Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Salió de la oscuridad de la casa al día soleado y húmedo. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que la calle terminaba en el río, a menos de un kilómetro. Se volvió impulsivamente hacia Cring, que estaba cerrando la puerta.
—Detective... —dijo.
El se giró.
—Dígame.
—Comprenderá que todo lo que hemos dicho debe quedar entre ustedes y yo.
—Sí, señora.
—Y probablemente también comprenderá ahora por qué me parece que este robo es un montaje.
Cring se acarició la barbilla.
—¿Un montaje?
—Teatro. —Hayward señaló el fondo de la calle con la cabeza—. Le apuesto lo que quiera a que si buscan los aparatos que faltan, los encontrarán allá abajo, pasada la carretera, en el fondo del Mississippi.
Cring la miró a ella, después el río, y otra vez a ella. Asintió lentamente.
—Pasaré a buscar la foto por la tarde —dijo Hayward, metiéndose en el Porsche.
Plantación Penumbra
Maurice abrió la puerta a Hayward, que penetró en el interior poco iluminado de la mansión. Volvió a parecerle justo el sitio de donde siempre había imaginado que podía salir Pendergast: entre proceres en decadencia de antes de la guerra, en una casa destartalada con un viejo sirviente de uniforme.
—Por aquí, capitana Hayward —dijo Maurice volviéndose, y señalando la sala de estar con la palma de la mano.
Cuando entró, Hayward vio a Pendergast sentado ante el fuego, con una copita en la mano derecha. El agente se levantó y le indicó un asiento.
—¿Jerez?
Hayward dejó el maletín en el sofá, y tomó asiento al lado.
—No, gracias. No es lo que suelo beber.
—¿Alguna otra cosa? ¿Cerveza? ¿Té? ¿Un martini?
Lanzó una mirada a Maurice; no quería molestarle, pero estaba exhausta por el viaje.
—Un té. Caliente y fuerte, con leche y azúcar, por favor.
El criado se fue con una inclinación de la cabeza.
Pendergast volvió a ponerse cómodo, con una pierna sobre la otra.
—¿Qué tal su viaje a Siesta Key y St. Francisville? —preguntó.
—Productivo, pero antes de nada ¿cómo está Vinnie?
—Bastante bien. No ha habido incidentes en el traslado a la clínica privada; y la segunda operación, para sustituirle la válvula de la aorta por una de cerdo, ha ido de maravilla. Se está recuperando.
Hayward se apoyó en el respaldo, con la sensación de haberse quitado un enorme peso de encima.
—Menos mal. Me gustaría verle.
—Como le dije en su momento, sería una insensatez. Incluso una llamada telefónica podría ser mala idea. Todo apunta a que nos enfrentamos con un asesino muy inteligente, que además, si no me equivoco, dispone de una fuente de información interna acerca de nosotros. —Pendergast bebió un sorbo de jerez—. Pero, en fin, acabo de recibir el informe de laboratorio sobre las plumas que sustraje en la plantación Oakley: los pájaros estaban infectados por un virus de la gripe aviar, efectivamente, pero la minúscula muestra que conseguí estaba demasiado deteriorada para hacer un cultivo. De todos modos, el investigador a mi servicio hizo una observación interesante. El virus es neuroinvasivo.
Hayward suspiró.
—Me parece que tendrá que explicármelo.
—Se esconde en el sistema nervioso humano. Es de una gran neurovirulencia. Lo cual nos aporta la última pieza del puzzle, capitana.
Llegó el té. Maurice le sirvió una taza.
—Siga.
Pendergast se levantó y empezó a pasearse delante de la chimenea.
—Este virus provoca malestar, como cualquier virus de la gripe; y, al igual que muchos virus, se esconde en el sistema nervioso, para evitar el flujo sanguíneo y por tanto el sistema inmunológico humano. Sin embargo, las similitudes acaban ahí, ya que este virus también afecta al sistema nervioso. Se trata de un efecto de lo más inusual: aumenta la actividad cerebral y desencadena un florecimiento del intelecto. Según me ha dicho mi investigador, un hombre extremadamente inteligente, la causa podría ser un simple relajamiento de las vías neurales. Por lo visto, el virus aumenta levemente la sensibilidad de las terminaciones nerviosas, de modo que se disparan más deprisa, con más facilidad y menos estímulos. Nervios de gatillo fácil, por así decirlo. No obstante, el virus también inhibe la producción de acetilcolina en el cerebro, y parece que esta combinación de efectos es lo que acaba desequilibrando el organismo, hasta que tanta información sensorial abruma a la víctima.
Hayward frunció el ceño. Le pareció que aquello era ir un poco lejos, incluso para Pendergast.
—¿Está seguro de lo que dice?
—Harían falta más investigaciones para confirmar la teoría, pero es la única respuesta que encaja. —Pendergast hizo una pausa—. Piense un momento en usted misma, capitana Hayward. Está sentada en un sofá. Es consciente de la presión del cuero en su espalda. Es consciente del calor de la taza de té en su mano. Huele el asado de cordero que habrá para cenar. Oye diversos sonidos: grillos, pájaros cantando en los árboles, el fuego de la chimenea, Maurice en la cocina...
—Pues claro —dijo Hayward—. ¿Por qué lo dice?
—Es consciente de todas esas sensaciones, y probablemente de cien más, si se parase a pensarlo; pero ahí está la cuestión: no se para a pensarlo. Una parte de su cerebro, el tálamo, para ser exactos, desempeña el papel de un agente de tráfico que se asegura de que solo sea consciente de las sensaciones más importantes en cada momento. ¿Se imagina qué pasaría si no hubiera ese agente de tráfico? Recibiría un bombardeo constante de sensaciones, y no podría descartar ninguna. A corto plazo la función cognitiva y la creatividad mejorarían, pero a largo plazo se volvería loca. Literalmente. Fue lo que le sucedió a Audubon. Y a la familia Doane, pero con mucha mayor rapidez e intensidad. Ya sospechábamos que la locura común a Audubon y a los Doane no era una simple coincidencia. Solo nos faltaba el eslabón. Hasta ahora.
—El loro de los Doane —dijo Hayward—. También tenía el virus. Como los loros robados en la plantación Oakley.
—Exacto. Mi mujer debió de descubrir este efecto tan extraordinario de modo accidental. Se dio cuenta de que la enfermedad de Audubon parecía haberle cambiado profundamente, y como epidemióloga disponía de los medios para averiguar por qué. Lo genial fue darse cuenta de que no era solo un cambio psíquico causado por la proximidad de la muerte, sino un cambio físico. Me ha preguntado qué papel tuvo ella en todo esto; pues bien, tengo motivos para creer que informó de su descubrimiento a alguna compañía farmacéutica, con las mejores intenciones, y que esa compañía intentó elaborar un fármaco. Un potenciador mental, o lo que llaman hoy en día «drogas inteligentes», creo.
—¿Y qué pasó con el fármaco? ¿Por qué razón no lo desarrollaron?
—Creo que cuando lo sepamos estaremos mucho más cerca de entender por qué mi mujer fue asesinada. Hayward volvió a hablar, lentamente.
—Hoy me he enterado de que Blackletter asesoró a varias compañías farmacéuticas después de dejar Médicos con Alas.
—Excelente. —Pendergast siguió caminando—. Estoy listo para escuchar su informe.
Hayward resumió sucintamente sus visitas a Florida y a St. Francisville.
—Tanto a Blast como a Blackletter les mató un profesional con una escopeta de calibre doce y cañones recortados, cargada con cartuchos doble cero. Entró, mató a las víctimas, lo revolvió todo y se llevó algunas cosas para que pareciese un robo.
—¿A qué compañías farmacéuticas asesoró Blackletter?
Hayward abrió su maletín, extrajo un sobre de papel, sacó una hoja y se la tendió.
Pendergast se acercó y la cogió.
—¿Ha identificado a algún antiguo contacto o socio de Blackletter?
—Solo a uno; por una foto de una ex novia.
—Excelente punto de partida.
—Hablando de Blast, hay algo que no entiendo.
Pendergast dejó la foto.
—¿Qué?
—Veamos... Está bastante claro que quien le mató fue el mismo que mató a Blackletter, pero ¿por qué? El no tenía nada que ver con el asunto de la gripe aviar, ¿verdad?
Pendergast sacudió la cabeza.
—No, nada. Muy buena pregunta. Tal vez esté relacionado con esa conversación que mantuvieron Blast y Helen. Blast me contó que cuando preguntó a Helen por el
Marco Negro
, y por la razón de que lo buscara, ella le dijo: «No quiero quedármelo. Solo quiero examinarlo». Ahora sabemos que en este caso Blast dijo la verdad; pero, evidentemente, la persona que organizó el asesinato de mi esposa no podía estar al corriente de lo dicho durante la conversación. Helen podía haberle contado más cosas a Blast, muchas más; incluso, por ejemplo sobre Audubon y la gripe aviar. Por eso era necesario que muriese, por cuestión de seguridad. No era un cabo suelto muy importante, pero seguía siendo un cabo suelto.
Hayward sacudió la cabeza.
—Qué cruel.
—En efecto.
En ese momento entró Maurice, con cara de fastidio.
—Ha venido a verle el señor Hudson.
—Que pase.
Hayward vio aparecer en la sala a un hombre bajo, corpulento y de aspecto obsequioso, con gabardina, sombrero fedora, pantalones de rayas y zapatos de cordones. Se ajustaba hasta en el menor detalle a una caricatura de detective de cine negro, cosa que evidentemente creía ser. A Hayward le extrañó sobremanera que Pendergast tuviera tratos con semejante personaje.
—Espero no interrumpir—dijo el hombre, bajando la cabeza y quitándose el sombrero.
—En absoluto, señor Hudson. —Hayward se fijó en que Pendergast no les presentaba—. ¿Trae la lista de compañías farmacéuticas que le pedí?
—Sí, y las he visitado todas...
—Gracias. —Pendergast cogió la lista—. Por favor, espere en la sala del lado este, donde escucharé su informe a su debido tiempo. —Hizo una señal con la cabeza a Maurice—. Asegúrate de que el señor Hudson se sienta a gusto, y sírvele una bebida sin alcohol.
El viejo criado le acompañó otra vez al vestíbulo.
—¿Se puede saber qué le ha hecho para que esté tan...? Hayward buscó la palabra indicada—. ¿Dócil?
—Una variante del síndrome de Estocolmo. Primero le amenazas de muerte, y luego te muestras magnánimo y le perdonas la vida. El pobre cometió el error de esconderse en mi garaje con una pistola cargada, en un intento bastante chapucero de chantajearme.
Hayward se estremeció al volver a acordarse de por qué le desagradaban tanto los métodos de Pendergast.
—En fin, ahora trabaja para nosotros. El primer encargo consistía en elaborar una lista de todas las compañías farmacéuticas en ochenta kilómetros a la redonda de la casa de los Doane, basándome en que ochenta kilómetros es la distancia máxima que podría cubrir un loro que ha huido. No tenemos más que compararla con la lista que ha hecho usted de las compañías asesoradas por Blackletter.
Pendergast levantó las dos hojas de papel y las miró alternativamente. De pronto se le endureció la expresión. Bajó las hojas y miró a Hayward a los ojos.
—Hay una que coincide —dijo—. Longitude Pharmaceuticals.
Baton Rouge
La casa, de un cálido estuco amarillo con ribetes, estaba en un barrio burgués al borde de Spanish Town, y tenía un jardín delantero muy pequeño, abarrotado de tulipanes. Laura Hayward siguió a Pendergast por el camino de ladrillo que llevaba a la puerta. Echó un vistazo al letrero de grandes dimensiones que advertía:
ABSTÉNGANSE VENDEDORES.
No presagiaba nada bueno. Hayward estaba un poco molesta, porque Pendergast había rechazado su propuesta de que llamasen para concertar una entrevista.
Les abrió la puerta un hombre bajo, con poco pelo, que les escrutó a través de sus gafas redondas.
—¿Qué desean?
—¿Está Mary Ann Roblet en casa? —preguntó Pendergast con su acento sureño más melifluo, lo que irritó aún más a Hayward, que tuvo que volver a recordarse que no lo hacía por él, sino por Vinnie.
El hombre vaciló.
—¿De parte de quién?
—Aloysius Pendergast y Laura Hayward.
Otra vacilación.
—¿Son... de alguna iglesia?
—No —dijo Pendergast—. Tampoco vendemos nada. Esperó, con una sonrisa amable en la cara.
Tras vacilar unos instantes, el hombre dijo algo en voz alta por encima del hombro.
—Mary Ann... Han venido a verte dos personas.
Esperó en la puerta, sin invitarles a entrar.
Poco después se afanó en llegar a la puerta una mujer vivaracha, gruesa y pechugona, con el pelo blanco bien peinado y discretamente maquillada.
—¿Sí?
Pendergast volvió a hacer las presentaciones, a la vez que sacaba la placa del traje, la abría ante ella con un movimiento fluido, la cerraba otra vez y la guardaba en algún lugar debajo de la tela negra. Hayward se sobresaltó al ver que dentro de la placa había colocado la foto que había cogido en casa de Blackletter.
Mary Ann Roblet se ruborizó.
—¿Podemos hablar en privado, señora Roblet?
La mujer estaba demasiado nerviosa para responder, y cada vez más sonrojada.
El hombre, a todas luces su marido, se había quedado detrás, receloso.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Quién es esta gente?
—Del FBI.
—¿Del FBI? ¿Del FBI? Pero ¿qué pasa? —Se volvió hacia ellos—. ¿Qué quieren?
Habló Pendergast.
—Señor Roblet, es pura rutina. No hay por qué preocuparse. Pero es confidencial. Tenemos que hablar unos minutos con su mujer. Entonces, ¿podemos pasar, señora Roblet?
Ella, completamente sonrojada, se apartó de la puerta.
—¿Hay algún sitio de la casa donde podamos hablar en privado? —preguntó Pendergast—. Si no le importa.
La señora Roblet recuperó la voz.
—Podemos ir al estudio.
La siguieron a una sala pequeña en la que había dos sillones muy mullidos, un sofá, moqueta blanca en todo el suelo y un enorme televisor de plasma en un rincón. Pendergast cerró la puerta con firmeza, mientras el señor Roblet se quedaba ceñudo en el pasillo. La señora Roblet se sentó remilgadamente en el sofá, arreglándose el borde del vestido. En vez de sentarse en una de las sillas, Pendergast lo hizo al lado de ella, en el sofá.
—Perdone que la hayamos molestado —dijo en voz baja y agradable—. Esperamos no robarle más que unos pocos minutos.
Tras un silencio, la señora Roblet dijo:
—Supongo que están investigando... la muerte de Morris Blackletter.