Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Se los guardó otra vez en el traje.
—Perdonen...
Se apoyó en la barrera, intentando llamar la atención de dos detectives que hablaban entre ellos, con un sujetapapeles de por medio.
Ellos fingían no verle.
—¿Hola? Perdonen...
Uno de los detectives se volvió hacia él, con evidente reticencia.
—¿Sí?
—Venga, por favor.
Pendergast movió una mano blanca.
—Oiga, tenemos mucho trabajo.
—Por favor, es importante. Tengo información.
A Hayward le sorprendió y le irritó el tono quejumbroso de Pendergast; parecía calculado para despertar escepticismo. Con lo que se había esmerado por ganarse el favor de la policía local, solo faltaba que ahora él lo estropease.
El detective se acercó.
—¿Ha visto lo ocurrido?
—No, pero eso sí que lo veo.
Pendergast señaló el aparcamiento.
—¿El qué?
El detective siguió la dirección del dedo.
—Aquel Subaru blanco. En la puerta delantera de la derecha hay un agujero de bala justo debajo del borde de la ventanilla.
El detective forzó la vista y fue con desgana hacia el Subaru, rodeando los coches. Se agachó. Poco después irguió la cabeza, pegó un grito al resto del equipo y les hizo señas con la mano.
—¿George? ¡George! Que vengan todos aquí. ¡Hay una bala en esta puerta!
El equipo forense acudió enseguida, mientras el detective regresaba a paso rápido, con súbito interés y una mirada suspicaz.
—¿Cómo lo ha visto?
Pendergast sonrió.
—Tengo una vista excelente. —Se inclinó—. Y, si me permite una hipótesis de simple e ignorante espectador, teniendo en cuenta la posición del orificio de bala y la colocación de la víctima, creo que valdría la pena examinar los arbustos de la esquina sudeste del edificio, como probable punto de origen del disparo.
La mirada del detective se posó en el edificio y, al seguir la trayectoria, comprendió inmediatamente la geometría de la situación.
Pendergast se fue enseguida.
—¡Oiga! Un momento, señor.
Pero ya estaba demasiado lejos, mezclado con el ajetreo de la multitud. Fue hacia el edificio, seguido por Hayward, dejándose arrastrar por la corriente humana. Sin embargo, en vez de dirigirse donde tenían aparcado el coche, giró y entró en el registro civil.
—Una conversación interesante —dijo ella.
—Me ha parecido recomendable brindarles toda la ayuda posible. En este caso, necesitamos la máxima ventaja que podamos conseguir. De todos modos... —siguió diciendo Pendergast mientras se acercaba al mostrador de recepción—. Creo que nuestro adversario acaba de hacer su segundo movimiento en falso.
—¿Es decir?
En vez de contestar, Pendergast se dirigió amablemente a la recepcionista.
—Nos interesaría ver el expediente de una tal June Brodie. Es posible que aún no esté en la estantería. Me parece que hace poco lo ha consultado un caballero.
Mientras la recepcionista cogía el expediente de un carrito, Hayward se volvió hacia Pendergast.
—Está bien, pero solo se lo preguntaré una vez. ¿Cuál fue el primer movimiento en falso?
—No darme a mí en Penumbra, sino a Vincent.
Nueva York
El doctor John Felder bajó del banquillo de testigos de la vista por ingreso involuntario y regresó a su asiento. Evitó mirar a Constance Greene, la acusada, cuyos ojos, verdes e insistentes, producían gran turbación. Felder ya había dicho lo que tema que decir. Había emitido su dictamen profesional: la acusada sufría una grave enfermedad mental y había que ingresarla en contra de su voluntad. Eran palabras vanas, puesto que ya la habían acusado de asesinato en primer grado, sin fianza, pero que no dejaban de constituir una etapa necesaria del proceso jurídico. Además, Felder tenía que reconocer que en aquel caso su valoración era acertada sin la menor duda, ya que, a pesar del aplomo, gran inteligencia y aparente lucidez de Greene, él albergaba la firme convicción de que estaba profundamente perturbada y no sabía diferenciar el bien y el mal.
Se oyó un ruido de papeles y carraspeos mientras el juez se aprestaba a dar por concluida la sesión.
—Hago constar en acta —recitó— que la supuesta enferma mental ha rechazado cualquier asistencia jurídica.
—Correcto, señoría —dijo afectadamente Greene, con las manos juntas sobre la falda de su uniforme de presidiarla.
—Tiene derecho a hablar en el transcurso de la vista —dijo el juez—. ¿Desea decir algo?
—De momento no, señoría.
—Ya ha oído el testimonio del doctor Felder, quien opina que constituye usted un peligro para sí misma y para los demás, y que habría que ingresarla contra su voluntad en una institución psiquiátrica. ¿Desea comentar algo sobre ese testimonio?
—No quisiera contradecir a un experto.
—Muy bien. —El juez entregó un fajo de papeles a un secretario judicial y recibió otro a cambio—. Ahora soy yo quien desea hacerle una pregunta.
Se bajó un poco las gafas sobre la nariz y la miró.
Felder estaba sorprendido. Había asistido a decenas de juicios por ingreso involuntario, pero nunca, o casi nunca, había visto que un juez formulase directamente una pregunta al acusado. Solían acabar con algún discurso en el que pontificaban, daban exhortaciones morales y hacían observaciones de psicología barata.
—Señorita Greene, parece que nadie es capaz de determinar su identidad; ni siquiera de verificar su existencia. Con su bebé ocurre lo mismo. Pese a una diligente búsqueda, no parece haber pruebas de que diera usted a luz. Esto último será un problema para el juez que entienda de su causa. Sin embargo, también yo me enfrento con problemas jurídicos considerables si ordeno su ingreso involuntario sin número de la seguridad social, ni pruebas de que posea usted la ciudadanía americana. Resumiendo, que no sabemos quién es usted realmente.
Hizo una pausa. Greene le miraba con atención, sin separar las manos.
—Me gustaría saber si está dispuesta a contarle su pasado a este tribunal —dijo el juez, con una severidad no exenta de dulzura—. Quién es realmente, y de dónde viene.
—Señoría, ya he dicho la verdad —respondió Constance.
—En esta transcripción, indica usted que nació en la calle Water en la década de 1970, pero el registro demuestra que no puede ser cierto.
—Es que no lo es.
Felder sintió que se apoderaba de él cierto cansancio. Lo que estaba haciendo el juez era una tontería. Era inútil, una pérdida
de tiempo para todos. Él tenía pacientes a quienes atender, pacientes de pago.
—Lo dice usted aquí mismo, en esta transcripción que tengo entre las manos.
—No lo digo.
Exasperado, el juez empezó a leer la transcripción.
Pregunta: ¿Cuándo nació?
Respuesta: No me acuerdo.
Pregunta: No, claro, es difícil que se acuerde, pero seguro que sabe su fecha de nacimiento.
Respuesta: Lo lamento, pero no.
Pregunta: Debió de ser... ¿a finales de los ochenta?
Respuesta: Creo que debió de ser más bien a principios de los setenta.
El juez levantó la cabeza.
—¿Dijo usted estas palabras o no?
—Sí.
—Bien. Afirma haber nacido a principios de la década de 1970, en la calle Water, pero las investigaciones del tribunal han demostrado la absoluta falsedad de ese dato. De todos modos, parece usted demasiado joven para haber nacido hace más de treinta años.
Greene no dijo nada.
Felder empezó a levantarse.
—¿Puedo intervenir, señoría?
El juez se volvió y le miró.
—Adelante, doctor Felder.
—Yo ya he interrogado a fondo a la paciente sobre esta cuestión y, con todo respeto, señoría, quisiera recordar al tribunal que no estamos delante de alguien que piense de manera racional. Espero no ofender al tribunal si digo que, en mi opinión profesional, no se conseguirá nada útil volviendo sobre ello.
El juez dio unos golpecitos con las gafas en la carpeta.
—Es posible que tenga razón, doctor. ¿Debo entender que el supuesto pariente más cercano, Aloysius Pendergast, deja este asunto en manos del tribunal?
—Ha rechazado todas las invitaciones a prestar declaración, señoría.
—De acuerdo. —El juez cogió otro fajo de papeles, respiró hondo y dirigió una mirada general a la sala de vistas, pequeña y vacía. Después volvió a ponerse las gafas y se inclinó hacia los papeles—. Este tribunal declara... —empezó a decir.
Constance Greene se puso en pie. De repente, se había sonrojado; por primera vez parecía sentir alguna emoción. A Felder casi le pareció enfadada.
—Pensándolo mejor, creo que hablaré. —De pronto su voz se había endurecido—. ¿Me permite, señoría?
El juez se apoyó en el respaldo y cruzó las manos.
—Doy mi permiso para una declaración.
—Es cierto que nací en la calle Water en los años setenta; pero del siglo XIX. Todo lo que necesite saber lo encontrará en el registro civil de Center Street, y aún encontrará más cosas en la biblioteca central de Nueva York. Sobre mí; sobre mi hermana Mary, que fue enviada a la misión de Five Points, y a quien mató más tarde un asesino en serie; sobre mi hermano Joseph; sobre mis padres, muertos de tuberculosis... Hay bastante información sobre todos nosotros. Lo sé porque lo he consultado yo misma.
El silencio de la sala se alargó, hasta que el juez dijo:
—Gracias, señorita Greene. Puede sentarse.
Constance obedeció.
El juez carraspeó.
—Este tribunal declara que la señorita Constance Greene, de edad y domicilio desconocidos, no está en su sano juicio y que actualmente representa un grave peligro para sí misma y para otras personas. En consecuencia, disponemos que se ingrese a la señorita Constance Greene contra su voluntad en el correccional de Bedford Hills, a fin de que sea sometida a las observaciones y tratamientos oportunos. La duración del ingreso será indefinida.
Subrayó su sentencia con un golpe de mazo.
—Se levanta la sesión.
Felder se incorporó con un extraño abatimiento. Miró con disimulo a Constance Greene, que había vuelto a levantarse y a quien ahora rodeaban dos musculosos vigilantes. Se la veía pequeña, casi frágil entre ellos. Su rostro había perdido todo el color y volvía a ser inexpresivo. Aun siendo consciente de lo sucedido —y no podía ser de otra manera—, no manifestaba ni el menor asomo de emoción.
Felder dio media vuelta y salió de la sala.
Sulphur, Luisiana
El Buick de alquiler acariciaba el asfalto de la 1-10, pulido como un diamante. Hayward había puesto el control de velocidad a ciento veinte kilómetros por hora, a pesar de que Pendergast había murmurado que a ciento veintisiete por hora llegarían cinco minutos antes.
Ya llevaban más de trescientos kilómetros en un solo día, y Hayward se había fijado en que Pendergast se estaba volviendo inusualmente irritable. No solo no disimulaba su poco aprecio por el Buick, sino que había propuesto en más de una ocasión que lo sustituyesen por el Rolls-Royce, del que ya habían arreglado el parabrisas. Sin embargo, Hayward se había negado. Le parecía inimaginable investigar con eficacia paseándose arriba y abajo con un Rolls; de hecho, le sorprendía que Pendergast estuviera dispuesto a usar un coche tan ostentoso para trabajar. Bastante incómodo había sido conducir el deportivo de época de su mujer. Después de veinticuatro horas, Hayward lo había metido en el garaje y había insistido en alquilar un vehículo mucho menos emocionante, pero infinitamente más discreto.
Pendergast parecía molesto por no haber obtenido ningún resultado con los dos primeros nombres de la lista de Mary Ann Roblet; el primero llevaba mucho tiempo muerto, y el otro, aparte de no estar en su sano juicio, estaba entubado en el hospital. Ahora iban a por el tercero y último. Se trataba de Denison Phillips IV, el antiguo abogado de Longitude, que pasaba tranquilamente su jubilación en Bonvie Drive, en el club de campo Bayou Glades de Sulphur. Por su nombre y dirección, Hayward se lo imaginaba como un miembro de determinada aristocracia menor del Sur: pomposo, pagado de sí mismo, alcohólico, astuto y, sobre todo, poco dispuesto a ayudar. Era una tipología que conocía demasiado bien desde sus tiempos en la Universidad de Luisiana.
Al ver el anuncio de la salida de Sulphur, redujo la velocidad y se metió en el carril indicado.
—Me alegro de haber consultado los antecedentes del señor Phillips —dijo Pendergast.
—Pero si no tenía.
—Cierto —fue la escueta respuesta—. Me refería a los de Denison Phillips V —¿Su hijo? ¿Lo dice por lo de la posesión de drogas?
—Es bastante grave: más de cinco gramos de cocaína, con la intención de vender. Al consultar la ficha, también he reparado en que es alumno de la Universidad de Luisiana; quiere estudiar derecho.
—Sí. Veremos si entra en la facultad de derecho con un historial así... No te dejan ingresar en el colegio de abogados si has cometido algún delito grave.
—Es de suponer —dijo Pendergast, arrastrando las palabras— que la familia tiene relaciones y confía en haber borrado los antecedentes para cuando Denison V cumpla los veintiún años. Yo, al menos, confío en que lo pretendan.
Hayward apartó la vista de la carretera el tiempo justo para mirar a Pendergast. Había pronunciado las últimas palabras con un brillo duro en los ojos. Imaginó sus intenciones: apretar las tuercas, amenazar con obstaculizar cualquier tentativa de borrar los antecedentes, y hasta amenazar con llamar a la prensa e imposibilitar por todos los medios que Denison Phillips V ingresase en el bufete de su padre... a menos que este último hablara, y lo hiciera con efusividad. Tuvo más ganas que nunca de que Vinnie estuviera con ella, en vez de recuperándose en el hospital de Caltrop. Soportar a Pendergast era agotador. Se preguntó por enésima vez cuál era la razón exacta de que Vinnie, un policía de la vieja escuela, como ella, tuviera en tan alta estima a Pendergast y su absoluta falta de ortodoxia. Respiró profundamente.
—Pendergast, me preguntaba si me haría un favor.
—Por supuesto, capitana.
—Deje que sea yo quien empiece esta entrevista.
Se sintió observada por el agente del FBI.
—Conozco bien a este tipo de gente —añadió—, y creo que sé cuál es la mejor manera de tratarla.
La respuesta de Pendergast fue precedida por un breve silencio, que a Hayward le pareció bastante gélido.