—¡Qué tiempo de perros! —comentó.
Kazuo, que había ido hasta el parking de bicicletas al otro lado de la fábrica, volvió con la bicicleta de Yoshie y, sin esfuerzo aparente, la metió en el maletero. Era una vieja y pesada bicicleta de paseo, pero él consiguió meterla de modo que sobresaliera apenas la rueda delantera. Masako salió para inspeccionar: el maletero estaba ligeramente abierto, pero podría circular.
—Sube—le dijo a Kazuo.
Él la miró con el rostro empapado, como si acabara de salir de una piscina. Llevaba la camiseta blanca pegada al pecho y debajo de la tela se veía la llave. Kazuo se llevó la mano al pecho para taparla.
—Gracias —dijo Masako.
—De nada —repuso Kazuo sin sonreír.
El viento sopló con fuerza y una rama cayó entre los dos.
—Sube —insistió Masako—. Te llevo.
Kazuo negó con la cabeza. Entonces, recogiendo el paraguas de plástico transparente que se había caído al suelo, lo abrió y echó a andar en dirección a la fábrica abandonada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Yoshie volviéndose y observando cómo Kazuo se alejaba.
—Ni idea —respondió Masako.
Al arrancar, evitó mirar por el retrovisor.
—Ha sido muy amable —murmuró Yoshie al tiempo que se secaba la cara con una toallita con olor a colonia—. Sin la bici no puedo hacer nada.
Masako no respondió y se concentró en conducir mirando la carretera a través del rápido movimiento de los limpiaparabrisas. Encendió las luces para ver mejor. Al llegar a la autopista Shin Oume, vio que los demás conductores también circulaban con las luces de cruce encendidas, a una velocidad más lenta de lo habitual, salpicando abundantemente y abriéndose paso entre el aguacero. Mientras intentaba reprimir un bostezo, Yoshie miró a Masako con cara de circunstancias.
—Siento que tengas que dar esta vuelta. Además, se te va a mojar el maletero.
Masako miró por el retrovisor, y vio cómo la puerta del maletero subía y bajaba siguiendo el ritmo del coche. No cabía duda de que la lluvia estaba entrando en el compartimento, lavando el lugar donde había estado Kenji.
—No pasa nada. De hecho, es mejor así —dijo Masako. Yoshie guardó silencio—. Maestra —prosiguió sin mirarla—, ¿estarías dispuesta a hacerlo de nuevo?
—¿A hacer qué? —preguntó Yoshie volviéndose hacia su compañera con cara de sorpresa.
—Tal vez nos salga un trabajo.
—¿Un trabajo? ¿Para hacer lo mismo que con Kenji? —preguntó Yoshie sin disimular su asombro—. ¿Y para quién?
—Kuniko se fue de la lengua, llegó a oídos de alguien y ahora se puede convertir en un trabajo.
—¿Se fue de la lengua? —repitió Yoshie agarrándose con ambas manos en el salpicadero. Era como si temiera que el coche siguiera avanzando—. Entonces, ¿alguien nos está haciendo chantaje?
—No. Es un trabajo remunerado —explicó Masako—. No es necesario que sepas los detalles; puedes dejarlo en mis manos. Sólo quiero saber si puedo contar contigo en caso de que salga adelante. Te pagaré.
—¿Cuánto? —preguntó Yoshie con la voz temblorosa y llena de curiosidad.
—Un millón.
Al oír la cifra, Yoshie soltó un suspiro.
—¿Se trata de hacer lo mismo que hicimos? —dijo después de unos segundos de silencio.
—No es necesario que nos deshagamos del cadáver. Sólo tendremos que descuartizarlo en mi casa.
Desconcertada, Yoshie tragó saliva. Masako encendió un cigarrillo y el coche se llenó de humo.
—Puedo hacerlo —dijo finalmente Yoshie, tosiendo.
—¿De veras? —preguntó Masako mientras estudiaba su expresión.
Estaba pálida y le temblaban los labios.
—Necesito el dinero —confesó Yoshie—. Y estoy dispuesta a ir al infierno contigo.
¿Realmente se estaban dirigiendo al infierno?, se preguntaba Masako al tiempo que intentaba fijar la mirada a través del parabrisas empañado.
No veía nada excepto las luces traseras del coche que circulaba delante del de ella. Ya no notaba el agarre de los neumáticos al asfalto, era como si el coche avanzara flotando en el aire. Todo parecía irreal, como si formara parte de un sueño compartido con Yoshie.
Cuando el tifón pasó, el brillante cielo de verano se fue con él, como si lo hubieran barrido; en su lugar se dibujó un apagado cielo otoñal.
A medida que la temperatura descendía, las intensas emociones de Yayoi (rabia, arrepentimiento, miedos, esperanzas) también se aplacaron. Vivía con sus dos hijos, una vida que, poco a poco, había empezado a calificar de normal. Sin embargo, las vecinas, que al principio se habían puesto de su lado por una mezcla de lástima y curiosidad, pronto le dieron la espalda al ver que se convertía en una viuda confiada y segura de sí misma. Aparte de ir al trabajo y llevar y traer a los niños de la escuela, intentaba quedarse en casa con el fin de no levantar suspicacias. Se sentía extrañamente sola.
¿Realmente había cambiado tanto?, se preguntaba. Si sólo se había cortado el pelo y hacía lo posible para suplir la ausencia de su marido... De hecho, aún no se había dado cuenta de que estaba cambiando por dentro: pese a haberse librado del lastre que suponía vivir con Kenji, ahora tenía que vivir encadenada a la culpa que sentía por haberlo asesinado.
Una mañana en que le tocaba limpiar el punto de recogida de la basura, Yayoi salió a la calle con la pala y la escoba en ristre. Los vecinos dejaban la basura al pie de un poste eléctrico situado en la esquina de la calle, en el lugar donde Milk había aparecido la mañana siguiente del asesinato de Kenji.
Yayoi alzó la vista para mirar el muro, el lugar preferido de los gatos del barrio que confiaban en encontrar alguna bolsa rota. En ese momento había un gato blanco con el pelo sucio que bien podría ser Milk, y otro atigrado, marrón y de mayor tamaño, pero ambos desaparecieron al ver que Yayoi se les acercaba. Milk no había vuelto a casa y ahora rondaba por el barrio con los demás gatos abandonados. Yayoi, que había dejado de preocuparse por él, se puso manos a la obra.
Mientras barría los restos de comida y papeles que habían quedado esparcidos después de que pasara el camión de recogida, tuvo la sensación de que sus vecinas la miraban desde detrás de las cortinas de sus casas y se puso nerviosa. Justo entonces, como si acudiera a rescatarla, oyó la voz dulce de una chica.
—Disculpa...
Yayoi levantó la cabeza y vio a una mujer delante de ella. En sus ojos sólo había simpatía. No la conocía, pensó Yayoi al tiempo que intentaba recordar si la había visto antes. Debía de tener unos treinta años. Llevaba el pelo liso y estirado y un poco de maquillaje, al más puro estilo de las secretarias, pero daba la impresión de ser una chica inocente e inexperta. A Yayoi le cayó bien de inmediato.
—¿Es nueva en el barrio?
—Sí. Acabo de trasladarme a ese edificio —dijo la chica volviéndose hacia un viejo bloque de apartamentos que había detrás de ella—. ¿Es aquí donde debo dejar la basura?
—Sí. Ahí está el calendario —le explicó Yayoi señalando el cartel colgado en el poste eléctrico.
La chica le dio las gracias y se sacó un pequeño taco de hojas del bolsillo para copiar la información. Iba vestida de calle, pero la blusa blanca de manga larga y la falda azul marino le conferían un aire sencillo. Cuando Yayoi terminó su tarea y estaba a punto de irse, la joven, como si la hubiera estado esperando, la interpeló de nuevo.
—¿Siempre limpia usted?
—Hacemos turnos —respondió Yayoi—. Supongo que también usted tendrá que hacerlo, pero ya recibirá el aviso.
—Ah, entiendo.
—Si trabaja y no puede encargarse de ello, puedo hacerlo por usted —se ofreció Yayoi.
—Es muy amable —dijo la chica con sorpresa—. Se lo agradezco, pero no trabajo.
—Entonces, ¿está casada?
—No, no lo estoy. Aunque a mi edad debería estarlo —dijo con una sonrisa que le hizo aparecer unas arrugas en la comisura de los párpados. Yayoi pensó que debía de tener la misma edad que ella—. Acabo de dejar el trabajo. Estoy en el paro.
—Debe de ser duro.
—No crea. Es un lujo. De hecho, he empezado a estudiar de nuevo.
—¿Un doctorado o algo así? —inquirió Yayoi, consciente de que preguntaba demasiado.
Sin embargo, estaba contenta de poder hablar con alguien, puesto que no tenía amigas en el barrio y la relación con sus compañeras de la fábrica se había deteriorado desde la muerte de Kenji. Hablar relajadamente, aunque fuera con una desconocida, era divertido.
—No, no es nada tan importante. Es algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo: estoy aprendiendo a teñir. Me gustaría poder vivir de ello algún día.
—¿Y no tiene ningún trabajo por horas?
—No. Con lo que tengo ahorrado, creo que podré mantenerme dos años... llevando una vida humilde, claro.
La chica sonrió y se volvió de nuevo hacia el bloque de pisos, famoso en el barrio por su estado ruinoso, si bien eran baratos.
—Me llamo Yayoi Yamamoto y vivo al fondo del callejón. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.
—Muchas gracias. Yo soy Yoko Morisaki. Encantada —se presentó la chica con voz serena.
Yayoi se preguntó si, de saber lo de Kenji, se habría comportado del mismo modo.
Al día siguiente, cuando, después de la siesta, Yayoi se disponía a preparar la cena, sonó el interfono.
—Soy Yoko —anunció una voz alegre.
Yayoi se apresuró a abrir la puerta donde encontró a su nueva amiga con una caja de uvas. En esta ocasión también iba vestida y maquillada con discreción y buen gusto.
—Hola —la saludó Yayoi.
—Sólo quería darle las gracias por lo de ayer.
—No era necesario —dijo Yayoi al tiempo que cogía las uvas y la guiaba hasta el comedor.
Desde el día en cuestión, las únicas personas que habían entrado en su casa habían sido los padres y parientes de Kenji, los suyos, algunos compañeros de trabajo de Kenji, Kuniko y los policías. Era fantástico tener a una invitada con quien sentirse a gusto.
—No sabía que tuviera hijos —dijo Yoko mirando los dibujos pegados con celo en las paredes y los coches de juguete esparcidos por el pasillo.
—Pues sí. Dos niños. Ahora están en la escuela.
—Qué envidia. Me encantan los niños. A ver si algún día puedo jugar con ellos.
—Como quiera —dijo Yayoi sonriendo—, pero le advierto que son un poco salvajes. Y agotadores.
Yoko se sentó en la silla que le ofrecía Yayoi y la miró a los ojos.
—Nunca hubiera imaginado que tuviera dos hijos. Parece muy joven.
—Oh, gracias —dijo Yayoi encantada de recibir un piropo de una mujer de su edad.
Se apresuró a preparar un poco de té y lo sirvió junto con las uvas.
—¿Su marido está trabajando? —preguntó Yoko distraída, mientras echaba azúcar en su taza.
—Mi marido murió hará un par de meses —respondió Yayoi al tiempo que señalaba el nuevo altar con la foto de Kenji que había instalado en la habitación contigua.
Era una foto tomada hacía un par de años, en la que Kenji aparecía joven y feliz, ignorante de la suerte que le esperaba.
—Lo siento —se disculpó Yoko con el rostro pálido—. No lo sabía.
—No se preocupe. Es normal que no lo supiera.
—¿Estaba enfermo? —preguntó tímidamente, como si no hubiera hablado nunca de la muerte de alguien.
—No —respondió Yayoi observándola—. ¿De verdad no lo sabe?
Yoko abrió los ojos y negó con la cabeza.
—Mi marido se metió en un lío y murió. ¿Le suena lo del caso de Koganei?
—Sí. No me diga que... —dijo incrédula.
Al parecer, era cierto que no sabía nada. Bajó la cabeza y se echó a llorar.
—¿Qué le pasa? —le preguntó Yayoi sorprendida—. ¿Por qué llora?
—Lo siento mucho por usted.
—Gracias —murmuró Yayoi, turbada a su vez por lo que parecía la primera muestra de verdadera emoción.
Mucha gente le había expresado sus condolencias después del incidente, pero en todos los casos había notado cierta sospecha hacia ella. Los parientes de Kenji la habían acusado abiertamente y sus propios padres habían vuelto a casa. Sabía que podía contar con Masako, pero estar con ella la enervaba, como si en cualquier momento pudiera hacerle daño. Yoshie era demasiado anticuada y sentenciosa, mientras que a Kuniko no quería ni verla. Después de un tiempo sintiéndose alejada de todo el mundo, Yayoi quedó realmente impresionada por las lágrimas de su nueva amiga.
—Muchas gracias —le dijo—. Los vecinos me han dado la espalda y estoy muy sola.
—No tiene por qué dármelas —repuso Yoko—. Soy muy ingenua y siempre acabo diciendo alguna inconveniencia. Por eso normalmente intento estar callada, para no herir a los demás. De hecho, si he dejado mi trabajo ha sido por eso. Creo que voy a estar mejor en mi propio mundo.
—Entiendo —dijo Yayoi, y a continuación se puso a contar la versión oficial de lo que le había sucedido a Kenji.
Al principio Yoko la escuchó en silencio, pero a medida que el relato avanzaba, empezó a hacer preguntas.
—Así, ¿la última vez que lo vio fue esa mañana?
—Sí —respondió Yayoi, que había acabado creyendo que había sido así realmente.
—Es tan triste...
—Pues sí. Nunca imaginé que podría suceder algo parecido.
—¿Y todavía no han detenido al asesino?
—Ni siquiera saben quién lo hizo —afirmó Yayoi con un suspiro.
A base de mentir, el hecho de que lo hubiera matado ella le parecía cada vez más irreal.
—Y después lo descuartizaron —dijo Yoko indignada—. Debe de ser un monstruo.
—¿Verdad? No puedo ni imaginar quién lo hizo —dijo Yayoi recordando la foto de la mano amputada de Kenji que le mostró la policía.
El intenso odio que sintió en ese momento por Masako volvió a hacerse patente. ¿Cómo podían haber llegado tan lejos? En parte sabía que esa reacción era irracional, pero conforme seguía hablando y pensando en los acontecimientos, los recuerdos que tenía iban cambiando.
Sonó el teléfono. Quizá fuera Masako. Ahora que tenía una nueva amiga, Yayoi se dio cuenta de lo cansado que era tener que hablar con una mandona como Masako. Dudó unos instantes, sin saber qué hacer.
—No se preocupe por mí —dijo Yoko animándola a cogerlo.
Yayoi respondió a su pesar.
—¿Diga?
—Hola, soy Kinugasa —dijo una voz familiar.
Él o Imai la telefoneaban cada semana para saber cómo se encontraba.