Masako, Kuniko, Yoshie y Yayoi trabajan en el turno nocturno de una fábrica de comida preparada de los suburbios de Tokio. Todas tienen graves problemas tanto de dinero como familiares (maridos infieles, suegras discapacitadas o hijos imposibles) y se desenvuelven en una atmósfera hostil e inhóspita. En el caso de Yayoi desemboca en el asesinato de su marido cuando éste la agrede físicamente. Masako la ayudará a deshacerse del cuerpo, ingrata tarea para la que contarán con la ayuda de las otras dos compañeras de trabajo, Kuniko y Yoshie. Juntas descuartizarán el cadáver y lo desperdigarán por varios puntos de Tokio. La policía sospecha de ellas pero todavía no tienen pruebas. Mientras tanto, un prestamista vinculado a los yakuza chantajea a las mujeres para que se ocupen de más cadáveres.
Natsuo Kirino
Out
ePUB v1.0
Tanodos17.02.12
©1994, Natsuo Kirino
©2008, Emecé Editores
Colección: Emecé
Traducción: Albert Nolla Cabellos
ISBN: 978-84-96580-29-9
Llegó al parking antes de la hora acordada.
Al salir del coche, quedó envuelta por la densa y húmeda oscuridad del mes de julio. La noche era especialmente negra y sofocante, quizá a causa del calor. Al sentir que le faltaba aire para respirar, Masako Katori alzó los ojos y vio un cielo sin estrellas. Su piel, que había permanecido fresca y seca gracias al aire acondicionado del coche, empezó a humedecerse por el sudor.
Junto con el humo de la autopista Shin Oume, le llegó un leve olor a fritura procedente de la fábrica de comida preparada donde trabajaba.
«Quiero irme a casa», pensó al percibir el olor. Sin embargo, no sabía a qué casa quería irse. Por supuesto, no se refería a la que acababa de dejar. ¿Por qué no quería volver ahí? ¿Adónde quería ir? Se sentía completamente perdida.
Su trabajo consistía en permanecer de pie junto a una cinta transportadora, desde las doce de la noche hasta las cinco y media de la mañana, sin ni siquiera una pausa. Para ser un empleo por horas estaba bien pagado, pero era agotador. A menudo, cuando se sentía mal, se quedaba paralizada en el parking pensando en la dura tarea que le esperaba. No obstante, la sensación de desamparo que la embargaba en esa ocasión era diferente.
Como era su costumbre, encendió un cigarrillo, pero por primera vez se dio cuenta de que lo hacía para camuflar el olor que le llegaba de la fábrica de comida.
La fábrica se encontraba en el distrito de Musashi Murayama, justo delante de una carretera colindante con el muro gris de una gran planta de automóviles. En la zona no había más que campos polvorientos y un sinfín de pequeños talleres automovilísticos. El terreno era llano, por lo que el cielo se veía con claridad. Entre el parking donde se encontraba Masako y la fábrica de comida había un trayecto de unos tres minutos a pie, en el que había que dejar atrás una antigua fábrica abandonada.
El parking era apenas una parcela con el piso nivelado. Las plazas de aparcamiento estaban delimitadas con unas tiras de cinta casi imperceptibles a causa del polvo que las cubría. Los coches particulares y las furgonetas que transportaban a los empleados estaban estacionados de forma aleatoria. Resultaba imposible saber si alguien se encontraba escondido detrás de algún vehículo o entre las hierbas. Era un lugar peligroso. Mientras cerraba el coche, Masako no dejó de mirar a su alrededor.
Oyó el ruido de unos neumáticos mordiendo el asfalto y, por unos instantes, la luz amarilla de unos faros iluminó la maleza. Un Golf Cabriolet verde y con la capota plegada entró en el parking. Su compañera Kuniko Jonouchi la saludó desde detrás del volante inclinando levemente la cabeza.
—Siento llegar tarde —se disculpó Kuniko mientras aparcaba su Golf al lado del Corolla rojo desteñido de Masako sin prestar atención a la exagerada separación que quedaba a la derecha.
Puso el freno de mano y cerró la puerta haciendo un ruido innecesario. Sus gestos eran bruscos y exagerados.
—Bonito coche —comentó Masako al tiempo que apagaba el cigarrillo con la punta de su zapatilla.
El automóvil de Kuniko era la comidilla de la fábrica.
—Sí, ya... —repuso Kuniko sacando la lengua con coquetería—. Pero por su culpa estoy endeudada hasta las cejas.
Masako esbozó una sonrisa evasiva: era evidente que las deudas de Kuniko no sólo se limitaban al coche. Todos los accesorios así como la ropa que vestía eran de marca.
—Vamos —dijo Kuniko.
Desde principios de año se rumoreaba que se había detectado la presencia de un violador en el camino que llevaba del parking a la fábrica. Hasta el momento, varias trabajadoras habían explicado que alguien les había empujado hacia la oscuridad y que habían sido víctimas de un ataque. Por ese motivo, la dirección de la empresa les había recomendado acudir en grupo al trabajo.
Masako y Kuniko echaron a andar por el camino sin asfaltar y mal iluminado. A la derecha había varios bloques de viviendas y casas de agricultores con amplios jardines que, pese a su desorden, constituía el único reducto de vida en la zona. A la izquierda, al otro lado de una zanja cubierta de hierbas, se extendía una triste retahíla de edificios abandonados entre los que se encontraban una antigua fábrica de comida preparada y una bolera que se había ido a pique. Las víctimas aseguraban que el agresor las había arrastrado hasta el descampado de la fábrica, por lo que Masako no dejaba de mirar a derecha y a izquierda mientras avanzaba a buen ritmo al lado de Kuniko.
Desde los bloques de pisos de la derecha les llegaron los gritos de un hombre y una mujer discutiendo en portugués. Debían de ser empleados de la fábrica. Además de las amas de casa como ellas, que trabajaban por horas, había muchos empleados brasileños o brasileños de origen japonés, entre los que se contaban muchos matrimonios.
—Todo el mundo dice que el pervertido es brasileño —comentó Kuniko frunciendo el ceño en la oscuridad.
Masako caminaba en silencio. Daba igual de donde fuera, pensó. Mientras trabajaran en la fábrica, no habría manera de hacer frente a esa amargura. Sólo les quedaba defenderse.
—Dicen que es muy corpulento y que te agarra con fuerza, sin decir una palabra —añadió Kuniko con cierto dejo de admiración.
Masako se dio cuenta de que algo enturbiaba el corazón de su compañera, como una densa nube que ocultara las estrellas.
Al oír el chirriar de los frenos de una bicicleta que se acercaba por detrás, se volvieron inquietas.
—¡Eh! ¡Buenas noches! —les saludó su compañera Yoshie Azuma.
Yoshie era viuda y rondaba los sesenta. Tenía unas manos muy hábiles que la convertían en la empleada más rápida de la cadena, lo que le había valido el sobrenombre de Maestra.
—Hola, Maestra —la saludó Masako aliviada—. Buenas noches.
Kuniko no la saludó, pero aminoró el paso para esperarla.
—No me llames así tú también —respondió Yoshie halagada mientras desmontaba de la bicicleta y se unía a sus compañeras.
Yoshie era una mujer baja y robusta. Su complexión, que recordaba a la de un cangrejo, parecía la más adecuada para desempeñar un trabajo físico. Sin embargo, tenía unas facciones delicadas, y su rostro flotaba pálido y atractivo en la luz de la madrugada. Quizá fuera ese contraste lo que le confería un aspecto compungido.
—Supongo que vais juntas por lo de los ataques —observó.
—Sí—dijo Masako—. Kuniko es demasiado joven.
Kuniko soltó una leve carcajada. Tenía veintinueve años. Yoshie esquivó un charco que brillaba en la oscuridad y miró a Masako.
—Creo que tú también le servirías —comentó—. Sólo tienes cuarenta y tres, ¿no?
—No seas boba —respondió Masako reprimiendo una sonrisa; hacía tiempo que no se sentía tan agasajada.
—¿O sea que ya estás seca? —insistió Yoshie—. ¿Fría y seca?
Era evidente que su compañera bromeaba, pero Masako pensó que había acertado de pleno. En ese momento se sentía fría, seca y arrastrándose como un reptil.
—Por cierto —dijo cambiando de tema—, ¿no llegas más tarde que de costumbre?
—Pues sí. La abuela ha vuelto a hacer de las suyas —respondió Yoshie ambiguamente, señal evidente de que no tenía ganas de entrar en detalles sobre su suegra discapacitada.
Masako chascó la lengua, pero decidió no insistir y miró hacia delante. A la izquierda, justo donde acababan los edificios abandonados, empezaba la fila de camiones blancos que acudían a la fábrica para cargar el producto envasado y distribuirlo por los supermercados. Y detrás de los camiones, brillando con la luz azulada de los fluorescentes, se alzaba la fábrica, como si se tratara de uno de esos barrios que nunca duermen.
Después de que Yoshie dejara su bicicleta en el aparcamiento, las tres subieron la gastada escalera verde cubierta de hierba artificial que llevaba a la entrada de la fábrica, en el primer piso. Las oficinas se hallaban a la derecha, y al final del pasillo estaban el vestuario y la sala de descanso para los trabajadores. La fábrica ocupaba la planta baja, de modo que, después de ponerse la ropa de trabajo, debían bajar de nuevo.
Estaba prohibido ir con zapatos en las instalaciones, así que era obligatorio quitárselos antes de pisar la moqueta sintética roja que cubría el suelo. La luz fluorescente atenuaba el color de la moqueta y confería un aspecto tenebroso al pasillo. Al ver la pátina sombría que se reflejaba en los rostros de las mujeres que había a su alrededor, Masako se preguntó si también ella tendría tan mal aspecto.
Komada, el lacónico encargado de seguridad e higiene de la fábrica, les esperaba delante de los compartimentos donde se guardaba el calzado. Antes de entrar, les pasó un rodillo quitapelusas por la espalda para eliminar cualquier brizna de polvo o suciedad que pudieran traer del exterior.
Una vez superado el primer control, se dirigieron a la amplia sala con tatami habilitada como área de descanso, donde varios grupos de trabajadores charlaban animadamente. Todos llevaban puesto el uniforme blanco. La mayoría bebía té o comía algún tentempié mientras esperaban la hora de empezar el turno. Algunos estaban tendidos en el suelo, dormitando.
De los casi cien trabajadores que integraban el turno de noche, una tercera parte eran brasileños. La proporción de hombres y mujeres era bastante equilibrada. Como estaban en plenas vacaciones de verano, el número de estudiantes a tiempo parcial había aumentado, pero aun así la mayor parte de la plantilla la conformaban amas de casa de entre cuarenta y sesenta años.
Masako, Kuniko y Yoshie se dirigieron al vestuario, saludaron a algunas compañeras veteranas y vieron a Yayoi Yamamoto, sentada a solas en un rincón de la sala. Al verlas, ni siquiera les sonrió; permanecía hundida en el tatami, abstraída.
—Buenas noches —le dijo Masako. Yayoi esbozó una breve sonrisa que desapareció de inmediato, como una pompa de jabón—. Pareces cansada.
Yayoi asintió levemente y las miró sin decir nada. Era la más atractiva, no sólo de las cuatro mujeres allí presentes, sino de todas las empleadas del turno de noche. Tenía una cara muy agraciada: la frente ancha, las cejas y los ojos bien proporcionados, la nariz respingona y los labios carnosos. A pesar de ser menuda, tenía un cuerpo perfecto. En la fábrica no dejaba a nadie indiferente, pues entre sus compañeras provocaba por igual reacciones de simpatía como de antipatía.