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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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Tomó la autopista Shin Oume para dirigirse hacia el centro. No había circulación, pero Masako prefería ir despacio, mirando a derecha y a izquierda. Quería olvidar el turno que le esperaba y el cadáver que llevaba en el maletero, y mirar el paisaje conocido con interés renovado.

Cruzó un gran puente y vio una planta depuradora a la izquierda. Desde el puente, la noria del parque Seibu parecía una enorme moneda iluminada brillando en la noche. Había olvidado esa imagen. La última vez que habían subido a la noria con Nobuuki era aún un niño. Ahora había cruzado la frontera y se había convertido en un extraño.

A la derecha discurría durante un buen trecho el muro de hormigón del cementerio Kodaira. Al ver el centro de golf, que se alzaba como una enorme jaula, dobló a la derecha y entró en el barrio de Tanashi. Después de avanzar varios minutos entre casas y campos, llegó al gran bloque de viviendas que buscaba.

Como la empresa donde había trabajado tenía su sede en Tanashi, podía situarse con relativa facilidad. Sabía que en ese bloque vivía mucha gente, que estaba mal organizado y que el punto de recogida de basuras estaba ubicado detrás del edificio y era bastante accesible. Detuvo el coche al lado del vertedero y, como si nada, sacó cinco bolsas del maletero y las introdujo en un contenedor. Había varios barriles azules con etiquetas con grandes letras que rezaban «Combustible» o «No combustible». Junto a ellos había varias bolsas apiladas. Masako retiró unas cuantas y puso las suyas en el fondo. Pedazos del cuerpo de Kenji quedaron camuflados entre las basuras domésticas.

Siguió con su ronda por el barrio. Cada vez que veía un bloque de pisos, buscaba el punto de recogida de basuras y, si estimaba que podía entrar sin que nadie le llamara la atención, depositaba varias bolsas. Y si mientras atravesaba alguna zona de viviendas veía un vertedero solitario, se apresuraba a dejar sus bolsas furtivamente. De este modo, el cuerpo y la ropa de Kenji no sólo quedaron esparcidos, sino que también fueron a parar a un lugar lejano. Lo único que le quedaba era la cabeza y los objetos que llevaba en los bolsillos.

Se acercaba la hora de ir a la fábrica. Había recobrado el ánimo a medida que el maletero se vaciaba. Sintió un atisbo de preocupación al pensar en cómo le habría ido a Yoshie sin ayuda de un coche, pero en seguida concluyó que como no se había llevado muchas bolsas no habría tenido mayores problemas. Además, Yoshie era de fiar. El problema era Kuniko. Se arrepentía de haberle confiado quince bolsas, e incluso pensó que si aún no las había tirado se ocuparía de hacerlo ella personalmente.

Masako rehízo el camino y en media hora llegó al parking de la fábrica. Kuniko todavía no había llegado. La esperó sin salir del vehículo, pero al ver que el Golf no aparecía se le ocurrió que quizá no fuera a trabajar a causa del shock. Aunque al principio se mostró enfadada, en seguida se dio cuenta de que el hecho de que Kuniko no acudiera al trabajo no cambiaba nada.

Al salir del coche, notó que el aire era muy seco para ser verano y mucho más fresco que por la mañana. También le llegó el característico olor a fritura que salía de la fábrica.

Recordó los respiraderos que se abrían en la alcantarilla cubierta de hormigón, y pensó que si arrojaba allí el llavero y la cartera nadie los iba a encontrar. Y por la mañana enterraría la cabeza de Kenji cerca del lago Sayama.

De pronto le asaltó el impulso de deshacerse de las pertenencias de Kenji y olvidarse de todo, pero al ver la espesa hierba y las persianas de la fábrica abandonada, recordó las palabras de Kazuo anunciándole que la estaría esperando. Sin embargo, después de lo que había sucedido por la mañana estaba convencida de que no la esperaría. Aun así, miró a su alrededor y no vio a nadie.

Se acercó a la alcantarilla y buscó uno de los respiraderos. Sacó el llavero y la cartera vacía de la bolsa y los tiró en el agujero. Al oírlos caer en el agua, sintió un gran alivio y se dirigió a la fábrica, que brillaba en medio de la oscuridad.

No se dio cuenta de que Kazuo Miyamori estaba agachado al lado de la persiana oxidada donde la noche anterior la había abordado.

Capítulo 5

Al salir de casa de Masako, Kuniko suspiró profundamente. El tiempo había mejorado e incluso se veían algunos retazos de cielo azul. El ambiente era húmedo, pero al respirar el aire fresco y limpio se animó un poco. Lo que le molestaba era la gran bolsa negra que llevaba en la mano, que contenía otras quince bolsas repletas de cosas horribles. Le sobrevino una arcada, que a duras penas pudo contener con una mueca. En ese instante, el aire que inspiró le pareció tibio y repugnante.

Dejó la bolsa en el suelo y abrió el maletero del Golf. El olor a polvo y a gasolina que salió del interior a punto estuvo de provocarle otra arcada. Sin embargo, lo que tenía que guardar era aún más asqueroso. Mientras apartaba un paraguas, zapatos y varias herramientas, fue consciente de lo increíble que era lo que acababan de hacer. Recordó el tacto de los pedazos de carne rosada a través de los guantes de goma; la blancura de los huesos; los trozos de carne aún con mechones de pelo... Al rememorar los detalles, juró y perjuró que jamás volvería a comer carne.

Delante de Masako había dicho que iría con cuidado a la hora de tirar las bolsas, pero lo que realmente quería era deshacerse de ellas cuanto antes. De hecho, ni siquiera quería meterlas en su Golf, ante el fundado temor de que en seguida empezarían a pudrirse y desprender mal olor. El hedor se impregnaría incluso en la suave piel de los asientos y, por mucho que utilizara un buen ambientador, sería imposible eliminarlo y la perseguiría para siempre. Al imaginar lo que podía pasar, miró a su alrededor y decidió deshacerse de las bolsas ahí mismo.

Cerca de donde se encontraba vio un pequeño grupo de casas nuevas que lindaban con un campo. Justo al lado había una pared de hormigón que delimitaba un punto de recogida de basuras. Después de un rápido reconocimiento para comprobar que Masako no la estuviera observando, echó a andar en esa dirección con la bolsa a cuestas.

Si encontraban los restos de Kenji en ese barrio los relacionarían con Masako, pero eso a Kuniko le resultaba indiferente. Al fin y al cabo, a ella la habían obligado a participar. Dejó la bolsa en el recinto bien conservado. Al caer al suelo, la bolsa negra se rajó y dejó a la vista el macabro contenido de las bolsas pequeñas. Kuniko hizo como si no lo viera, se volvió y echó a correr.

—¡Un momento! —gritó una voz masculina. Kuniko se detuvo en seco y vio a un hombre mayor vestido con ropa de trabajo que estaba frente al vertedero. Su rostro moreno reflejaba indignación—. Usted no vive aquí, ¿verdad?

—No —admitió Kuniko.

—Pues debe saber que no puede dejar esto aquí —dijo el hombre mientras cogía la bolsa para dársela—. Usted no es la única desconsiderada que viene por aquí, así que procuro vigilar desde ahí —añadió, señalando el campo con un gesto triunfal.

—Lo siento mucho —se disculpó Kuniko, que no soportaba que la amonestaran.

Cogió la bolsa y se alejó precipitadamente. Al llegar al coche, metió la bolsa en el maletero, esta vez sin pensárselo dos veces, y puso en marcha el contacto. Al mirar por el retrovisor, vio que el hombre la observaba desde lejos.

—¡Viejo de mierda! —dijo sin apartar la mirada del retrovisor—. ¡Ojalá te mueras!

Arrancó bruscamente, sin saber muy bien adonde dirigirse. Al cabo de unos minutos, se dio cuenta de lo difícil que le sería deshacerse de las dichosas bolsas sin llamar la atención, y se arrepintió de haberse metido en ese lío. Nada más y nada menos que quince bolsas. Pesaban tanto que llamaría la atención. No obstante, lo único que deseaba era deshacerse de ellas, con las manos al volante, miraba a derecha y a izquierda buscando un lugar donde tirarlas. Estaba tan ensimismada que varias veces los vehículos que iban detrás de ella tuvieron que hacer sonar el claxon para avisarla de que el semáforo se había puesto en verde.

Finalmente llegó a un barrio de casas de protección oficial en el que ya había pasado por la mañana. Un grupo de madres vigilaba a sus hijos mientras éstos jugaban en un parque destartalado. Kuniko vio a una de ellas tirar el envoltorio de un pastelito en una papelera situada al lado de un banco. De pronto, se le ocurrió una idea: tirar las bolsas en algún parque. Normalmente había muchas papeleras y nadie les prestaba mayor atención. Un parque. Y si era grande y con varias entradas, miel sobre hojuelas.

Satisfecha con su idea, Kuniko se animó y empezó a tararear una canción. Fijó la vista en la carretera y prosiguió su camino.

Había ido una vez al parque Koganei con sus compañeras de la fábrica para ver los cerezos en flor. Al parecer, era el parque más grande de Tokio. Si tiraba esas bolsas con su horrible contenido allí, nadie las encontraría.

Se dirigió a la parte trasera del parque y aparcó a orillas del río Shakujii. Era un día laborable y no había nadie. Se puso los guantes que Masako le había dado y sacó la bolsa negra del maletero. Entró en el parque por una de las puertas traseras y se dirigió a una pequeña arboleda cuyo verde follaje desprendía un aroma intenso. Dejó el camino y echó a andar por entre las espesas hierbas mojadas. Al poco, se dio cuenta de que sus zapatos blancos estaban empapados y que sus manos habían empezado a sudar dentro de los guantes. La respiración se le aceleró a causa de la desagradable sensación que se había apoderado de ella y del peso de la bolsa. Sólo deseaba encontrar un lugar donde deshacerse de la bolsa sin que nadie la viera, pero al parecer en ese bosque no había papeleras.

De repente, se abrió un gran claro ante ella. Como acababa de llover, no había casi nadie. Era un paisaje completamente distinto al que recordaba durante la época de los cerezos en flor. Echó un vistazo a su alrededor: había dos chicos jugando a pelota, un hombre que paseaba tranquilamente, una pareja en traje de baño haciéndose arrumacos sobre el césped, un grupo de mujeres que vigilaban a sus hijos mientras éstos jugaban y un anciano paseando con un gran perro. Eso era todo. No hubiera podido encontrar un lugar mejor, pensó riendo para sus adentros.

Procuró pasar por la sombra que proyectaban los árboles para no llamar la atención y empezó su ronda por todas las papeleras que vio en el claro. La primera fue un gran cubo situado cerca de la pista de tenis, donde dejó una de las bolsas. Depositó otras dos en una papelera que había al lado de unos columpios. Entonces se cruzó con un grupo de ancianos que habían salido de paseo y, haciéndose la despistada, se metió de nuevo en el bosque. En total, pasó casi una hora en el parque, yendo de acá para allá en busca de papeleras donde poder dejar las bolsas sin el concurso de miradas indiscretas.

Cuando por fin se hubo deshecho de todas, se sintió aliviada y le entró hambre. No había comido nada desde el desayuno. Al ver un puesto de comida, introdujo los guantes empapados y la bolsa negra vacía en el bolso y echó a correr hacia el mostrador, donde pidió un perrito caliente y una CocaCola. Se sentó en un banco de madera y los saboreó. Una vez hubo terminado, se acercó a una papelera para tirar el plato y el vaso de papel, pero al hacerlo vio un revuelo de moscas sobre un amasijo de fideos. Si el contenido de las bolsas que había tirado se pudría, pensó, las moscas acudirían en tropel, y después los gusanos. Volvió a tener una arcada y se le llenó la boca de saliva.

Tenía que volver a casa y dormir. Encendió un cigarrillo mentolado y echó a andar entre la hierba mojada.

Al cabo de media hora, llegó al edificio donde vivía. Avanzo tambaleándose por el pasillo, aturdida por el sueño, por lo que había visto en casa de Masako y por el esfuerzo realizado en el parque. Al llegar delante de la puerta de su apartamento, vio a un chico que salía de un rincón y que se dirigía hacia ella.

Kuniko lo miró sin interés: llevaba un traje oscuro y un maletín negro; debía de ser algún vendedor. Como no estaba de humor para comprar nada, se apresuró a abrir la puerta, pero no bien estaba a punto de entrar en casa el joven la llamó.

—¿La señora Jonouchi? —preguntó con una voz que le resultó familiar.

¿Por qué sabía su nombre? Kuniko se volvió y lo miró con desconfianza. El chico se le acercó esbozando una gran sonrisa. Llevaba un traje de lino, una camisa a cuadros y una corbata amarilla. Iba bien vestido, tenía buen tipo y el pelo teñido de castaño no le quedaba mal. Pensando que se parecía a un actor que salía mucho por la tele, a Kuniko se le despertó la curiosidad.

—Siento abordarla así —dijo el joven—. Me llamo Jumonji.

Sacó una tarjeta del bolsillo de la americana y se la alargó con ademán profesional. Al leerla, Kuniko soltó una exclamación. La tarjeta rezaba: «Million Consumers Center, Akira Jumonji, director ejecutivo».

Pese haber conseguido que Masako le prestara cincuenta mil yenes, con el trajín de las bolsas se le había olvidado pasar por el banco para hacer la transferencia. ¿Por qué diablos había ido a casa de Masako?, se preguntó. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Normalmente era capaz de controlar sus sentimientos, pero en ese momento le resultó imposible disimular su frustración.

—Lo... lo siento... Tengo el dinero, pero se me olvidó hacer la transferencia. Le aseguro que lo tengo.

Al sacar la cartera del bolso, los guantes de plástico que había usado al tirar las bolsas cayeron al suelo sucio de hormigón. Jumonji se agachó para recogerlos, y se los devolvió con un gesto de extrañeza.

Kuniko se azoró aún más, si bien a la vez se alegraba de que el cobrador no fuera un tipo con aspecto de yakuza, sino un joven apuesto. «Todo saldrá bien», pensó con optimismo.

—Eran cincuenta y dos mil doscientos yenes, ¿verdad? —dijo al tiempo que sacaba los cincuenta mil que le había prestado Masako más los diez mil que le quedaban—. ¿Tiene cambio?

—Mejor no me pague aquí —dijo Jumonji negando con la cabeza.

—¿Quiere que vaya a hacer la transferencia? —preguntó Kuniko a la par que consultaba su reloj.

Eran casi las cuatro, pero podría ingresar el dinero en un cajero.

—No es necesario. Puede pagarme aquí, pero pensé que quizá no quisiera que la vieran sus vecinos.

—Ah, ya —asintió Kuniko haciendo una leve reverencia.

—Entiendo que debe ser difícil para usted —dijo él mientras contaba el cambio y le extendía un recibo—. Ya sé que no lo ha hecho con mala intención. Por cierto —prosiguió en un tono de voz más bajo y con un gesto de preocupación—, parece que su marido ha dejado su empleo.

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