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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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La residencia donde se alojaba junto con la mayoría de empleados brasileños estaba muy cerca de la fábrica. Cada apartamento estaba equipado para dos personas. Kazuo vivía con Alberto. A las nueve llegó a casa medio borracho, pero encontró el piso vacío. Alberto debía de haber salido a cenar. Relajado después del día de descanso y de las cervezas que se había tomado, se tumbó en la litera superior y se quedó dormido.

Al cabo de una hora, unas voces jadeantes le despertaron. Alberto había vuelto con su novia y estaban haciendo el amor en la litera de abajo, sin reparar en la presencia de Kazuo. Hacía mucho que no oía la voz dulce y susurrante de una mujer, y cuando se tapó los oídos ya era demasiado tarde: algo se había encendido en su interior. Aunque había escondido la pólvora, la mecha seguía viva, y si se prendía, tarde o temprano explotaría. Se quedó en silencio en su litera, intentando desesperadamente cubrirse la boca y taparse los oídos.

Cuando llegó la hora de ir al trabajo, Alberto y su novia se vistieron y salieron del apartamento sin dejar de besarse. Al cabo de unos minutos, Kazuo se levantó y salió a la calle en busca de una mujer. Nunca había estado tan excitado, hasta el punto de que si no encontraba una vía de escape, se moriría. Temía que el autocontrol que se había impuesto hasta ese momento incrementara la violencia de la explosión, pero no podía hacer nada para detenerla.

Avanzó por la calle mal iluminada que llevaba de la residencia a la fábrica. Era un trecho lúgubre, flanqueado por un taller abandonado y una bolera en ruinas. Si se quedaba a esperar ahí, pensó, vería pasar a una o dos mujeres del turno de noche. La mayoría tenían la edad de su madre, pero en ese momento no le importaba. Sin embargo, quizá por lo tardío de la hora, no pasó nadie. Kazuo se quedó mirando el camino con una mezcla de sensaciones: por una parte se sentía aliviado, pero por otra experimentaba la frustración del cazador a quien se le escapa la presa. Y justo entonces apareció una mujer.

Parecía preocupada por algo, e incluso cuando se le acercó para abordarla no se dio cuenta de su presencia. Por eso la agarró del brazo, casi en un acto reflejo. Mientras ella lo rechazaba, Kazuo vio el miedo reflejado en sus ojos y la arrastró hacia la hierba.

Si dijera que no deseaba violarla estaría mintiendo. Al principio sólo quería que lo abrazase, sentir su suavidad entre sus brazos. Pero cuando ella lo rechazó, sintió el deseo irresistible de inmovilizarla. Y fue en ese momento en que ella proclamó saber quién era.

—Eres Miyamori, ¿verdad? —dijo fríamente.

En ese instante el miedo se apoderó de él. También él se dio cuenta de que la conocía: era esa mujer alta que apenas sonreía, la que iba siempre con esa muchacha tan atractiva. A menudo había pensado que en su rostro se reflejaba casi tanto sufrimiento como el que soportaba él mismo. El miedo dejó paso a los remordimientos por la ofensa que estaba a punto de cometer.

Cuando ella le propuso verse «a solas», el corazón de Kazuo dio un vuelco. Por unos instantes se sintió atraído por esa mujer, pese a que era mucho mayor que él. Pero en seguida se percató de que ella estaba dispuesta a todo para deshacerse de él, y sintió que en su interior empezaba a bullir un oscuro resentimiento.

Se sentía solo, y no había nada malo en eso. No pretendía forzarla, sólo recibir un poco de su cariño. Dominado por la nostalgia e incapaz de controlarse, Kazuo la inmovilizó contra la puerta metálica y la besó.

Ahora se avergonzaba de sus actos. Se cubrió el rostro con las manos, pues lo que había sucedido después aún había sido peor. Cuando ella lo rechazó y huyó, Kazuo temió que lo denunciara a la dirección de la fábrica o a la policía. Recordó el rumor sobre la presencia de un violador en las inmediaciones de la fábrica, rumor que también había llegado a los empleados brasileños. De hecho, algunos parecían no tener otro tema de conversación. Kazuo no era el violador, pero ¿cómo podría explicárselo a esa mujer? Tenía que pedirle perdón cuanto antes.

Esperó a que amaneciera. A medianoche empezó a caer esa lluvia fina que tanto le disgustaba y se fue a su apartamento a buscar el único paraguas que tenía. Entonces esperó a la mujer a la puerta de la fábrica; cuando finalmente apareció se mostró muy fría, ni siquiera advirtió que él estaba empapado. No pudo disculparse debidamente, y menos aún explicarle que él no era el violador. No lo entendía. Si eso le hubiera pasado a su novia o a su madre, Kazuo no se habría dado por satisfecho hasta matar al hombre que lo hubiera hecho. Decidió que lo único que podía hacer era seguir disculpándose hasta que la mujer lo perdonara. Ése sería su nuevo reto, tal vez el más difícil. Por eso estaba esperándola de nuevo, agazapado entre la maleza. Ella le había dicho a las nueve, pero cabía la posibilidad de que no apareciera. Sin embargo, él estaba resuelto a cumplir su promesa.

De pronto oyó unos pasos provenientes del parking. Sorprendido, alzó los ojos y vio una figura alta que se le acercaba. Al reconocerla, sintió que el corazón se le aceleraba. Pensó que pasaría de largo; sin embargo, se detuvo justo delante del herbazal donde él permanecía escondido. Al ver que había acudido a la cita, Kazuo se alegró.

No obstante, su alegría se desvaneció casi de inmediato. Sin ni siquiera mirar hacia donde él estaba, la mujer sacó algo de su bolso y lo arrojó por uno de los respiraderos que se abrían en la alcantarilla cubierta de hormigón. Por el sonido, Kazuo supo que se trataba de algo metálico. Al sonido apagado del objeto chocando contra el agua lo siguió un tintineo al llegar al fondo de la alcantarilla. Intrigado, Kazuo se preguntó qué podía haber tirado. ¿Acaso lo había hecho porque sabía que él estaba ahí escondido? No. Estaba seguro de que no había advertido su presencia. Decidió volver por la mañana para averiguar de qué se trataba.

La mujer desapareció, y Kazuo estiró sus piernas entumecidas antes de levantarse. Cuando la sangre volvió a circular por sus venas, sintió el escozor de las picaduras de los mosquitos. Mientras se rascaba con furia, miró su reloj. Eran las once y media. Tenía que ir a la fábrica.

La idea de que esa mujer trabajaba en su misma cadena le despertó una mezcla de miedo y esperanza. Por primera vez había un atisbo de emoción en su largo y aburrido período de prueba.

La vio en cuanto entró en la sala de descanso. Estaba de pie delante de la máquina expendedora de bebidas, hablando con la mujer mayor que siempre iba con ella. Llevaba unos vaqueros y una camisa desteñida, y tenía los brazos cruzados ante su pecho. Iba con su habitual vestimenta descuidada, pero Kazuo se sorprendió al ver su aspecto tan diferente respecto a la mañana, al salir del trabajo, y se quedó mirándola. Ella le devolvió la mirada. Kazuo se amedrentó ante sus ojos penetrantes, pero aun así la saludó.

—Buenas noches —dijo.

Ella lo ignoró, pero su compañera le dirigió una sonrisa. Era una de las mejores empleadas de la fábrica, e incluso entre los brasileños era conocida como la Maestra. Kazuo quería decirles algo más, así que buscó entre las pocas palabras japonesas que sabía, pero mientras las pensaba las dos mujeres se dirigieron hacia el vestuario. Decepcionado, las siguió y buscó la percha de la que colgaba su uniforme. Se cambió rápidamente y se unió al grupo de brasileños que, como siempre, charlaban en un rincón de la sala. Intentando pasar desapercibido, encendió un cigarrillo y miró hacia la zona del vestuario reservado a las mujeres.

Como la única separación entre la sala y el vestuario era la retahíla de perchas de las que colgaban los uniformes y las prendas de calle de los empleados, podían verlas mientras se cambiaban. Kazuo se fijó en el perfil anguloso de la mujer y en los profundos surcos que se formaban en la comisura de sus labios cerrados. Era mayor de lo que había imaginado. Debía de tener unos cuarenta y seis años, como su madre. Nunca había conocido a una mujer cuyos pensamientos fueran tan difíciles de descifrar. Prefería a las jóvenes con las que había estado, pero aun así también se sentía atraído por esa mujer misteriosa.

Observó cómo se bajaba los vaqueros. Los dedos con que sostenía el cigarrillo temblaron ligeramente. Bajó los ojos de forma instintiva, pero no pudo resistir la tentación. Al alzarlos de nuevo, se encontró con que ella lo estaba mirando. Acababa de ponerse los pantalones de trabajo, y los vaqueros estaban en el suelo, hechos un ovillo. Kazuo enrojeció, aunque en seguida se dio cuenta de que ella no lo miraba a él sino a la pared que tenía a sus espaldas, con un rostro totalmente inexpresivo. Algo había cambiado: su rabia contra él parecía haber desaparecido por completo. Ahora ni siquiera pensaba en él, lo que era incluso peor.

La mujer y su compañera volvieron a la sala con sendos gorros en la mano. Pasaron por delante de él sin decirle nada y bajaron hacia la planta. Kazuo se fijó en la forma de los caracteres que figuraban en su placa. Entonces, cuando ya todo el mundo estaba abajo, cogió la ficha con el nombre de la mujer y se acercó a un compañero brasileño que sabía japonés.

—¿Cómo se lee esto? —le preguntó.

—Masako Katori.

Kazuo le dio las gracias.

—¿Acaso te gusta? —le preguntó su compañero—. Es mucho mayor que tú, ¿no?

Hacía treinta años que el hombre había dejado Japón para irse a Brasil, pero no hacía mucho que había regresado con el fin de ponerse a trabajar.

Kazuo se puso serio.

—Le debo algo.

—¿Dinero? —preguntó el hombre con una sonrisa.

«Ojalá fuera sólo eso», pensó Kazuo, mientras devolvía la ficha al lugar de donde la había cogido.

Desde el instante en que supo su nombre, la mujer se convirtió en alguien especial. Mientras colocaba la ficha en su sitio, vio que Masako libraba los sábados. También observó que la noche anterior había fichado a las 11.59, sin duda por su culpa, si bien ésa era la única prueba de lo que había sucedido. Al buscar su nombre en los compartimentos para los zapatos que había justo a la entrada, vio su par de zapatillas desastradas e imaginó que aún debían conservar el calor de sus pies.

Después de lavarse y desinfectarse las manos, superó el control de higiene y bajó lentamente la escalera que llevaba a la planta. Sabía que las mujeres estarían abajo, esperando a que se abrieran las puertas y empezara el turno. Con el uniforme, el gorro y la máscara puestos, resultaba difícil distinguir quién era quién, pero aun así buscó a Masako.

Justamente, la encontró delante de él, separada de la cola y con la mirada fija en un punto. Kazuo se quedó sorprendido al descubrir que tenía la vista clavada en uno de los grandes cubos azules donde recogían la basura. ¿Acaso había algo en el interior del mismo que le resultara inquietante? Estiró el cuello para mirarlo, pero no contenía más que restos de comida. Al volverse, se encontró con la fría mirada de Masako.

—Perdón —dijo, dispuesto a hablarle.

—¿Qué quieres? —repuso ella con una voz ensordecida por la máscara.

—Lo siento... mucho —dijo Kazuo recurriendo a las pocas palabras que sabía en japonés—. Quiero hablar.

Sin embargo, antes de que pudiera oír sus últimas palabras, Masako dio la vuelta y se quedó mirando a las puertas con un gesto que denotaba seriedad y concentración. Kazuo se sintió descorazonado al ver que ella despreciaba sus tentativas de disculpa y de ofrecerle una explicación.

Las puertas se abrieron a las doce en punto. Los empleados entraron en la planta y empezaron a lavarse de nuevo las manos. A Kazuo le asignaron uno de los puestos en el grupo que llevaba los alimentos hasta la cadena, de modo que se dirigió a la cocina.

Curiosamente, el trabajo, que hasta entonces le había parecido aburrido, se le antojó más interesante. Esa noche tenía que llevar los pesados cubos de arroz frío hasta el principio de la cadena. Era una tarea dura y que conllevaba una gran responsabilidad, ya que si el arroz no llegaba a tiempo había que detener el proceso. Sin embargo, le permitiría ver a Masako y a la Maestra, que como era habitual estarían ocupando sus puestos al principio de la cadena. Cuando llevó el primer cubo, las vio donde había imaginado.

—¡Venga! ¡Rápido! —le gritó la Maestra—. Se nos está acabando.

Kazuo levantó el cubo con ambas manos y vertió el arroz en la máquina. Masako no apartó la vista de la pila de cajas que le daba a la Maestra. Gracias a eso se permitió observarla de cerca y, si bien sólo se le veían los ojos, era evidente que estaba preocupada. La Maestra, que siempre reía o gritaba animadamente, también se mostraba más silenciosa que de costumbre. Finalmente, Kazuo se percató de que ni la chica guapa ni la joven regordeta que trabajaban con ellas habían acudido al trabajo.

Capítulo 8

Al llegar a casa, exhausta, Yoshie oyó una voz familiar pero inesperada que procedía de la habitación del fondo:

—¿Dónde estabas, mamá?

Se apresuró a quitarse los zapatos y entró. Efectivamente, su hija Kazue estaba en casa.

Nunca lo había comentado con sus compañeras de la fábrica, pero Yoshie tenía dos hijas. Si no lo había dicho era porque no se llevaban bien.

Kazue tenía veintiún años. A los dieciocho había dejado el instituto y se había fugado con un chico mayor, y Yoshie no había sabido nada de ella desde entonces. Era la primera vez que ponía los pies en casa en tres años. Yoshie lanzó un largo suspiro, de alivio por volver a verla pero a la vez preocupada por los problemas que seguramente habría traído consigo. Después de lo ocurrido en casa de Masako, parecía que las sorpresas no iban a terminar. Yoshie se quedó observando la cara de Kazue, intentando disimular su asombro y su temor.

Sus cabellos teñidos de castaño le llegaban hasta la cintura, y tirando de sus extremos había un niño que alzó los ojos para mirar a Yoshie. Debía de ser su primer nieto, los rumores de cuyo nacimiento le habían llegado hacía un par de años. Era clavado al inútil de su padre, y no muy agraciado. Tenía la piel cetrina y era esmirriado; un moco le colgaba de la nariz. El compañero de Kazue era un vago sin oficio ni beneficio. El pequeño la miró, como si fuera capaz de adivinar los pensamientos de su abuela, a la que no conocía.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Yoshie—. Al menos podías haber llamado alguna vez. ¿Qué pretendes, apareciendo así de repente?

Sus palabras fueron secas, pero la inquietud y el enfado habían desaparecido hacía tiempo. Su mayor preocupación era que la pequeña, Miki, no se pareciera a su hermana. Si Kazue volvía para quedarse, sería una mala influencia. Además, aún tenía que ocuparse del asunto de esa mañana.

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