Pantano de sangre (33 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

BOOK: Pantano de sangre
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—Bien, señor Hudson, si va a trabajar para mí, tiene que contármelo todo. Sobre Blast y sobre su misión.

Hudson estuvo encantado de hacerlo.

—Blast me llamó por teléfono después de que usted fuera a verle. La verdad es que se llevó un buen susto con el asunto de las pieles ilegales. Dijo que iba a congelar el negocio indefinidamente. También dijo que usted estaba siguiendo la pista del cuadro, el
Marco Negro
, y me pidió que le vigilara, para poder quitárselo si lo encontraba.

Pendergast asintió, sobre las yemas unidas de sus dedos.

—Ya le he dicho que tenía la esperanza de que usted le llevase hasta el
Marco Negro
. Yo le vigilaba, y vi la que organizó en Pappy's. Después le perseguí, pero se me escapó. Otro gesto de asentimiento.

—Entonces fui a ver a Blast, para informarle, y me lo encontré muerto. Dos disparos que le dejaron hecho cisco. Me debía cinco mil, por mi tiempo y los gastos. Supuse que le había matado usted, y se me ocurrió venir a verle para recuperar lo que se me debía.

—Siento decirle que no fui yo quien mató a Blast, sino otra persona.

Hudson asintió con la cabeza, sin saber si creérselo.

—¿Y qué sabía usted de los negocios del señor Blast?

—Poca cosa. Ya le he dicho que se dedicaba al tráfico ilegal de productos animales, concretamente pieles, aunque daba la impresión de que le importaba aún más el
Marco Negro
. Estaba obsesionado.

—¿Y usted, señor Hudson? ¿Cuál es su historia?

—Era poli, pero me relegaron a administración por diabético. Como no aguantaba pasarme todo el día en un despacho, me hice investigador privado. De eso hace unos cinco años. Trabajé mucho para Blast, sobre todo investigando el pasado de sus... socios comerciales y sus proveedores. Blast tenía mucho cuidado al elegir con quién trabajaba. El mercado de animales está lleno de polis de paisano y de infiltrados. El casi siempre trataba con un tal Victor.

—¿Victor qué más?

—No llegué a oír el apellido.

Pendergast miró su reloj.

—Es la hora de cenar, señor Hudson, y, aunque lo lamento, no puede quedarse.

Hudson también lo lamentó.

Pendergast metió una mano en la americana y sacó un pequeño fajo de billetes.

—De lo que le debía Blast no puedo responder —dijo—, pero esto es para sus primeros días de empleo. Quinientos al día más gastos. En adelante, trabajará desarmado y exclusivamente para mí. ¿Lo ha entendido?

—Sí.

—Hay un pueblo que se llama Sunflower, justo al oeste del pantano de Black Brake. Quiero que consiga un mapa, trace un círculo en un radio de ochenta kilómetros alrededor de la localidad e identifique todas las compañías farmacéuticas y centros de investigación sobre fármacos que haya dentro del círculo, desde hace quince años. Quiero que las visite todas; finja ser un motorista que se ha perdido. Acérquese todo lo posible sin infringir ninguna prohibición. No tome notas, ni haga fotos. Memorícelo todo. Observe, y dentro de veinticuatro horas, venga a informarme. En eso consiste su primer encargo. ¿Me ha entendido?

Hudson lo había entendido. Oyó que se abría la puerta, y voces en el vestíbulo. Había llegado alguien.

—Sí. Gracias.

Aún era más dinero del que le pagaba Blast, y por un encargo de lo más sencillo. Mientras no tuviera que entrar en el pantano propiamente dicho... Era un sitio del que ya había oído demasiados rumores.

Pendergast le acompañó a la puerta de la cocina. Hudson salió a la noche, lleno de intensa gratitud y lealtad hacia quien le había permitido seguir con vida.

49

St. Franásville, Luisiana

Laura Hayward salió del pueblo tras el coche patrulla, por una carretera llena de curvas que llevaba hacia el sur, al Mississippi. Se sentía llamativa, y bastante violenta, al volante del Porsche descapotable de época de Helen Pendergast, pero el agente del FBI había sido tan cortés al ofrecerle el coche de su mujer, que no había tenido el valor de negarse. Mientras conducía por la pendiente bajo un dosel de robles y nogales, se acordó de su primer trabajo en la policía de Nueva Orleans. Entonces solo era operadora sustituía, pero la experiencia la había reafirmado en su deseo de ser policía. Eso fue antes de irse al norte, a Nueva York, para estudiar en el John Jay College of Criminal Justice, e incorporarse a su primer puesto como agente de tráfico. Los casi quince años transcurridos le habían hecho perder casi todo su acento sureño, y, de paso, la habían convertido en toda una neoyorquina.

Al ver St. Francisville, con sus casas encaladas, de largos porches y tejados de chapa, y su ambiente cargado de olor a magnolia, notó que al instante se perforaba su caparazón neoyorquino. Pensó que de momento su experiencia con la policía de la zona había ido mejor que mientras buscaba información sobre el asesinato de Blast en Florida, donde la habían mareado con tanta burocracia. Las buenas maneras del viejo Sur aún no habían muerto del todo.

El coche patrulla se metió por el camino de entrada de una casa, seguido por Hayward, que aparcó al lado. Al bajar vio un rancho modesto, con macizos de flores muy cuidados, entre dos magnolios.

Los dos policías —un sargento de la división de homicidios y un agente raso— que la habían acompañado hasta la casa de Blackletter bajaron del coche y se acercaron a ella, subiéndose los cinturones. El que era blanco, Field, era pelirrojo, tenía una cara sonrosada y sudaba en abundancia. El otro, el sargento detective Cring, era de una seriedad casi excesiva; parecía un hombre que cumplía su deber y ponía escrupulosamente todos los puntos sobre las íes, sin dejarse nada.

La casa encalada como las contiguas, se veía pulcra y limpia. Sobre el césped flotaba una cinta policial que había desprendido el viento y que se enrollaba en las columnas del porche. La cerradura de la puerta estaba tapada con cinta adhesiva naranja.

—Capitana —dijo Cring—, ¿quiere inspeccionar el terreno o prefiere entrar?

—Entremos, por favor.

Hayward les siguió al porche. Su llegada sin previo aviso a la comisaría de St. Francisville había sido todo un acontecimiento, aunque no precisamente positivo al principio. No les había gustado nada ver llegar a un capitán de la policía de Nueva York —mujer, para colmo— en un coche deslumbrante, para investigar un homicidio local sin advertir ni respetar a los agentes de las fuerzas del orden; ni tan siquiera había hecho una simple llamada de cortesía desde el norte. Sin embargo, Hayward había logrado disipar los recelos con sus comentarios simpáticos acerca de su época en la policía de Nueva Orleans; poco después, ya parecían amigos de toda la vida. Al menos, así lo esperaba ella.

—Vamos a dar una vuelta —añadió Cring al acercarse a la puerta.

Sacó una navaja y cortó la cinta. Al quedar libre, la puerta, que tenía rota la cerradura, se abrió por sí sola.

—¿Y esto? —preguntó Hayward, señalando una caja de fundas para los pies, al lado de la puerta.

—Ya lo hemos registrado todo a fondo —dijo Cring—. No es necesario ponérselas.

—De acuerdo.

—Era un caso bastante claro —dijo Cring al entrar en la casa, que exhalaba olor a cerrado, a aire ligeramente enrarecido.

—¿Claro en qué sentido? —preguntó Hayward.

—Un robo con mal final.

—¿Cómo lo saben?

—Estaba todo revuelto. Se habían llevado unos cuantos aparatos: el televisor de pantalla plana, un par de ordenadores, un equipo de música... Daremos una vuelta y lo verá usted misma.

—Gracias.

—Ocurrió entre las nueve y las diez de la noche. El ladrón usó una palanca para entrar, como probablemente habrá observado, y cruzó el vestíbulo para ir al estudio del fondo, donde estaba Blackletter trabajando con sus robots.

—¿Robots?

—Le entusiasmaban los robots. Eran su hobby.

—Así que el culpable entró y fue directamente desde aquí al estudio.

—Eso parece. Debió de oír a Blackletter y decidió eliminarle antes de robar.

—¿El coche de Blackletter estaba en el camino de entrada?

—Sí.

Hayward siguió a Cring al estudio. Había una mesa larga, cubierta de piezas de metal, cables, circuitos impresos y todo tipo de aparatos extraños. Debajo, en el suelo, se veía una mancha grande y negra, y la pared de bloques de hormigón estaba llena de salpicaduras de sangre y agujeros de bala. Aún había conos de señalización y flechas por todas partes.

«Una escopeta —pensó Hayward—. Como Blast.» —Le habían recortado el cañón —dijo Cring—. Calibre doce, según el análisis de las salpicaduras y los casquillos que encontramos. Doble cero.

Hayward asintió con la cabeza, y examinó la puerta del estudio: metal grueso, con una capa de material aislante duro fijada por dentro con tornillos. Las paredes y el techo también estaban insonorizados. Se preguntó si Blackletter estaba trabajando con la puerta abierta o cerrada. Si, tal como parecía, era un hombre meticuloso, la habría tenido cerrada, para que no saliera polvo y suciedad hacia la cocina.

—Después de disparar a la víctima —continuó Cring—, el asesino volvió a la cocina, donde hemos encontrado pisadas manchadas de sangre, cruzó el vestíbulo y entró en el salón.

Hayward estuvo a punto de decir algo, pero se mordió la lengua. No se trataba de ningún robo, pero no servía de nada señalarlo.

—¿Podemos ver el salón?

—Por supuesto.

Cring la llevó por la cocina y el vestíbulo, hasta llegar al dormitorio. No habían tocado nada. Todo seguía patas arriba. Habían revuelto un escritorio de tapa deslizante. Se veían cartas y fotos desperdigadas, libros tirados de la estantería y un sofá rajado con un cuchillo. En la pared había un agujero, donde había estado fijado el soporte del televisor de pantalla plana desaparecido.

Hayward vio en el suelo un abrecartas antiguo de plata de ley, con incrustaciones de ópalo, que habían tirado del escritorio. Al pasear la vista por el salón, se fijó en que había numerosos objetos de plata y oro, pequeños y de fabricación artesanal: ceniceros, barriles pequeños y cajitas, teteras, cucharillas, bandejitas, apagavelas, tinteros y figurillas, todos hermosamente tallados. Algunos tenían piedras preciosas incrustadas. Daba la impresión de que los hubieran tirado al suelo sin contemplaciones.

—¿Y todos estos objetos de plata y oro? —preguntó—. ¿Robaron alguno?

—Que nosotros sepamos, no.

—Parece extraño.

—Son cosas muy difíciles de vender, sobre todo en esta zona. Lo más probable es que el ladrón fuera un drogadicto que solo buscaba algo para un chute rápido.

—Toda esta plata parece formar parte de una colección.

—Lo era. El doctor Blackletter participaba en la sociedad histórica local, y de vez en cuando donaba cosas. Estaba especializado en plata americana de preguerra.

—¿De dónde sacaba el dinero?

—Era médico.

—Tengo entendido que trabajó en Médicos con Alas, una organización benéfica sin mucho dinero. Esta plata debe de valer una pequeña fortuna.

—Después de Médicos con Alas asesoró a varias compañías farmacéuticas. En esta zona hay bastantes; es uno de los puntales de la economía de la zona.

—¿Tienen algún expediente sobre el doctor Blackletter? Me gustaría verlo.

—Está en comisaría. Le daré una copia cuando hayamos terminado aquí.

Hayward siguió observando el salón. Tenía un vago sentimiento de insatisfacción, como si se pudiera sacar algo más del lugar del crimen. Su mirada recayó en varias fotos con marco de plata, que parecían haber caído de una estantería.

—¿Puedo?

—Usted misma. Ya ha pasado la policía científica, y lo ha examinado todo al milímetro.

Se arrodilló y cogió varias fotos. Supuso que los que salían en ellas eran parientes y amigos. En algunas instantáneas el protagonista era Blackletter: en África, pilotando un avión, vacunando a nativos y delante de un hospital de campo. En varias imágenes aparecía con una rubia muy guapa, algunos años menor que él. En una de ellas le pasaba el brazo por la espalda.

—¿El doctor Blackletter estaba casado?

—No —contestó Cring.

Hayward giró la última foto entre sus manos. El cristal del marco se había roto al chocar contra el suelo. Sacó la fotografía del marco y le dio la vuelta. Al dorso había algo escrito, con letra grande y redondeada:
«Para Morris, en recuerdo del vuelo sobre el lago. Con cariño, M.»
.

—¿Puedo quedármela? Solo la foto.

Un titubeo.

—Bueno, tendríamos que anotarlo en el informe. —Otro titubeo—. ¿Puedo preguntarle por qué?

—Podría ser pertinente para mi investigación.

Hayward había tenido la precaución de no explicarles exactamente de qué investigación se trataba, y ellos, después de algunos intentos no muy entusiastas de averiguarlo, habían tenido el tacto de no insistir.

Cring, sin embargo, volvía a ello.

—Si no le importa que se lo pregunte, nos sorprende un poco que a una capitana de homicidios de la policía de Nueva York le interese un robo con asesinato cometido por aquí, bastante rutinario. No queremos ser indiscretos, pero sería útil saber qué busca, para poder ayudarla.

Consciente de que no podía eludir por más tiempo la pregunta, Hayward optó por despistarles.

—Está relacionado con una investigación de terrorismo.

Silencio.

—Ah.

—Terrorismo —repitió Field a sus espaldas, hablando por primera vez. Les había estado siguiendo tan silenciosamente, que Hayward casi ya ni se acordaba de su presencia—. He oído que hay mucho de eso en Nueva York.

—Sí —dijo ella—. Entenderán que no podamos entrar en detalles.

—Por supuesto.

—Actuamos con total discreción. Por eso he venido de manera informal. No sé si me explico.

—Sí, claro —dijo Field—. Si no es demasiado preguntar, ¿tiene algo que ver con los robots?

Hayward le sonrió rápidamente.

—Cuanto menos diga, mejor.

—Por supuesto —dijo el agente, sonrojándose de satisfacción por haberlo adivinado.

Hayward odiaba mentir. Siempre era malo y, como se descubriese, podía quedarse sin trabajo.

—Déme esa foto —dijo Cring, con una mirada de advertencia a su subordinado—. Haré que la registren y se la devuelvan enseguida.

Deslizó la foto en un sobre de pruebas, lo cerró y le puso sus iniciales.

—Creo que ya estamos —dijo Hayward, mirando a su alrededor con sentimiento de culpa por su burdo engaño; ojalá no se le empezasen a contagiar las tácticas de Pendergast.

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