—¿Cómo que dónde he estado? Vuelvo a casa después de tres años ¿y eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿No estás contenta? Mira, éste es tu nieto.
Kazue hizo un gesto exagerado con las cejas, finas y bien perfiladas como las llevaban las colegialas. Intentaba mantener su aspecto juvenil, pero sin duda los apuros por los que pasaba la habían hecho envejecer. Tanto ella como el niño llevaban ropa usada y estaba sucia.
—¿Mi nieto? Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Yoshie, dolida porque su hija no se hubiera dignado ni a darle la noticia.
—Se llama Issey. Como el diseñador.
—Ni idea —dijo Yoshie, extrañada.
Kazue se puso seria.
—Pues vaya bienvenida —dijo con un tono cada vez más agresivo—. Por cierto, ¿qué te pasa? Estás horrorosa.
—Trabajo en el turno de noche de la fábrica de comida.
—¿Y vuelves a estas horas?
—No. He pasado por casa de una amiga.
De pronto recordó las bolsas con los restos de Kenji que había traído de casa de Masako. Las había metido en una más grande y más resistente. Inventó una excusa y se ausentó para ocultarla en la cocina.
—¿Y cuándo duermes? Si sigues así vas a caer enferma.
Era evidente que su preocupación era sólo aparente. Al igual que Miki ahora, cuando vivía en casa Kazue no soportaba tener que cuidar de la abuela, y ésa fue una de las razones por las que se marchó. Con todo, de nada serviría sacar a relucir sus desavenencias pasadas, pensó Yoshie. Tenía la impresión de que los problemas y las dificultades se le venían encima a la vez. Ella, que siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien fuera, no podía soportar a la caradura de su hija.
—¿Y quién crees que va a cuidar de tu abuela? Si trabajara de día, estaría sola. ¿Acaso te has preocupado alguna vez de ella?
—Déjalo ya.
—Lo hago porque no tengo otra opción. Por cierto, ¿cómo está?
Después de darle el desayuno y cambiarle el pañal, se había ido a casa de Masako, por lo que la había dejado toda la mañana sola. Yoshie dirigió la mirada hacia la habitación de seis tatamis: su suegra permanecía inmóvil en su futón, aunque estaba despierta y, al parecer, había oído la conversación.
—Siento volver tan tarde —dijo a modo de disculpa.
Su suegra refunfuñó.
—¿Dónde has estado? Creía que ibas a dejarme morir.
Yoshie estalló. ¿Cómo podían ser todos tan egoístas? ¿Acaso pensaban que era un robot?
—Ojalá se hubiera muerto —gritó de repente—. La habría cortado a pedazos y la habría tirado a la basura. Empezando por su cara arrugada.
La anciana se puso a llorar casi al instante, si bien pocas lágrimas acudieron a sus ojos. Para enfatizar su enfado, se puso a recitar un sutra.
—Ahora muestras tu verdadero rostro —murmuró—. Eres malvada. Pareces buena y agradable, pero eres una mala mujer. Estoy en manos del diablo.
«Mira quién fue a hablar», pensó Yoshie, aún furiosa mientras miraba la colcha de verano, de flores descoloridas. Poco a poco su furia dejó paso a un arrepentimiento casi doloroso.
¿Por qué había dicho eso? Quizá los últimos acontecimientos vividos la habían cambiado. De hecho, la culpa era de Masako por haberla involucrado en ese asunto. No, de Yayoi por haber matado a su marido. Pero también era suya, por haber aceptado participar por dinero. Exacto: el origen de todo era que necesitaba dinero.
Entonces intervino Kazue, quien permanecía recostada en la mesilla.
—Venga. Gritar así no va a solucionar nada.
—Tienes razón —convino Yoshie relajándose y volviendo a la sala.
Su suegra aún lloriqueaba.
—Mamá, antes le he cambiado el pañal —dijo Kazue con ganas de poner paz.
—¿De veras? —preguntó Yoshie al tiempo que se sentaba frente a la mesilla—. Gracias.
El suelo estaba lleno de coches del pequeño. Con patente enfado, empujó varios camiones de bomberos, ambulancias y coches de policía bajo la mesa. El niño no se dio cuenta, puesto que jugaba en la habitación de Miki, donde había entrado sin pedir permiso.
—¿Has pedido ayuda al ayuntamiento? —le preguntó Kazue—. Pueden enviar a una asistenta.
—La he pedido, pero son sólo tres horas a la semana. Con eso apenas tengo tiempo de hacer la compra.
—Vaya.
A Yoshie le dolía la cabeza de no dormir, pero aun así sacó el tema que más la preocupaba.
—Por cierto, ¿se puede saber por qué has venido?
—Pues bueno... —empezó Kazue pasándose la lengua por los labios. Yoshie recordó que ése era el gesto que hacía instintivamente cuando mentía—. Es que... mi pareja trabaja en Osaka, y también yo quería buscar algún trabajo, y había pensado que mientras tanto podrías dejarme algo de dinero.
—No tengo nada —le respondió Yoshie—. Si está en Osaka, ¿por qué no te vas a vivir con él?
—Es que no sé dónde está.
Yoshie se quedó boquiabierta. O sea que Kazue había vuelto porque su pareja la había abandonado, y también a su hijo. Sin embargo, era imposible que los dos se quedaran en casa.
—Puedes meterlo en una guardería y trabajar, ¿no? —propuso Yoshie, cada vez más alarmada.
—Por eso necesito el dinero —dijo Kazue tendiendo una mano—. Por favor. Seguro que tienes algo ahorrado, ¿no? He estado hablando con la vecina y me ha dicho que van a construir un bloque nuevo. Entonces quizá podamos venir a vivir aquí, ¿no?
—¿Y cómo crees que vamos a vivir mientras lo construyan?
—¡Por favor, mamá! —gritó Kazue—. Cobras un sueldo y una pensión, y Miki también trabaja. Por favor. No tengo ni para comprarle una hamburguesa a Issey —le suplicó con lágrimas en los ojos.
El pequeño salió de la habitación de Miki y se quedó observando a su madre con curiosidad. Yoshie se metió una mano en el bolsillo y sacó lo que habían encontrado en la cartera de Kenji: veintiocho mil yenes.
—Toma —dijo—. Es todo lo que puedo darte. No tengo más... De hecho, incluso he tenido que pedir prestado para la excursión de Miki.
—Me has salvado la vida —dijo Kazue guardando el dinero. Entonces, como si ya tuviera lo que quería, se levantó de repente—. Bueno, me voy a buscar trabajo.
—¿Dónde vives? —le preguntó Yoshie.
—En Minami Senju. Me lo gasto todo en trenes.
Se plantó en el recibidor y se puso sus sandalias baratas, con suela de corcho, que había dejado a la entrada.
—¿Y el niño?
—Mamá, si puedes quedártelo...
—¡Un momento!—exclamó Yoshie.
—Por favor. Vendré a recogerlo —dijo como si hablara de una maleta, al tiempo que abría la puerta.
Al ver que lo dejaba, el pequeño se puso a gritar.
—¡Mamá! ¿Adónde vas?
—Issey, sé bueno con la abuela. Vendré a buscarte muy pronto.
Yoshie enmudeció y se limitó a observar cómo su hija desaparecía. Había sospechado algo parecido, de modo que no estaba sorprendida. Al verla salir de casa, le pareció que Kazue se sentía liberada y que no tenía ningún remordimiento por dejar al niño con su abuela. Era como si se hubiera deshecho de un bulto en esa casa vieja y andrajosa. Yoshie sintió envidia de su hija.
—¡Mamá, mamá! —gritó el pequeño con un coche de juguete en cada mano.
—Ven. Deja que la abuela te dé un abrazo.
—No quiero.
El niño se liberó de los brazos de Yoshie con una fuerza inusitada y se echó a llorar. En la habitación de su suegra aún se escuchaban sus gimoteos.
«Ya pararán cuando quieran», pensó Yoshie, mientras se echaba sobre el tatami abarrotado de la sala de estar. Cerró los ojos y escuchó los llantos. El pequeño paró en seguida y, murmurando algo para sí, se puso a jugar de nuevo con sus coches. Era obvio que estaba acostumbrado a quedarse con extraños. Yoshie no sentía pena por su nieto. La sentía por sí misma. De pronto se dio cuenta de que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y lo que más la entristecía era el modo en que se había desprendido del dinero de Kenji. Sentía que había cruzado una línea y que no había vuelta atrás. Quizá fuera lo mismo que había sentido Yayoi.
Por la noche, y pese a las protestas de Miki, Yoshie consiguió dejar al niño en casa y llegar a tiempo al trabajo. Masako la esperaba en la sala. Permanecieron un rato en silencio, la una frente a la otra. Las fuertes emociones de la mañana habían hecho mella en el rostro de Masako. «Quizá éste sea su aspecto real», pensó Yoshie, un poco asustada, y se preguntó cómo debía de verla Masako a ella.
—¿Cómo estás, Maestra? —le preguntó Masako.
A pesar de la rigidez de su expresión, su voz denotaba cierta calidez.
—Fatal —repuso Yoshie, que no podía explicarle que su hija había aparecido después de tres años y la había dejado a cargo de un nieto al que ni siquiera conocía.
—¿Has dormido?
Las preguntas de Masako eran siempre directas. A pesar de no haber dormido, Yoshie asintió con la cabeza.
—¿Y la basura?
—No hay problema. Me he deshecho de ella de camino a la fábrica.
—Gracias. Sabía que podía contar contigo. Quien me preocupa es Kuniko.
—Ya.
Las dos miraron a su alrededor. El turno estaba a punto de empezar, pero Kuniko seguía sin aparecer.
—No ha venido, ¿verdad?
—Se habrá quedado en la cama, conmocionada —dijo Yoshie.
Masako chascó la lengua.
—Pues qué bien. Será mejor que alguien vaya a verla.
—Tienes razón.
—Si voy yo, se asustará —comentó Masako.
—Pero debemos evitar a toda costa que se vaya de la lengua —dijo Yoshie con los ojos clavados en la luz que anunciaba que la máquina de bebidas se había quedado sin cambio.
Si las descubrían, era el fin. El miedo se apoderó de ella. Quizá también en su vida se había encendido una luz de alarma.
—No creo que haya ido a la policía. Está tan metida en esto como nosotras. Pero es una chica débil, y eso me preocupa.
Masako se quedó pensativa, una pequeña arruga se le dibujó en el entrecejo.
—Bueno, lo dejo en tus manos —dijo finalmente Yoshie—. Por cierto, ¿crees que vamos a cobrar de Yayoi? —añadió dejando a un lado el pudor y las apariencias.
Pese a que estaba acostumbrada a llevar la voz cantante tanto en casa como en el trabajo, empezaba a asumir que sería mucho más cómodo confiar en Masako. Y si lo hacía así, sólo le quedaba una preocupación: el dinero.
—No habrá ningún problema —le aseguró Masako—. Pedirá dinero a sus padres. Y mañana denunciará la desaparición.
Mientras cuchicheaban, un empleado brasileño pasó cerca de ellas y las saludó. El joven era de ascendencia japonesa, pero su constitución robusta delataba su condición de extranjero. Yoshie le respondió, pero Masako lo ignoró.
—¿Qué te pasa?
—¿Con quién?
—Con ese chico —contestó Yoshie mirándolo por el rabillo del ojo.
El muchacho estaba frente a la puerta del vestuario, confuso. Masako no respondió a su compañera.
—¿Sabes dónde vive Kuniko?
—Creo que en Kodaira.
Masako desplegó un mapa mental e hizo planes para la mañana siguiente. «Se lo toma como un trabajo en el que no puede fallar», pensó Yoshie. Entonces fue consciente de cómo el dinero le había hecho olvidar sus escrúpulos, y se sintió avergonzada.
—Es curiosa la facilidad con que cambiamos, ¿verdad? —murmuró.
—Sí. Y cuando empiezas, es como bajar una pendiente con una bicicleta sin frenos.
—Nadie puede pararte.
—Hasta que te empotras contra una pared.
¿Contra qué se empotrarían ellas?, se preguntó Yoshie. ¿Qué las esperaba a la vuelta de la esquina? Cada vez estaba más atemorizada.
Mientras estaba en la cocina pelando patatas para la cena, Yayoi quedó deslumbrada por un rayo del sol poniente. Alzó la mano con la que empuñaba el cuchillo para protegerse los ojos y miró hacia otro lado. Cada año, durante los días más largos de verano, el sol entraba durante unos minutos por la ventana de la cocina justo antes de ponerse. Durante un instante, Yayoi pensó que esos postreros rayos eran una señal que le indicaba que los dioses la juzgaban por sus pecados. Era una luz intensa, como un rayo láser dispuesto a eliminar cualquier signo de maldad que hubiera en ella. Si eso fuera cierto debería ser castigada con la muerte, pensó, puesto que había deseado el fallecimiento de su marido con toda su alma.
Sin embargo, esos pensamientos se almacenaban en una ínfima parte de su cerebro, quizá la más racional; la otra parte se convencía con vehemencia de que Kenji había desaparecido en cuanto ocupó el maletero del coche de Masako. Cada vez que los niños le preguntaban por su padre, también Yayoi se preguntaba qué había sido de él y solamente podía recordar la densa oscuridad de esa noche. Sólo habían pasado tres días, pero por motivos que no acertaba a comprender, el recuerdo de sus manos estrangulándolo se le antojaba cada vez más lejano.
Todavía con el rostro ladeado, se apresuró a correr las cortinas de algodón, que ella misma había confeccionado con la tela sobrante de las bolsas para la comida de los niños. Se quedó unos instantes presionándose los ojos con los dedos para acostumbrarse a la penumbra.
Había intentado distraerse con las tareas del hogar y con el cuidado de sus hijos, pero las preocupaciones le inundaban la mente, como burbujas emergiendo del fondo de un lago.
Sin embargo, su preocupación principal no era Kenji, sino Kuniko.
La tarde anterior, Kuniko se había presentado en su casa sin avisar.
Al oír una voz femenina por el interfono, Yayoi abrió la puerta y se encontró con su compañera. Iba con un vestido corto, blanco y sin mangas, y unos zapatos de tacón a conjunto. Vestía a la moda, pero estaba tan pálida y regordeta que le quedaba fatal.
—¡Menuda sorpresa! —exclamó Yayoi, sin saber muy bien si invitarla a entrar.
Los niños estaban en la escuela.
—Vaya, tienes muy buen aspecto —comentó Kuniko en un tono de voz que daba a entender que estaba al corriente de lo sucedido.
Yayoi sintió repulsión por su compañera de trabajo.
—Sí, bueno... —dijo como si hablara desde el fondo de un pozo—. ¿Qué quieres?
—Como estos días no has venido al trabajo, he venido a verte.
—Te lo agradezco.
«¿Qué demonios querrá?», pensó Yayoi. No creía que hubiera ido hasta su casa porque estuviera preocupada por ella. Observó sus ojos saltones, pero la gruesa línea de rímel le impedía ver sus verdaderos sentimientos. Kuniko aprovechó para poner una mano en la puerta, a modo de parapeto, ignorando la resistencia de Yayoi.