—Ah, sí —admitió Kuniko, asombrada por todo lo que sabía su interlocutor—. Veo que está muy bien informado.
—Cuando encontramos un caso como el suyo —dijo sin perder la sonrisa—, nos permitimos investigar un poco. ¿Dónde trabaja ahora?
Atrapada por el tono suave y el aspecto agradable de Juinji, Kuniko acabó confesando.
—Pues... no lo sé.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Jumonji inclinando ligeramente la cabeza para indicar que no la entendía.
El gesto le recordó al que hacían los jóvenes actores en los concursos de televisión cuando no sabían responder a la pregunta que les planteaban.
—Es que ayer no volvió a casa. Puede que me haya abandonado.
—Perdone que me meta donde no me llaman —dijo Juinji—, pero ¿están casados?
—No —repuso Kuniko bajando la voz—. Vivimos juntos.
—Entiendo —dijo él con un suspiro.
La puerta de al lado se abrió para dejar paso a una mujer con un niño a la espalda y un carrito de la compra plegable en la mano. Saludó a Kuniko con una leve reverencia, sin poder disimular la curiosidad que sentía por saber quién era el chico que estaba con ella. Jumonji no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza hasta que la mujer desapareció al final del pasillo. Parecía preocupado por Kuniko.
—En el supuesto de que su marido se haya ido de casa —prosiguió—, ¿qué piensa hacer? Perdone que le haga esta pregunta, pero ¿se las podrá apañar económicamente?
Kuniko no supo qué contestar. Ése era el problema. Con los ciento veinte mil yenes que ganaba en la fábrica apenas le alcanzaba para pagar los intereses del préstamo, y con el mísero sueldo de Tetsuya cubrían el mes. Si Tetsuya se había ido, no le quedaría más remedio que buscarse otro trabajo durante el día.
—Tiene razón —respondió finalmente—. Tendré que buscarme otro trabajo.
—Mmm... —murmuró Jumonji pensativo—. Con otro trabajo podría salir adelante. Pero el problema son los créditos que tiene suscritos.
—Es verdad —dijo Kuniko, lacónica.
—Si no le importa, querría hablar del calendario de los próximos pagos.
Al ver que tenía la intención de entrar en su piso, Kuniko se puso nerviosa. Por la mañana había salido atropelladamente y lo había dejado todo patas arriba. No podía permitir que un chico tan atractivo viera ese desorden.
—¿Hay algún lugar por el barrio donde podamos hablar con calma? —preguntó Jumonji—. He venido en coche.
Kuniko suspiró aliviada.
—Si puede esperarme unos minutos...
—De acuerdo. La espero abajo. Es el Cima azul marino que está en el parking.
Tras esbozar de nuevo una agradable sonrisa, Jumonji le hizo una leve reverencia y se alejó por el pasillo.
¡Un Cima azul marino! ¡Y quería hablar con calma de los próximos pagos!
Kuniko olvidó lo sucedido en casa de Masako y entró en su piso con ánimo renovado. ¿Por qué precisamente ese día tenía que haber salido sin maquillar? ¿Por qué tenía que ir vestida con vaqueros y una camiseta vieja? Parecía la Maestra.
¿Y por qué había creído que el cobrador sería un tipo con aspecto de yakuza? Ni siquiera se había imaginado que pudiera ser un joven tan atractivo. Mientras se ponía crema en la cara, sacó la tarjeta y la volvió a leer: «Million Consumers Center, Akira Jumonji, director ejecutivo».
Director ejecutivo quería decir jefe. Embelesada, Kuniko no se planteó por qué el jefe de la agencia se interesaba personalmente por su situación, ni por qué tenía un nombre tan hortera como el de Jumonji.
Mientras se tomaba el café flojo y desabrido del restaurante, Jumonji estudiaba el rostro de Kuniko, sentada frente a él.
Al parecer, mientras la esperaba en el coche, se había magullado y estaba un poco más presentable que cuando la había visto por primera vez en el oscuro pasillo del bloque de apartamentos donde vivía. Aun así, las gruesas capas de rímel y de maquillaje barato formaban una especie de máscara con la que intentaba ocultar su verdadero aspecto y su edad.
Jumonji, que por norma general no se interesaba por las chicas de más de veinte años, la encontraba desagradable. Para él, era un ejemplo evidente de que con los años las mujeres perdían todo su encanto.
«Vaya, otro impagado», pensó para sí, mientras ella le explicaba lo duro que era trabajar en la fábrica. Sus ojos se fijaron en los dientes delanteros, ligeramente salidos y con una mancha rosa de carmín.
—Así que quiere buscar un trabajo de día...
—Sí. Pero no encuentro nada que me convenza —respondió Kuniko desesperada.
—¿Qué tipo de empleo busca?
—Algún trabajo de oficina, pero no encuentro nada...
—Seguro que si busca, encuentra algo.
Pese a su respuesta, Jumonji pensaba que, llegado el caso, nunca emplearía a alguien como Kuniko. Su carácter irresponsable y autocompasivo se transparentaba tanto como una medusa. En sus treinta y un años de vida, se había topado con infinidad de personas como ella. A la que te descuidabas, empezaban a robar material de oficina, a hacer llamadas privadas o a ausentarse del trabajo sin motivo justificado, y a menos que las pillaras con las manos en la masa, seguían como si nada. Si él fuera patrón, no le daría trabajo.
—O sea que, de momento, piensa seguir sólo con su trabajo nocturno.
—Dicho así—dijo Kuniko sonriendo con timidez—, parece como si trabajase en algo relacionado con la prostitución.
«¿Cómo se atreve a reír?», pensó Jumonji. Endeudada hasta las cejas y con ese aspecto... Le caía cada vez peor. Dejó la taza en el plato y prosiguió:
—¿Le importa que le sea franco?
—Adelante —dijo Kuniko poniéndose seria.
—¿Cree que podrá hacerse cargo del pago del próximo mes? —preguntó con aire sumamente preocupado, arqueando las cejas y con un brillo de sinceridad en los ojos.
Sabía que era una pose infalible para ablandar a las mujeres y, en efecto, Kuniko parecía realmente confundida. Sin embargo, Jumonji no se dejó impresionar. No era tan ingenuo.
—Supongo que ya me las apañaré —respondió Kuniko—. De todos modos, no tengo otra opción.
—Es verdad. Pero si su esposo se ha ido, urge encontrar un nuevo avalador.
Jumonji recordaba que el marido de Kuniko sólo llevaba un par de años en su empresa, pero al tratarse de un grupo solvente habían decidido prestarles ochocientos mil yenes. Quizá Kuniko creyera que conseguir un crédito era coser y cantar, pero lo cierto es que sin el aval de su marido, legal o no, no le habrían prestado nada. Y ahora que su compañero había dejado el trabajo y se había esfumado, habían perdido la oportunidad de recuperar el dinero. La estupidez de Kuniko le ponía histérico. ¿Quién estaría dispuesto a dejar dinero a una inútil como ésa?
—Pues no se me ocurre nadie —dijo desorientada.
Al parecer, ni se le había ocurrido que iba a necesitar un nuevo avalador.
—Sus padres viven en Hokkaido, ¿verdad? —preguntó Jumonji leyendo la solicitud.
Kuniko había rellenado la dirección y el lugar de trabajo de sus padres, pero la columna reservada a otros familiares estaba vacía.
—Sí. Mi padre vive en Hokkaido, pero está enfermo.
—Si supiera que su hija tiene problemas, ¿no estaría dispuesto a ayudarla?
—Imposible. Ha estado ingresado en un hospital y se le ha acabado el poco dinero que le quedaba.
—Pues otra persona. Cualquiera puede servir: un familiar, un amigo... Sólo necesitamos su firma y su sello.
—No tengo a nadie.
—Pues vaya... —dijo Jumonji suspirando exageradamente—. Todavía está pagando el coche, ¿verdad?
—Sí. Me quedan dos años. No, tres. —¿Y si pide otro crédito?
—Intento evitarlo.
Después de esa estúpida respuesta, Kuniko se puso pálida en un abrir y cerrar de ojos y, olvidando por completo el cigarrillo que tenía en los labios, fijó la mirada en una camarera con uniforme rosa que llevaba un plato con un bistec. Extrañado, Jumonji vio cómo la frente se le perlaba de sudor.
—¿Le pasa algo?
—Es que la carne me da náuseas.
—¿No le gusta?
—No es lo mío.
—Pues tiene muy buena pinta —observó Jumonji, cansado de seguirle la corriente.
Lo único que le importaba era recuperar el dinero de esa pánfila que ni siquiera era consciente del lío en el que se había metido.
Si no podía pagar, siempre quedaba la posibilidad de ponerla a trabajar en algún bar de alterne, pensó. Ahora que, con esa cara y ese tipo, poco sacaría de ella. Lo mejor sería encontrar a algún usurero de medio pelo dispuesto a prestarle lo necesario para pagar las deudas, pero sin su compañero la cosa tenía muy mala pinta. La clave, pues, pensó Jumonji desesperado, era encontrar a su pareja.
De pronto, Kuniko levantó la cabeza.
—Tal vez dentro de poco cobre una buena suma de dinero —anunció—. Con eso y un trabajo durante el día, tendría de sobra.
—¿Una buena suma de dinero? —se interesó Jumonji—. ¿De algún trabajo?
—Bueno, más o menos...
—¿Y de cuánto estaríamos hablando?
—Mínimo doscientos mil.
Jumonji pensó que le tomaba el pelo. La miró a los ojos, que no paraba de mover de un punto a otro, y vio en ellos un brillo estremecedor, casi salvaje.
En su trabajo de cobro a impagados, Jumonji había conocido a mucha gente peligrosa y desesperada; personas que, al no poder devolver el dinero adeudado, recurrían a robos, estafas y toda suerte de artimañas. A algunos les podía la presión y la emprendían a golpes con el primero que se cruzaba en su camino. Sin embargo, Kuniko no parecía pertenecer a ese tipo de personas. Jumonji percibió en ella algo más confuso, un secreto. De hecho, era una sensación que había experimentado una sola vez. Rastreó en su memoria y encontró el rostro de una mujer que, después de recibir una visita suya y de sus compañeros, decidió tirar a sus hijos desde lo alto de un puente y se suicidó, dejando una carta donde daba cuenta de todas sus penas.
Ese tipo de personas eran incapaces de asumir sus errores y echaban la culpa de lo que les pasaba a los demás. Y, una vez se creían su paranoia, no les importaba a quién arrastraran con ellas.
Al identificar esa característica en Kuniko, Jumonji miró hacia otro lado y se fijó en las piernas enfundadas en calcetines blancos de un grupo de colegialas que fumaban en la mesa de al lado.
—Señor Jumonji, quizá sean quinientos mil —anunció Kuniko con una leve sonrisa.
—¿Son unos ingresos regulares?
—No exactamente —repuso ella desviando la mirada—. No son regulares, pero casi.
O sea que tenía una fuente de ingresos extra. Quizá tenía la intención de embaucar a algún vejete o de vender su cuerpo. Sea como fuere, Jumonji decidió que no valía la pena seguir indagando sobre su situación: mientras le devolviera el dinero que le debía, no le importaba en absoluto. Sólo era cuestión de encontrarle un avalador y ver qué pasaba.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Como está al día de sus pagos, haremos una cosa: acérquese a la oficina mañana o pasado con la firma y el sello de su avalador —le propuso tendiéndole un nuevo formulario—. O, si lo prefiere, puedo desplazarme a donde me indique.
—¿Es necesario presentar uno si puedo pagar? —preguntó Kuniko torciendo el gesto.
—Lo siento, pero así son las normas. Entienda que, tras lo sucedido con su marido, la situación ha cambiado. Intente encontrar a alguien entre hoy y mañana.
—Entiendo —aceptó Kuniko asintiendo a regañadientes.
—Bien, entonces hasta pronto.
—Oh—dijo ella sin alzar la vista.
Se pasó la punta de la lengua por los labios, como si quisiera probar el carmín.
—Con permiso.
Jumonji cogió la cuenta y se levantó. En la cara de Kuniko se reflejó la decepción porque no se ofreciera a acompañarla a casa, aunque él se lamentaba incluso de tener que pagarle el café que se había tomado. Mientras esperaba en la salida para pagar, se quitó la pelusilla del traje, como si se sacudiera la tristeza que se le quedaba enganchada tras tratar con morosos.
No es que el trabajo no le gustara. La mayoría de personas con las que debía relacionarse sabían que nunca cancelarían sus deudas y sólo intentaban ganar tiempo. En esos casos, había que estar alerta, salirles al paso y sacarles el dinero. Perseguirles era incluso divertido.
Al llegar al Cima de segunda mano, estacionado en el enorme parking del restaurante, vio que al lado había un Gloria negro con los cristales tintados. Abrió la puerta y, cuando se disponía a subir, un tipo de rostro enjuto asomó la cabeza por la ventanilla del Gloria.
—¡Eh, Akira! ¡Cuánto tiempo!
Se trataba de Soga, un joven con quien había coincidido en la escuela secundaria del barrio de Adachi. Soga era dos años mayor que él y, según lo que le habían contado, después de dejar la escuela había entrado en una banda de moteros y, más tarde, en un grupo de yakuza.
—¡Soga! —exclamó Jumonji sorprendido—. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Se habían visto por última vez hacía cinco años, cuando se encontraron por casualidad en un club nocturno. Soga seguía tan delgado como siempre y su tez tenía un tono amarillo pálido, como si tuviera problemas hepáticos. Cinco años antes tenía pinta de gamberro, pero ahora parecía que las cosas le iban bien. Jumonji lo observó: iba peinado hacia atrás y llevaba una americana azul claro y una camisa rojiza con el cuello levantado.
—¡Qué fuerte! —exclamó Soga sonriendo mientras bajaba del coche—. ¿Qué demonios haces por estos barrios? ¿Alguna conferencia?
—No, hombre, no —repuso Jumonji—. Ya no estoy en ninguna banda. He venido por negocios.
—¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?
Sin sacarse las manos de los bolsillos, Soga miró al interior del coche de Jumonji, pero no vio nada excepcional, salvo un mapa perfectamente plegado.
—¿Ya no llevas agarradera?
—Venga, no me jodas. De eso hace ya mucho tiempo.
—¿Y dónde vas con ese peinado? —preguntó Soga fijándose en el pelo de Jumonji, con la raya en el medio—. ¿Quieres parecer más joven de lo que eres?
—No.
—O sea que te has reciclado —dijo Soga cogiéndolo por las solapas.
—Tengo una financiera.
—Eso está bien. Siempre te gustó la pasta. Supongo que todo el mundo acaba haciendo lo que más le gusta.
—¿Y tú? —preguntó Jumonji marcando una cierta distancia de Soga.
—Pues esto —contestó formando un triángulo con los dedos.