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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (31 page)

BOOK: Pantano de sangre
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De pronto, el cirujano apareció delante de ella. Tema la bata de cirugía muy arrugada, y se le veía pálido y cansado. El padre Bell estaba detrás.

Al ver al sacerdote, a Hayward le dio un vuelco el corazón. Ya sabía que llegaría el momento, pero ahora que lo tenía delante, se vio incapaz de soportarlo. «Oh, no. Oh, no, no, no...» Notó que Pendergast le cogía la mano.

El cirujano carraspeó.

—Vengo a decirles que la operación ha salido bien. Hemos terminado hace tres cuartos de hora, y desde entonces hemos estado vigilando de cerca al paciente. Las constantes son prometedoras.

—Les llevo a verle —dijo el padre Bell.

—Solo un momento —añadió el cirujano—. Está casi inconsciente, y muy débil.

Hayward se quedó unos instantes sin moverse, aturdida, intentando digerirlo. Pendergast le decía algo, pero no lo entendía. Después notó que la ponían de pie —en un lado el agente del FBI, y en el otro el cura—, y la hacían caminar por el pasillo. Giraron a la izquierda, y después a la derecha, pasando al lado de puertas cerradas y salas llenas de camillas y sillas de ruedas vacías. Cruzando una puerta abierta, llegaron a un espacio pequeño, delimitado por mamparas móviles. Una enfermera apartó una, y apareció Vinnie. Estaba conectado a una docena de aparatos, y tenía los ojos cerrados. Por debajo de la sábana serpenteaban tubos, uno de plasma y otro de suero. A pesar de la corpulencia del paciente, se le veía frágil, casi como de papel.

Hayward retuvo la respiración. En ese momento, los ojos del teniente se abrieron, volvieron a cerrarse y se abrieron otra vez. Les miró en silencio, uno a uno, hasta enfocar sus ojos en los de ella.

Al mirarle fijamente, Hayward sintió que se desmoronaba su capacidad de control, aquella presencia de ánimo que podía con todo y de la que tanto se enorgullecía. Lágrimas calientes cayeron por sus mejillas.

—Vinnie... —sollozó.

Los ojos de D'Agosta también se empañaron. Después los cerró lentamente.

Pendergast rodeó a Hayward con un brazo. Ella, hundió la cara en la tela de la camisa del agente, sucumbiendo a la emoción y dejando que el llanto sacudiera su cuerpo. Hasta ese momento, en que veía vivo a Vinnie, no se había dado cuenta de lo cerca que había estado de perderle.

—Lo siento, pero ahora tendrían que irse —dijo en voz baja el cirujano.

Hayward se irguió, se secó los ojos y respiró profundamente, llenando sus pulmones.

—Aún no está fuera de peligro. El traumatismo le ha afectado gravemente el corazón. Habrá que cambiarle la válvula aórtica lo antes posible.

Asintió con la cabeza. Después se despegó del brazo de Pendergast, volvió a mirar a D'Agosta y se giró.

—Laura —le oyó decir con voz ronca.

Miró hacia atrás. D'Agosta seguía en la cama, con los ojos cerrados. ¿Habían sido imaginaciones suyas?

Entonces él se movió un poco y volvió a abrir los ojos. Movió la mandíbula, pero no salió ningún sonido.

Ella se acercó y se inclinó hacia la cama.

—Haz que mi trabajo haya servido de algo —dijo él, con lo que a duras penas fue un susurro.

47

Plantación Penumbra

La gran chimenea de la biblioteca estaba encendida. Hayward observó cómo el mayordomo, Maurice, servía el café de después de la cena; el vetusto personaje, de curiosa inexpresividad en su arrugado rostro, se abría camino entre los muebles. Se dio cuenta de que el criado había evitado mirar el morado de la mandíbula de Pendergast. Se dijo que después de tantos años quizá estuviera acostumbrado a ver un poco tocado a su jefe.

La mansión y el terreno eran exactamente como se los había imaginado: robles antiguos cubiertos de barba de viejo, un porche de columnas blancas y muebles descoloridos de antes de la guerra de Secesión. El mayordomo le había asegurado que ni siquiera faltaba un viejo fantasma familiar, que erraba cerca, por las ciénagas; otro tópico. De hecho, lo único que le sorprendió fue el estado general de deterioro del exterior de Penumbra. Era un poco raro, porque ella suponía que Pendergast tenía mucho dinero. Dejó de lado esas cavilaciones, diciéndose que ni Pendergast ni su familia le interesaban lo más mínimo.

La noche anterior, antes de salir del hospital, Pendergast le había preguntado, con cierto detalle, por su visita a Constance Greene. A continuación le había ofrecido alojarse en Penumbra, a lo que Hayward había renunciado, ya que prefería hacerlo en un hotel cerca del hospital. No obstante, su siguiente visita a D'Agosta, por la mañana, había supuesto la confirmación de las palabras del cirujano: la recuperación sería lenta y larga. Ausentarse del trabajo no era un problema —de hecho Hayward ya acumulaba demasiadas vacaciones—, pero la idea de matar el tiempo en una deprimente habitación de hotel le resultaba insoportable; sobre todo porque, a instancias de Pendergast, iban a trasladar a Vinnie a un lugar vigilado en cuanto fuera médicamente posible, y —en aras de la seguridad— incluso a ella le prohibirían visitarle. Por la mañana, en un breve interludio de conciencia, Vinnie había vuelto a implorarle que retomase el caso donde lo había dejado él, que ayudara a llegar hasta el fondo.

Por ello, después de comer, cuando Pendergast había enviado su coche a recogerla, Hayward había pagado el hotel y aceptado su invitación de alojarse en Penumbra. No estaba dispuesta a ayudar, pero había decidido prestar oído a los detalles. Algunos ya los conocía por las llamadas telefónicas de Vinnie. Parecía la típica investigación de Pendergast, fundada en corazonadas, vías muertas y pruebas contradictorias, con el hilo conductor de una labor policial muy cuestionable.

Sin embargo, una vez en Penumbra, mientras escuchaba las explicaciones de Pendergast, que empezaron durante la cena y siguieron en torno a los cafés, se dio cuenta de que aquella historia tan inconexa tenía una lógica interna. Pendergast le explicó la obsesión por Audubon de su difunta esposa, y cómo habían rastreado su interés por la cotorra de las Carolinas, el
Marco Negro
, el loro extraviado y el extraño destino de la familia Doane. Le leyó pasajes del diario de la hija de los Doane, un escalofriante descenso a la locura; le describió su visita a Blast, otro que buscaba el
Marco Negro
y que había sido asesinado hacía poco, al igual que el antiguo jefe de Helen Pendergast en Médicos con Alas, Morris Blackletter; y al final, le expuso la serie de deducciones y descubrimientos que les habían llevado al hallazgo del
Marco Negro
.

Cuando el agente se quedó en silencio, Hayward se apoyó en el respaldo del sillón y, entre sorbos de café, repasó mentalmente la insólita información, buscando puntos en común y conexiones lógicas sin encontrar casi ninguno. Habría que trabajar mucho más para cubrir las lagunas.

Echó un vistazo al cuadro que recibía el nombre de
Marco Negro
. La luz indirecta de la chimenea no le impidió ver los detalles: la mujer en la cama, la austera habitación, la desnudez fría y blanca de su cuerpo... Turbador, por decirlo suavemente.

Volvió a mirar a Pendergast, que ya llevaba su característico traje negro.

—Así que usted cree que a su mujer le interesaba la enfermedad de Audubon; una enfermedad que, por alguna razón, le convirtió en un genio creativo.

—Sí, debido a algún efecto neurológico desconocido. Para alguien con los intereses de Helen, habría sido un descubrimiento farmacológico de incalculable valor.

—Y para lo único que quería el cuadro era para confirmar su teoría.

Pendergast asintió con la cabeza.

—El cuadro es el eslabón entre la producción temprana de Audubon, que es anodina, y su talento posterior. Es la prueba de la transición que experimentó. Sin embargo, esto no acaba de resolver el misterio central del caso: los pájaros.

Hayward frunció el entrecejo.

—¿Los pájaros?

—Las cotorras de las Carolinas. Y el loro de los Doane. Hayward también había estado dándole vueltas, inútilmente, a la enfermedad de Audubon.

—¿Y?

Pendergast bebió un sorbo de café.

—Creo que tenemos entre manos una cepa de gripe aviar.

—¿Gripe aviar? ¿Se refiere a la gripe del pollo?

—Creo que es la enfermedad que postró a Audubon, estuvo a punto de matarle y fue responsable de su florecimiento creativo. Todos sus síntomas: fiebre alta, dolor de cabeza, delirio y tos cuadran con la gripe; la cual, sin duda, contrajo mientras diseccionaba una cotorra de las Carolinas.

—No tan deprisa. ¿Cómo lo sabe?

En respuesta, Pendergast cogió un libro gastado con encuadernación de piel.

—Este es el diario de mi tatarabuelo, Boethius Pendergast. Entabló amistad con Audubon durante la juventud del artista.

Abrió el diario por una página señalada con un hilo plateado, y al encontrar el pasaje que buscaba, empezó a leer en voz alta.

21 de agosto J. J. A. ha vuelto a pasar con nosotros la velada. Durante la tarde se ha entretenido diseccionando dos cotorras de las Carolinas, especie sin mayor interés que sus curiosos colores. Después las ha rellenado y las ha montado en madera de ciprés. Hemos cenado bien. Luego hemos dado un paseo por el parque. Se ha despedido de nosotros hacia las diez y media. La semana que viene tiene pensado hacer un viaje río arriba, donde asegura que tiene perspectivas de negocio.

Pendergast cerró el diario.

—Audubon no llegó a hacer el viaje río arriba. La causa fue que en cuestión de una semana se le manifestaron los síntomas que acabarían llevándole al sanatorio de Meuse St. Claire.

Hayward señaló el diario con la cabeza.

—¿Usted cree que su mujer vio este pasaje?

—Estoy seguro. Si no, ¿por qué habría robado aquellos especimenes de cotorra de las Carolinas, justamente los que diseccionó Audubon? Quería hacerles las pruebas de la gripe aviar. —Pendergast hizo una pausa—. Y quizá algo más que simples pruebas: tenía la esperanza de extraer una muestra viva del virus. Vincent me dijo que lo único que quedaba de las cotorras que robó mi mujer eran algunas plumas. Por la mañana iré a la plantación Oakley, me haré con las plumas en cuestión, prudentemente, y las mandaré analizar, para confirmar mis sospechas.

—Pero eso sigue sin explicar la relación entre las cotorras y la familia Doane.

—Es muy sencillo. Los Doane contrajeron la misma enfermedad que Audubon.

—¿Por qué lo dice?

—Porque existen demasiadas similitudes para que no sea así, capitana. El brote súbito de talento creativo, seguido de la demencia. Demasiadas similitudes, y Helen lo sabía. Por eso fue a robarles el loro.

—Pero cuando ella se llevó el pájaro, la familia aún estaba sana. No tenían gripe.

—Uno de los diarios de la casa de los Doane menciona, de pasada, que la familia pasó la gripe poco después de la aparición del pájaro.

—Dios mío...

—Y luego, poco después, manifestaron señales de genialidad creativa. —Pendergast hizo otra pausa—. Helen fue a quitarles el loro a los Doane. De eso estoy seguro. Tal vez para evitar una mayor propagación de la enfermedad. Y para analizarlo, por supuesto, a fin de confirmar sus sospechas. Fíjese en lo que escribió Karen Doane en su diario acerca del día en el que Helen se llevó el loro: «Llevaba guantes de cuero, y metió el pájaro y su jaula en una bolsa de basura». ¿Por qué? Al principio supuse que la bolsa solo era para esconderlo, pero no, era para no contagiarse, ni contaminar el coche.

—¿Y los guantes de cuero?

—Seguro que los llevaba para esconder guantes quirúrgicos debajo. Helen intentaba alejar un vector viral de la población humana. No cabe duda de que tanto el ave como la jaula y la bolsa fueron incinerados, naturalmente después de que Helen tomase las muestras necesarias.

—¿Incinerados? —repitió Hayward.

—Protocolo estándar. En última instancia, también debieron de incinerarse las muestras que tomó.

—¿Por qué? Si la familia Doane estaba infectada podían contagiárselo a otras personas. Quemar el pájaro sería como cerrar la puerta del establo cuando ya se ha escapado el caballo.

—No exactamente. Resulta que la gripe aviar pasa con facilidad de las aves a los hombres, pero tiene mucha más dificultad para hacer lo mismo entre seres humanos. Los vecinos no corrían peligro. Para la familia Doane, naturalmente, ya era demasiado tarde. —Pendergast acabó el café y dejó la taza a un lado—. Sin embargo, sigue en pie un misterio central: ¿de dónde se escapó el loro de los Doane? Y, aún más importante: ¿cómo se convirtió en portador?

A pesar de su escepticismo, Hayward no pudo evitar sentirse intrigada.

—Quizá se equivoque. Quizá el virus estuviera latente durante todo ese tiempo y el pájaro lo contrajo de manera natural.

—Lo dudo. Recuerde que el loro tenía una anilla. No, el genoma viral tuvo que secuenciarse y reconstruirse minuciosamente en un laboratorio, usando material de las cotorras de las Carolinas robadas. Y después se inoculó en pájaros vivos.

—Es decir, que el loro se escapó de un laboratorio.

—Exacto. —Pendergast se levantó—. Queda en pie la principal pregunta: ¿qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Helen, y los asesinatos y ataques contra nosotros de los últimos días, si es que tiene algo que ver?

—¿No está olvidando otra pregunta? —inquirió Hayward.

Pendergast la miró.

—Dice que Helen robó las cotorras que había estudiado Audubon, las que supuestamente le contagiaron. Asimismo, Helen fue a ver a la familia Doane y les robó el loro, porque, como también ha dicho usted, sabía que estaba infectado. De lo cual se deduce que Helen es el hilo conductor entre los dos hechos. ¿Y no tiene curiosidad por saber qué papel pudo tener en la secuencia y la inoculación?

Pendergast se volvió, pero no antes de que pasara por su rostro una mirada de dolor. Hayward casi se arrepintió de haber hecho aquella pregunta.

La biblioteca se quedó en silencio. Finalmente, Pendergast se volvió otra vez hacia la capitana.

—Tenemos que retomarlo donde lo dejamos Vincent y yo.

—¿«Tenemos»?

—Doy por hecho que cumplirá usted el deseo de Vincent. Necesito un colaborador competente y, si mal no recuerdo, usted proviene de esta zona. Le aseguro que lo hará muy bien.

Sus suposiciones, su actitud condescendiente, eran de lo más irritante. Hayward conocía de sobra las técnicas de investigación heterodoxas de Pendergast, su alegre falta de respeto a las normas y el reglamento, y sus escarceos al margen de la ley. Ella lo encontraría molesto, tal vez intolerable. Hasta podía perjudicarla profesionalmente. Sostuvo su insistente mirada. De no ser por aquel hombre, Vinnie no estaría en un hospital, en estado crítico y esperando una nueva válvula cardiaca.

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