Era la única planta que los investigaba, así que millones de enfermos del Tercer Mundo se quedaron sin esperanza.
—Habíamos quebrado.
—Y los abandonaron, así, por las buenas.
—Los abandonó la nueva directiva. Yo, personalmente, no entré en la compañía hasta dos años después de esa etapa. ¿Acaso es un delito?
Hayward se sorprendió respirando deprisa. No iban bien encaminados. No estaban llegando a ningún sitio.
—Señor Dalquist, según el registro de empresas, ustedes ganan casi ocho millones de dólares al año. Los pocos fármacos que fabrican son muy rentables. ¿En qué gastan tanto dinero?
—Pues en lo mismo que cualquier empresa: sueldos, impuestos, dividendos, costes indirectos e I+D.
—Perdone que se lo diga, pero teniendo en cuenta los beneficios, su centro de investigación parece bastante abandonado.
—No se deje llevar por las apariencias. Aquí tenemos tecnología punta. Pero como estamos aislados, no nos hace falta participar en ningún concurso de belleza. —Dalquist enseñó las palmas de las manos—. Parece que no les gusta cómo funcionamos. Quizá yo les caiga mal. Puede que nos recriminen que consigamos ocho millones al año, y que ahora seamos una compañía bastante rentable. Por mí perfecto, pero somos inocentes de lo que nos están acusando. Totalmente inocentes. ¿Acaso tengo aspecto de asesino?
—Demuéstrelo.
Dalquist rodeó la mesa.
—Mi primer impulso sería pararles los pies, obligarles a ir a buscar una orden, pelearme con uñas y dientes en los tribunales y recurrir a nuestros abogados, que cobran muy bien, para entorpecerles las cosas durante semanas o meses. Aunque salieran ustedes ganando, acabarían con una orden de registro limitada y una montaña de papeleo. Pero ¿saben? No voy a hacerlo. Les doy vía libre desde ahora mismo. Pueden ir a donde quieran, mirar lo que quieran y consultar cualquier documento. No tenemos nada que esconder. ¿Les parece bien?
Hayward miró a Pendergast. Su rostro era inescrutable, con los párpados algo caídos sobre sus ojos plateados.
—Está claro que sería un buen punto de partida —dijo ella.
Dalquist se inclinó hacia la mesa y pulsó un botón.
—Señorita Farmer, por favor, redacte una carta a mi nombre que autorice a estas dos personas a moverse con absoluta libertad por todas las instalaciones de Longitude Pharmaceuticals, con instrucciones de que los empleados respondan de manera exhaustiva y veraz a todas sus preguntas, y les den acceso a todos los ámbitos y documentos, incluso a los más delicados.
Soltó el botón y levantó la vista.
—Lo único que deseo es que se vayan cuanto antes.
Pendergast rompió un largo silencio.
—Ya veremos.
Cuando llegaron al final del complejo de Longitude Pharmaceuticals, Hayward estaba agotada. Dalquist había cumplido su palabra. Les habían dejado entrar en todas partes: laboratorios, despachos, archivos... Hasta habían podido echar un vistazo a varios edificios que llevaban mucho tiempo cerrados —los había por todo el gran recinto—. Nadie les acompañaba, y ningún miembro de seguridad les había importunado. Gozaban de plena libertad.
Sin embargo, no habían encontrado absolutamente nada. Aparte de unos cuantos empleados con escasa responsabilidad, no quedaba nadie de la época anterior a la quiebra. El archivo de la empresa, que cubría varias décadas, no hacía referencia a ningún proyecto sobre la gripe aviar. Todo parecía en regla.
Lo cual hacía sospechar a Hayward. A juzgar por su experiencia, todo el mundo tenía algo que esconder, hasta la gente honrada.
Mientras recorrían el pasillo del último edificio cerrado, miró a Pendergast. Su rostro sereno de alabastro no dejaba adivinar sus pensamientos.
Salieron por la puerta del fondo, una salida de incendios que rechinó al abrirse. Daba a un porche de cemento resquebrajado y a un césped descuidado. A la derecha había un lago estrecho y embarrado, un brazo de río muerto, rodeado de cipreses calvos cubiertos con barba de viejo. Justo delante, al otro lado de una maraña de vegetación, Hayward vio los restos de un muro de ladrillo, invadido por las zarzas, tras el que se distinguían unas ruinas chamuscadas, justo en la esquina del fondo del recinto, rodeadas en tres lados por el oscuro reducto de la ciénaga de Black Brake. Más allá de las ruinas, un viejo embarcadero del que tan solo quedaban algunos pilotes quemados, se perdía en las aguas oscuras del pantano.
Había empezado a lloviznar; las gotas empapaban la hierba y nubes bajas y de mal agüero se acumulaban en el cielo.
—He olvidado el paraguas —dijo Hayward, mirando los árboles mojados y lúgubres.
Pendergast, que había estado observando el embarcadero y el pantano, metió la mano en el traje. «Por Dios —pensó ella—, no me digas que lleva un paraguas.» Pero lo que sacó fue un paquete con impermeables de plástico transparente, uno para ella y otro para él.
En pocos minutos cruzaban el césped mojado hacia los restos retorcidos de una vieja tela metálica coronada por una alambrada. Había una verja rota, tirada por el suelo. Entraron por un estrecho hueco. Al otro lado estaban los restos del edificio chamuscado. Era de ladrillo amarillo, como los demás, pero el techo se había desmoronado, dejando grandes vigas requemadas que apuntaban hacia el cielo, sobre ventanas y marcos de puertas que eran como agujeros negros, con marcas de fuego encima. Las paredes estaban alfombradas de kudzu, que lo cubría todo en matas espesas.