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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—¿Puedo entrar?

A su pesar, Yayoi abrió la puerta y la dejó pasar al recibidor. Una vez dentro, Kuniko miró a su alrededor.

—¿Dónde lo mataste? —preguntó en voz baja.

—¿Qué?

Yayoi se quedó mirando a su compañera.

—Te he preguntado que dónde lo mataste.

En la fábrica, Kuniko adoptaba el papel de joven y la trataba con respeto, pero ahora parecía cambiada. ¿Quién era esa mujer que estaba ahí plantada sonriéndole? A Yayoi le sudaban las palmas de las manos.

—No sé de qué me hablas.

—No te hagas la tonta —repuso Kuniko con una sonrisa de desprecio—. Yo misma lo metí en bolsas y esparcí sus restos por la ciudad.

Exhausta, Yayoi pensó que ojalá Masako estuviera junto a ella para encargarse de todo. Kuniko se quitó los zapatos y accedió al pasillo, donde sus pies sudados hicieron un ruido curioso al pisar la madera.

—Bueno, ¿dónde lo hiciste? Estoy harta de ver fotos de las escenas de los crímenes que se cometen. Tú también, ¿no? Dicen que después de un asesinato el aura permanece flotando durante un tiempo en el lugar donde se cometió, ¿es verdad? —preguntó sin saber que se encontraba en el punto exacto donde Kenji había fallecido.

Yayoi se plantó frente a su compañera para impedir que se adentrara en su casa.

—¿A qué has venido? —insistió—. No habrás venido sólo por eso.

—Qué calor —dijo Kuniko al tiempo que apartaba a Yayoi y avanzaba por el pasillo—. ¿No tienes aire acondicionado? —Yayoi tenía el aire acondicionado apagado para ahorrar—. No lo tienes puesto, ¿para no gastar?

Al darse cuenta de que los vecinos podían escucharlas, Yayoi encendió el aire acondicionado y se apresuró a cerrar las ventanas. Kuniko se quedó plantada frente al chorro de aire y observó divertida a su compañera ir y venir a toda prisa por la casa, con gruesas gotas de sudor resbalándole por la frente.

—Dime, ¿a qué has venido? —preguntó Yayoi sin disimular su preocupación.

—Estoy sorprendida —respondió Kuniko en un tono de desdén—. Pareces tan mona y tan inofensiva que no me hago a la idea de que hayas matado a tu marido. Realmente no se puede juzgar a la gente por su aspecto, ¿verdad? Aun así, has matado al padre de tus hijos... Es muy fuerte. ¿Qué piensas hacer si un día descubren lo que has hecho? ¿Lo has pensado?

—¡Basta ya! ¡No quiero oírte! —gritó Yayoi tapándose los oídos.

Kuniko la agarró del brazo. Yayoi intentó zafarse de la palma sudorosa de su compañera, pero Kuniko era más fuerte que ella y no lo consiguió.

—Quizá no quieras oírme, pero vas a hacerlo. ¿Me entiendes? Yo cogí los trozos de tu marido y los metí en varias bolsas. ¿Sabes lo asqueroso que ha sido? ¿Lo sabes?

—Sí, lo sé...

—No, tú no sabes nada —le espetó cogiéndole el otro brazo.

—¡Basta! —gritó Yayoi, pero Kuniko la agarró aún con más fuerza.

—Sabes lo que hicieron con él, ¿verdad? Lo descuartizaron. ¿Sabes lo que significa eso? ¿Lo que costó hacerlo? Tú no las has visto en plena faena. Pero yo sí. Vomité varias veces. Era asqueroso. Apestaba. Era horrible. Nunca podré volver a ser la misma.

—Por favor, no me expliques nada más —le suplicó Yayoi.

—¿Que no te explique nada más? ¡Hay mucho que explicar! ¿Crees que lo hice por ti?

—Lo siento. Perdóname —musitó Yayoi, acurrucada en un rincón como un animalillo.

Kuniko la soltó con una sonrisa maliciosa.

—Bueno —dijo—. De hecho, no he venido a hablar de eso. Lo que quiero saber es si nos vas a pagar a la Maestra y a mí.

—Sí, claro que os voy a pagar.

«Así que ha venido por el dinero...», pensó Yayoi. Más relajada, bajó los brazos y observó a Kuniko secarse el sudor debajo del aire acondicionado. Mientras la contemplaba, se dio cuenta de que había mentido al decirles que tenía veintinueve años; debía de ser incluso mayor que ella. ¿Qué tipo de persona era capaz de mentir a sus compañeras sobre algo así?

—¿Cuándo nos vas a pagar?

—Ahora mismo no tengo el dinero —respondió Yayoi—. Se lo voy a pedir a mis padres. ¿Podrás esperar?

—¿De veras vas a darme cien mil?

—Es lo que dijo Masako —murmuró Yayoi.

Al oír el nombre de Masako, Kuniko cruzó los brazos sobre su ancho estómago con cara de fastidio.

—¿Y cuánto vas a pagarle a ella? —le preguntó con brusquedad.

—No quiere nada.

—No la entiendo. ¿Por qué se creerá superior a los demás?

—Pero sin ella...

—Sí, sí, ya lo sé —la interrumpió Kuniko, asintiendo con impaciencia—. Por cierto, ¿mis cien mil no podrían ser quinientos mil? —le preguntó dando un giro brusco a la conversación.

—Bueno... —dijo Yayoi mientras tragaba saliva, sin saber muy bien qué responder—. No voy a poder disponer de esa suma de inmediato.

—¿Y cuándo tendrás el dinero?

—Tengo que pedírselo a mi padre. Como mínimo, necesitaré dos semanas. Ya te pagaré poco a poco.

Yayoi intentaba evitar cualquier compromiso, no fuera que Yoshie se enterara de que iba a pagar una cantidad más elevada a Kuniko.

Kuniko se quedó durante unos instantes absorta en sus pensamientos.

—Bueno, ya hablaremos de eso más adelante. De momento, ¿podrías firmarme esto? —preguntó Kuniko mientras sacaba una hoja de su bolso de plástico y la dejaba sobre la mesa del comedor.

—¿Qué es?

—Una garantía de aval.

Kuniko cogió una silla, se sentó y encendió un cigarrillo mentolado. Yayoi le acercó un cenicero y cogió la hoja tímidamente. Al parecer, era un contrato de la agencia Million Consumers Center para la concesión de un préstamo al 40 por ciento de interés. Había mucha letra pequeña sobre «recargos de los pagos retrasados» y otras cláusulas que no entendía. La línea para el avalador estaba en blanco, con un círculo en lápiz que parecía indicarle dónde tenía que estampar su sello personal
[3]
.

—¿Por qué me lo pides a mí?

—Necesito un avalador. No quiero que pidas un crédito por mí, sólo que me avales. Mi marido ha desaparecido y necesito a alguien que lo sustituya. Me han dicho que puede ser cualquiera. Incluso una asesina.

Yayoi frunció el ceño al oír esas últimas palabras.

—¿Qué quieres decir con que tu marido ha desaparecido?

—Eso no es de tu incumbencia. Al menos ha desaparecido sin tener que asesinarlo primero —respondió Kuniko con una sonrisa triunfal.

—Pero...

—Mira, no te estoy pidiendo que asumas los pagos —le explicó Kuniko—. No soy tan cruel. Con que me pagues los quinientos mil que me has prometido es más que suficiente. Sólo tienes que estampar tu sello aquí.

Más o menos convencida por las palabras de Kuniko, Yayoi estampó su sello personal sobre el documento. Kuniko parecía no estar dispuesta a marcharse hasta lograr el objetivo que la había llevado hasta allí, y Yayoi tenía que irse en seguida a recoger a sus hijos de la escuela. No quería que su compañera volviera con los niños en casa.

—¿Así?

—Gracias —dijo Kuniko a la par que apagaba el cigarrillo.

Como ya tenía lo que quería, se levantó de la silla y se dirigió al recibidor. Yayoi la acompañó hasta la puerta y esperó a que se pusiera los zapatos de tacón. Justo antes de salir, Kuniko se volvió hacia ella, como si hubiera recordado algo repentinamente, y le preguntó:

—Por cierto, ¿qué se siente al matar a alguien?

Yayoi no respondió y clavó una mirada distraída en las manchas de sudor del vestido de Kuniko. En ese preciso instante fue plenamente consciente de que la estaba chantajeando.

—Di, ¿qué se siente? —insistió Kuniko.

—No lo sé...

—Claro que lo sabes. Cuéntamelo.

—Sólo pensé que se lo tenía merecido —respondió Yayoi con voz baja.

Kuniko dio un paso atrás, se tambaleó sobre uno de sus tacones de medio palmo y estuvo a punto de caerse. Agarrada a la puerta del armario, observó a Yayoi, nerviosa.

—Lo estrangulé aquí mismo —confesó Yayoi dando patadas en el suelo.

Kuniko miró al suelo horrorizada. Al ver el terror que se reflejaba en los ojos de su compañera, Yayoi se sorprendió al darse cuenta de que lo que había hecho pudiera horrorizar a alguien tan insensible como Kuniko. Quizá lo sucedido esa noche era la causa de su insensibilidad, pensaba.

—¿Vas a volver pronto al trabajo? —le preguntó Kuniko irguiéndose y alzando la barbilla.

—Ya me gustaría. Pero Masako ha insistido en que es mejor que me quede unos días en casa.

—Masako, Masako... ¿Acaso sois lesbianas?

Kuniko se dio media vuelta y se marchó sin despedirse.

«¡Vete ya, cerda!», pensó Yayoi mientras la observaba desde el umbral, el mismo lugar en que tres días antes había matado a su marido.

Entró en casa y cogió el teléfono para llamar a Masako. Quería explicarle lo que acababa de suceder, pero cuando el teléfono empezó a sonar decidió colgar al pensar que su amiga la regañaría si le explicaba que, obligada por Kuniko, había estampado su sello en aquel documento.

Así pues, el día había terminado sin hablar con nadie más.

Sin embargo, al día siguiente cambió de opinión; aunque Masako la regañara, tenía que contarle lo sucedido la tarde anterior. Dejó las patatas que estaba pelando en un cuenco con agua y se dirigió al comedor dispuesta a efectuar la llamada. Justo en ese momento sonó el interfono. Yayoi contuvo la respiración y, al cabo de unos instantes, emitió un leve gemido, temerosa de que de nuevo se tratara de Kuniko. Al responder, oyó una voz masculina, ligeramente ronca.

—Soy de la comisaría de policía de Musashi Yamato.

—¿Ah, sí?

A Yayoi se le aceleró el pulso.

—¿Es la señora de la casa?

El hombre hablaba en un tono agradable, pero aun así Yayoi estaba aturdida. No esperaba que la policía acudiera tan rápido. ¿Habría sucedido algo inesperado? ¿Acaso Kuniko había ido a la policía y se lo había contado todo? ¡Era el fin! ¡Sabían lo que había hecho! Sintió el deseo irrefrenable de echarse a correr y salir huyendo.

—Me gustaría hacerle unas preguntas.

—Salgo en seguida —acertó a responder.

Al abrir la puerta, vio a un hombre de aspecto más bien sórdido, con el pelo canoso y el abrigo en el brazo, que le sonreía con amabilidad. Era el inspector Iguchi, del Departamento de Seguridad Pública.

—Buenas tardes. ¿Ha vuelto ya su marido?

Yayoi lo había visto por primera vez al presentar la denuncia de la desaparición de Kenji. El agente encargado de tramitar las mismas había salido, e Iguchi le había explicado personalmente el procedimiento y había recogido su denuncia. También era quien se había puesto al teléfono la primera vez que había llamado, de modo que Yayoi empezaba a sentirse a gusto con él.

—Todavía no —respondió ella intentando controlar su miedo.

—Vaya —exclamó Iguchi con gravedad—. Se ha encontrado el cadáver de un hombre descuartizado en el parque Koganei.

Al oír esas palabras, Yayoi se mareó; se sentía como si no le corriera la sangre por las venas. Se le nubló la vista y perdió el control de la parte superior de su cuerpo. Se agarró a la puerta para no caer, convencida de que la habían descubierto. Sin embargo, Iguchi interpretó su reacción como el pánico habitual que experimentaría cualquier esposa al oír esa noticia.

—No se preocupe —se apresuró a añadir para tranquilizarla—. Aún no sabemos si se trata de su marido.

—Ah...

—Ahora, únicamente estamos visitando los hogares de todas las personas desaparecidas para formular unas cuantas preguntas.

—Entiendo.

Yayoi consiguió esbozar una sonrisa pese a saber que, sin duda, se trataba de Kenji.

—¿Puedo entrar? —preguntó Iguchi al tiempo que empujaba la puerta con el pie y deslizaba su delgado cuerpo entre ésta y el marco.

En ese momento, Yayoi vio que detrás de Iguchi había varios hombres uniformados.

—Esto está muy oscuro —comentó Iguchi desde el interior.

Las cortinas seguían echadas para ocultar el sol de la tarde, y el contraste con la luz exterior producía un efecto lúgubre. Creyéndose acusada, Yayoi se apresuró a descorrer las cortinas. El sol había bajado y ahora teñía el techo de rojo.

—Como las ventanas dan al oeste... —dijo Yayoi a modo de excusa.

—Hace mucho calor —repuso Iguchi mientras echaba un vistazo al cuenco de patatas y se secaba el sudor de la cara. Yayoi encendió el aire acondicionado y cerró las ventanas, tal como había hecho durante la visita de Kuniko el día anterior—. No se preocupe —añadió Iguchi escrutando la casa.

Cuando sus ojos se posaron sobre Yayoi, ésta sintió un peso en la boca del estómago, justo donde tenía la marca amoratada de su pelea con Kenji. Pensó que, pasara lo que pasase, no se la mostraría al inspector, e instintivamente se cruzó los brazos sobre el estómago.

—Necesitaría saber el nombre del dentista que visita a su marido, y también tomar sus huellas dactilares y su huella palmar.

—Su dentista es el doctor Harada, tiene la consulta cerca de la estación —acertó a murmurar.

Iguchi apuntó el nombre en silencio. Los otros hombres, que parecían investigadores, seguían detrás de él, a la espera de instrucciones.

—¿Tiene algún vaso o algún objeto que su marido haya usado últimamente?

Las rodillas le temblaban pero Yayoi hizo acopio de valor para acompañar a los investigadores hasta el cuarto de baño. Tras señalar las cosas de Kenji, los técnicos esparcieron unos polvos blancos y se pusieron manos a la obra. Al regresar al comedor, Yayoi encontró a Iguchi mirando distraídamente el triciclo y los juguetes que había en el jardín.

—¿Tiene hijos pequeños?

—Sí, dos niños, de tres y cinco años.

—¿Están jugando fuera?

—No, están en la escuela.

—O sea que usted trabaja. ¿En qué?

—Antes trabajaba de cajera en un supermercado, pero ahora tengo un empleo en una fábrica de comida preparada; hago el turno de noche.

—¿El turno de noche? Debe de ser duro —comentó compasivamente.

—Sí, lo es. Pero puedo dormir mientras los niños están en la escuela.

—Ya. Últimamente parece que muchas mujeres han optado por esa solución. ¿Y ese gato es suyo? —preguntó señalando con el dedo.

Sorprendida, Yayoi miró al jardín y vio a Milk, acurrucado junto al triciclo y mirando hacia el interior de la casa. Tenía el pelo blanco ligeramente sucio.

—Sí.

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