Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
D'Agosta se quedó de piedra.
—La letra de su mujer... ¿era amplia y curvilínea?
—Sí. Pero ¿le importaría decirme qué pasa?
—¿Sabe las dos cotorras de las Carolinas disecadas de Audubon que se guardaban en Oakley? Pues solo quedan unas plumas. Y a ver si lo adivina: las robó su mujer.
Después de un momento se oyó la respuesta, gélida.
—Entiendo.
D'Agosta interrumpió a Pendergast al oír pisadas en la escalera del desván.
—Tengo que colgar.
Cerró el teléfono justo cuando aparecía Marchant por la esquina, con las fotocopias.
—Bien, teniente —dijo ella al dejarlas sobre la mesa—, ¿nos va a resolver el crimen?
Le obsequió con una sonrisa llena de vivacidad. D'Agosta reparó en que había aprovechado para volver a ponerse colorete y retocarse los labios. Pensó que probablemente aquello era mucho más emocionante que ver varios episodios seguidos de
Se ha escrito un crimen
.
Guardó los papeles en el maletín y se levantó para irse.
—No, me temo que la pista se ha enfriado. Demasiado. De todos modos, gracias por su ayuda.
Plantación Penumbra
—¿Está seguro, Vincent? ¿Totalmente seguro?
D'Agosta asintió con la cabeza.
—Lo he consultado en el hotel de la zona, el Houma House. Después de examinar los pájaros de la plantación Oakley, dando el nombre de su gato, su mujer pasó la noche en el hotel. Esta vez usó su verdadero nombre. Probablemente le pidieron que se identificara, sobre todo si pagaba al contado. No tenía sentido pasar la noche allí si no tenía planeado volver al día siguiente, entrar sin ser vista y apoderarse de los pájaros. —Le pasó una hoja a Pendergast—. Este es el registro de la plantación Oakley.
Pendergast la reconoció enseguida.
—Es la letra de mi esposa. —Cuando la dejó, su rostro era como una máscara—. ¿Está seguro de la fecha del robo?
—El 23 de septiembre, día más, día menos.
—Aproximadamente seis meses después de que Helen y yo nos casáramos.
En el salón de la primera planta se hizo un silencio incómodo. D'Agosta apartó la vista de Pendergast para deslizaría con profundo malestar por la alfombra de cebra y los trofeos de caza, hasta posarla en la gran vitrina de madera, con su panoplia de escopetas potentes y cubiertas de bonitos adornos. Se preguntó cuál sería la de Helen.
Maurice se asomó.
—¿Más té, señores?
D'Agosta sacudió la cabeza. Maurice le desconcertaba. El anciano sirviente siempre andaba cerca, como una madre.
—Gracias, Maurice, de momento estamos servidos —dijo Pendergast.
—Muy bien, señor.
—¿Y usted? ¿Qué ha averiguado? —preguntó D'Agosta.
Al principio, Pendergast no respondió. Después entrelazó muy lentamente los dedos y se puso las manos en el regazo.
—He visitado el Bayou Grand Hotel, en el antiguo emplazamiento del sanatorio Meuse St. Claire, donde Audubon pintó el Marco Negro. Mi mujer había pasado por allí preguntando por el cuadro. Debió de hacerlo pocos meses antes de conocerme. Un año antes que ella, también había hecho preguntas sobre el cuadro otra persona, un coleccionista o marchante, de dudosa reputación, al parecer.
—Así, que había otros que sentían curiosidad por el Marco Negro.
—Y mucha, por lo que parece. Por otra parte, he logrado encontrar algunos papeles interesantes en el sótano del sanatorio. Tratan de la evolución y el tratamiento de la enfermedad de Audubon, y cosas así. —Pendergast cogió una cartera de piel, la abrió y sacó una hoja de papel antigua, manchada y amarillenta, dentro de un envoltorio de plástico. La parte inferior estaba medio podrida—. Esto es un informe sobre Audubon escrito por el doctor Arne Torgensson, el médico a cuyo cargo estaba en el sanatorio. Voy a leerle la parte relevante.
El paciente ha mejorado mucho, tanto en la fuerza de sus brazos y sus piernas cuanto en su estado mental. Ya se encuentra en régimen ambulatorio, y divierte a los demás pacientes con relatos de sus aventuras en la Frontera. La semana pasada pidió pinturas, un bastidor y un lienzo, y empezó a pintar.; Y qué pintura! Son notables el vigor de las pinceladas y lo inusual de la paleta. Representa un originalísimo...
Pendergast volvió a guardar la hoja en la cartera.
—Como ve, falta la parte más importante: la descripción del cuadro. Nadie sabe cuál era el tema.
D'Agosta bebió té, deseando que fuera una Bud.
—A mí me parece obvio. El cuadro era de la cotorra de las Carolinas.
—¿Cuál es su razonamiento, Vincent?
—Por eso su mujer robó los pájaros de la plantación Oakley: para localizar, o más probablemente identificar, el cuadro.
—Su lógica es defectuosa. ¿Qué sentido tenía robar los pájaros? Habría bastado con examinar un espécimen.
—Si había competencia, no —dijo D'Agosta—. Había más gente que buscaba el cuadro. Cuando hay mucho en juego, no se desaprovecha ninguna ventaja que se pueda obtener, o quitar a los demás. De hecho, podría ser una indicación sobre quién asesi...
Se calló bruscamente, para no verbalizar aquella nueva conjetura.
La mirada penetrante de Pendergast decía a las claras que había adivinado el resto.
—Existe la posibilidad de que este cuadro nos dé algo que hasta ahora se nos había escapado. —Redujo su voz casi a un susurro—. El motivo.
La habitación quedó en silencio.
Finalmente, Pendergast salió de su inmovilidad.
—No nos precipitemos. —Volvió a abrir la cartera y sacó otro trozo de papel—. También he recuperado esto, que al parecer formaba parte del informe de alta de Audubon. De nuevo, se trata de un simple fragmento.
... ha recibido el alta el día 14 de noviembre de 1821. En el momento de partir ha hecho entrega al doctor Torgensson, el director de Meuse St. Claire, de un cuadro recién terminado, en señal de agradecimiento por haberle devuelto la salud con sus cuidados. Su marcha ha sido presenciada por un pequeño grupo de médicos y pacientes, y ha habido muchas despedidas...
Pendergast dejó el fragmento en la cartera, que cerró con un gesto concluyente.
—¿Alguna idea de dónde puede estar el cuadro? —preguntó D'Agosta.
—Tras jubilarse, el médico se fue a vivir a una casa de la calle Royal, que será mi próxima parada. —Pendergast hizo una pausa—. No hay ningún otro artículo interesante, ni siquiera de modo tangencial. ¿Recuerda usted que el hermano de Helen, Judson, comentó que mi mujer había viajado a New Madrid, Missouri?
—Sí.
—En 1812, New Madrid sufrió un terremoto de gran intensidad, de más de 8 en la escala de Richter; fue tan intenso que creó una serie de lagos nuevos y alteró el curso del Mississippi. Destruyó prácticamente la mitad de la población. Hay otro hecho destacado.
—¿Cuál?
—John James Audubon estaba en New Madrid en el momento del terremoto.
D'Agosta se apoyó en el respaldo.
—¿Y qué significa?
Pendergast abrió las manos.
—¿Coincidencia? Puede ser.
—He intentado informarme mejor sobre Audubon —dijo D'Agosta—, pero la verdad es que nunca he sido buen alumno, ¿Usted qué sabe?
—Actualmente, mucho. Se lo resumiré. —Pendergast hizo una pausa para ordenar sus ideas—. Audubon era hijo ilegítimo de un capitán francés y de su amante. Nació en Haití, lo crió su madrastra en Francia, y a los dieciocho años le envió a América para que no lo reclutara el ejército de Napoleón. Vivía cerca de Filadelfia, donde se aficionó al estudio y el dibujo de los pájaros; se casó con una chica de la ciudad, Lucy Bakewell. Después se fueron a vivir a la frontera de Kentucky, donde Audubon abrió una tienda, aunque dedicaba casi todo el tiempo a coleccionar, disecar y montar pájaros. Los dibujaba y pintaba por afición, pero sus primeras obras eran flojas, vacilantes, y sus bocetos (gran parte de los cuales se conservan) tenían tan poca vida como los pájaros muertos que dibujaba.
»Audubon no demostró mucho talento para los negocios. En 1820, cuando su tienda quebró, se fue a vivir con su familia a una casita criolla destartalada de la calle Dauphine, en Nueva Orleans, donde pasaron estrecheces.
—La calle Dauphine —murmuró D'Agosta—. ¿Y así conoció a su familia?
—Sí. Era un hombre con un gran encanto y gallardía, guapo, excelente tirador y experto en el manejo de la espada. Se hizo amigo de mi tatarabuelo Boethius, con quien salía a menudo de caza. A principios de 1821 contrajo una grave enfermedad, hasta el punto de que tuvieron que llevarle en carro a Meuse St. Claire, en estado de coma. Su convalecencia fue larga. Como ya sabe, mientras se restablecía pintó la obra, de asunto desconocido, que se conoce como Marco Negro.
»Ya curado, pero sin un céntimo, se le ocurrió la idea de representar toda la fauna avícola de Estados Unidos a tamaño natural: todas las especies de pájaros del país recopiladas en una magna obra de ciencias naturales. Mientras Lucy mantenía a la familia trabajando de maestra, Audubon salía con su escopeta, una caja de pinturas y papel. Contrató a un ayudante, y se fue río abajo por el Mississippi. Pintó cientos de pájaros; los plasmó con nervio y talento en sus entornos naturales, como no se había hecho hasta entonces.
Pendergast bebió un poco más de té y prosiguió.
—En 1826 viajó a Inglaterra, donde encontró a un impresor que grabó en cobre sus acuarelas. Después pasó una temporada a caballo entre América y Europa, buscando suscriptores para lo que acabaría siendo The Birds of America. Cuando se hizo el último grabado, en 1838, Audubon ya había conseguido adquirir una gran fama. Pocos años después empezó a trabajar en otro proyecto muy ambicioso,
The Viviparous Quadmpeds of North America
, pero empezó a perder facultades mentales, y sus hijos tuvieron que acabar el libro. El pobre Audubon sufrió un declive mental espantoso, y al cabo de un tiempo se volvió totalmente loco; murió en Nueva York a los sesenta y cinco años.
D'Agosta silbó entre dientes.
—Qué historia tan interesante.
—En efecto.
—¿Y nadie tiene la menor idea de qué fue del Marco Negro?
Pendergast sacudió la cabeza.
—Parece que es el Santo Grial de los expertos en Audubon. Mañana iré a ver la casa de Arne Torgensson. Queda cerca, a pocos kilómetros al oeste de Port Allen. Espero encontrar el rastro del cuadro.
—Pero basándose en las fechas que me ha dicho, ¿usted cree...? —D'Agosta se quedó callado, buscando la manera de formular la pregunta con tacto—. ¿Usted cree que el interés de su mujer por Audubon y el Marco Negro... empezó antes de conocerle?
Pendergast no respondió.
—Si en realidad quiere que le ayude —prosiguió D'Agosta—, no puede cerrarse en banda cada vez que abordo una cuestión delicada.
Pendergast suspiró.
—Tiene usted razón. Parece, en efecto, que la fascinación, por no decir obsesión, de Helen por Audubon arrancó muy temprano en su vida. Fue este deseo de saber más sobre él, y de estar más cerca de su obra, el causante, en parte, de que nos conociéramos. Parece que le interesaba particularmente encontrar el Marco Negro.
—¿Por qué no le contó a usted nada sobre ello si tanto interés tenía?
—Yo creo... —Hizo una pausa, y añadió con voz ronca—: Que no quería que supiera que nuestra relación no partía de una feliz coincidencia, sino de un encuentro organizado de forma intencionada, quizá hasta cínicamente, por ella.
El rostro de Pendergast se ensombreció, y D'Agosta casi se arrepintió de la pregunta.
—Si competía con otra persona en la búsqueda del Marco Negro —dijo—, puede que se sintiera en peligro. ¿Cambió en algo su comportamiento las últimas semanas antes de morir?
¿Estaba nerviosa o agitada?
Pendergast contestó despacio.
—Sí. Algo percibí, pero por alguna razón yo lo atribuí a algún tipo de complicación relacionada con el trabajo o con los preparativos del safari.
Sacudió la cabeza.
—¿Hizo algo fuera de lo habitual?
—Durante esas semanas pasé mucho tiempo fuera de Penumbra.
D'Agosta oyó un carraspeo por encima del hombro. Otra vez Maurice.
—Solo quería informarle de que voy a retirarme por esta noche —dijo el criado—. ¿Desea alguna cosa más?
—Solo una, Maurice —dijo Pendergast—. Durante las semanas previas a mi último viaje con Helen, pasé mucho tiempo fuera.
—Si no recuerdo mal estuvo usted en Nueva York —puntualizó Maurice, asintiendo con la cabeza—. Ocupado en los preparativos del safari.
—¿Mi mujer dijo o hizo algo fuera de lo habitual durante mi ausencia? ¿Recibió alguna carta o llamada telefónica que la disgustase, por ejemplo?
El anciano sirviente reflexionó.
—Que yo recuerde no, señor. Pero es cierto que parecía un poco agitada, sobre todo después del viaje.
—¿Viaje? —preguntó Pendergast—. ¿Qué viaje?
—Una mañana, me despertó el ruido de su coche, que se alejaba por el camino. Seguro que recuerda usted lo ruidoso que era. No dejó ninguna nota, ni aviso, ni nada. Era domingo, hacia las siete. Volvió dos noches después, sin hacer ningún comentario acerca de dónde había estado, pero me acuerdo de que no era la misma. Estaba disgustada por algo. Sin embargo, no dijo nada al respecto.
—Comprendo —dijo Pendergast, intercambiando miradas con D'Agosta—. Gracias, Maurice.
—No hay de qué, señor. Buenas noches.
El viejo mayordomo dio media vuelta y desapareció en el pasillo, con pasos silenciosos.
D'Agosta salió de la I-10 y se metió a toda velocidad en la Belle Chasse Highway, casi vacía. Era otro día caluroso de febrero. Tenía bajadas las ventanillas, y puesta una emisora de rock'n'roll clásico. Hacía días que no se encontraba tan bien. Mientras el coche zumbaba carretera arriba, se bebió de un solo trago un café Krispy Kreme y volvió a encajar el vaso en el soporte. Los dos donuts de calabaza con especias habían sido todo un acierto. Al diablo con las calorías. Estaba de un buen humor a prueba de bombas.
La noche anterior había hablado una hora con Laura Hayward. La mejoría arrancaba desde entonces. Después había dormido mucho, sin soñar. Cuando despertó, Pendergast ya no estaba; pero Maurice le esperaba con beicon, huevos y sémola de maíz para desayunar. Lo siguiente que había hecho era ir en coche a la ciudad y marcarse un tanto en la comisaría del distrito sexto de Nueva Orleans. Al principio, cuando se enteraron de su relación con la familia Pendergast, le miraron con recelo, pero al ver que era un tío normal cambiaron de actitud. Le dejaron usar sus instalaciones informáticas con total libertad, donde D'Agosta tardó menos de una hora y media en localizar al marchante interesado desde hacía tiempo por el
Marco Negro
: John W. Blast, con domicilio actual en Sarasota, Florida. Era un personaje desagradable, ciertamente. Detenido cinco veces en diez años: sospechoso de chantaje, sospechoso de falsificación, posesión de artículos robados, posesión de productos de animales prohibidos, y amenazas y agresión. O tenía dinero o buenos abogados, o ambas cosas, porque ni una sola de las veces le habían condenado. D'Agosta imprimió los datos, se los metió en el bolsillo de la americana y, otra vez con hambre a pesar del desayuno, pasó por el Krispy Kreme del barrio antes de emprender el viaje de regreso a Penumbra.