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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Si vuelve a aparecer, ¿puedo decirle que el jefe quiere verlo? —preguntó Kunimatsu.

—De acuerdo. Llámame cuando venga. Pero no creo que se dé por enterado.

—Cuando vea que el jefe tiene pinta de yakuza, no le veremos más el pelo. —Satake sonrió silenciosamente, pero sus ojillos negros empezaron a brillar—. De veras, puede intimidar a cualquiera —prosiguió Kunimatsu sin reparar en la reacción de su jefe.

—¿Ah, sí?

—Al verlo con esa ropa, saldría disparado —añadió Kunimatsu echándose a reír—. Da miedo.

—¿Por qué?

—Pues... porque parece un buen tipo, pero hay algo que no cuadra.

En ese momento, el móvil empezó a sonar dentro del bolso de mano de Satake interrumpiendo la carcajada de Kunimatsu. Era Anna.

—Cariño, si no vienes a buscarme me muero.

Al escuchar esas palabras, un escalofrío recorrió la espalda de Satake.

La chica respiraba con dificultad bajo el voluminoso cuerpo de Satake. Él se restregaba contra ella, agradablemente cálida y pegajosa; pero en cuanto el cuerpo de la joven empezó a enfriarse, Satake se sintió como si estuvieran enganchados el uno al otro. Ella se debatía entre el éxtasis y la agonía. Satake puso sus labios sobre los de ella para acallar sus gemidos, ya no sabía si de placer o de dolor, e introdujo los dedos en la herida que él mismo le había abierto en el costado. Sangraba copiosamente, y la sangre teñía sus genitales de un rojo atroz. Quería adentrarse más, fundirse con ella. Cuando Satake estaba a punto de correrse, separó sus labios de los de la chica, quien le murmuró al oído:

—Me muero... me muero...

Satake aún podía oír su propia voz diciendo: «Lo siento. Es demasiado tarde...».

Satake había matado a una mujer.

Cuando todavía iba al instituto, Satake se fugó de casa después de discutir con su padre y empezó a trabajar en una sala de mahjong. En esa época, se convirtió en el protegido de un mafioso que se forraba con el negocio de la prostitución y el tráfico de drogas en los bajos fondos del barrio de Shinjuku. Satake se ocupaba de controlar que las chicas no abandonaran el barco, hasta que un día se metió en un buen lío. Su patrón se enteró de que una de ellas actuaba como contacto para que sus chicas trabajaran para otro macarra, y envió a Satake para que le diera una buena paliza. A Satake se le fue la mano y la mató. Tenía veintiséis años, y se pasó los siete siguientes en prisión. Reika, Anna y Kunimatsu no sabían nada, si bien eran precisamente sus antecedentes penales los que lo impulsaban a mantenerse en un segundo plano en sus negocios y dejarlos en manos de Reika y Kunimatsu.

Pese a que habían pasado casi veinte años, recordaba perfectamente ese momento: la voz suplicante de la joven, su expresión agónica y sus dedos helados intentando aferrarse a su espalda. El hecho de matar a alguien le permitió conocer sus propios límites por primera vez. Le había embargado un profundo sentimiento de pena, pero a la vez había descubierto en su interior el placer de observar de cerca el dolor y la muerte. Incluso sus compañeros, que estaban acostumbrados a tratar con crueldad a las mujeres, lo miraron mal y le reprocharon su falta de comedimiento. Nunca olvidaría sus rostros de repugnancia y desprecio. Sin embargo, Satake pensaba que los únicos que podían saber lo que realmente había pasado eran la chica y él.

Mientras cumplía condena, le persiguió el recuerdo de haberla torturado hasta la muerte, pero lo que más le atormentaba no fue el sentimiento de culpabilidad sino las ganas de volver a hacerlo en cuanto pudiera. No obstante, cuando por fin salió de la cárcel comprobó que, ironías de la vida, se había quedado impotente. Hasta varios años más tarde no se dio cuenta de que el intenso y profundo placer que había sentido en ese momento le impedía tener experiencias banales. Era como si, al descubrir sus propios límites, sus sueños hubieran quedado sellados y él se hubiera encargado de no volverlos a abrir. Nadie era consciente de la soledad y el autocontrol que esa reclusión requería. Con todo, las mujeres que no conocían su verdadera identidad se acercaban a él desprevenidas y se dejaban mimar. Y como ninguna de ellas era capaz de abrir el cofre donde guardaba sus sentimientos, para él no eran más que encantadoras mascotas.

Satake sabía que la única mujer que podía tentarlo, la única que podía arrastrarlo al cielo o al infierno, era la chica que había asesinado. Sólo podía estar con una mujer y sentir ese placer en sueños, pero la situación no le molestaba, puesto que no había macarra que tratara mejor a sus chicas. Sin embargo, en el fondo de su alma guardaba el rostro de esa muchacha, a la que ni siquiera conocía, y el equilibrio era más frágil de lo que pudiera parecer: pese a no tener la menor intención de reabrir su infierno particular, las palabras de Anna habían levantado la tapa que lo mantenía cerrado. Satake se apresuró a secar el sudor que le perlaba la frente; esperaba que Kunimatsu no se hubiera dado cuenta de su extraña reacción.

Al llegar la peluquería, Anna lo esperaba fuera.

Satake abrió la puerta del acompañante y aguardó a que la joven entrara. Al ver su nuevo peinado recogido, estilo años setenta, se echó a reír.

Me pone nostálgico. Cuando era joven, todas las chicas iban así.

—Hará ya mucho tiempo de eso.

—Cierto, más de veinte años. Tú ni siquiera habías nacido.

La observó con detenimiento. Era casi un milagro que existiera una chica tan hermosa, tan inteligente y tan decidida, A esas cualidades, últimamente había añadido el orgullo de ser la mejor del club, emanaba una especie de serenidad que dificultaba acercarse a ella. En secreto, Satake incluso simpatizaba con los hombres que se habían prendado de ella.

Mientras conducía, no dejaba de mirar al punto en el que las costuras de las medias se clavaban en sus muslos: su carne era suave y firme a la vez, casi exuberante.

—Espero que siempre te mantengas tan guapa —dijo finalmente.— Yo me encargaré del resto.

Satake era consciente de que la belleza era un don efímero, y que cuando Anna fuera mayor tendría que buscarle una sustituta.

—Entonces tendrás que hacerlo conmigo —repuso Anna en un tono entre serio y seductor—. Por lo menos una vez.

Satake sabía que entre sus empleadas, que ignoraban su pasado, corría el rumor de que era un tipo extremadamente frío.

—Imposible. Eres mi bien más preciado. —¿Soy un bien?

—Sí. Eres un juguete precioso, de ensueño. —La palabra juguete le volvió a recordar el rostro de la muchacha, pero las luces traseras del coche que circulaba delante le borraron el pensamiento de la cabeza—. Eres un juguete carísimo, sólo al alcance de los hombres más ricos.

—¿Y si me enamoro de alguno?

—No lo harás —dijo Satake mientras observaba a la tenaz Anna.

—Sí lo haré —respondió ella asiendo el brazo con el que Satake cogía el volante.

Él lo puso de nuevo en sus muslos. Vivía en compañía de un oscuro fantasma, y la única mujer a la que necesitaba era la que había perdido la vida en sus brazos. Sólo le divertía proporcionar hermosas muñecas a los hombres que más las deseaban. Por eso velaba por el éxito de sus locales. Y lo siguiente que debía hacer era deshacerse de ese tal Yamamoto.

Esa noche, mientras se preparaba para salir de su piso de Nishi Shinjuku, Satake recibió una llamada de Kunimatsu.

—Yamamoto acaba de llegar. Quiere jugarse veinte o treinta mil. ¿Qué hago? ¿Lo echo?

—Déjalo. Voy en seguida.

Se puso una camisa de cuello mao y un traje gris chillón hecho a medida y salió de casa. Dejó el Mercedes en el parking de un centro de bateo de Kabukicho y se encaminó al Mika. Anna lo saludó con la mano desde una mesa del fondo. Había adoptado una pose profesional, inocente pero glamurosa. Satake observó a las otras chicas y vio que no desmerecían a Anna. Satisfecho, llamó a Reika, que atravesó el local discretamente, saludando a los clientes.

—Gracias por lo del mediodía —dijo Satake—. Has hecho bien al avisar a Kunimatsu.

—De nada —respondió Reika—. No sabía que Yamamoto también acudiera arriba.

—Y, por lo visto, le va igual de mal que aquí.

Reika ahogó una carcajada. Llevaba un vestido chino de color verde pálido que la hacía parecer más joven pero también más responsable. Sin embargo, cuando Satake echó un vistazo a los jarrones que adornaban el local, vio que el agua estaba más turbia y las flores más mustias que al mediodía. Aun así, salió del recinto sin hacer ningún comentario al respecto. Tenía prisa por ver al tipo que perseguía a Anna.

Subió al segundo piso y se quedó quieto ante el Amusement Park: el cartel luminoso estaba apagado, pero al abrir la puerta era imposible disimular el ruido y la excitación típicos de una casa de juego.

Entró intentando no llamar la atención y observó el local. En los escasos setenta metros cuadrados había dos mesas pequeñas de bacará, con capacidad para siete clientes, y otra más grande, para catorce jugadores, en la que se podía apostar más dinero. Las tres mesas estaban muy concurridas. Kunimatsu y otros dos chicos, ataviados con traje negro, estaban al cargo de las mesas. También había tres jóvenes vestidas de conejito sirviendo bebidas y tentempiés. Todos estaban ocupados.

El crupier de una de las mesas pequeñas vio a Satake y lo saludó con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de apilar las fichas que tenía ante sí. Satake le devolvió el saludo. El joven, al que había conocido en una sala de mahjong, era un profesional. El local funcionaba perfectamente.

El bacará era un juego sencillo. Los clientes apostaban al jugador o a la banca, y si ganaba la banca el crupier se quedaba un 5 por ciento de comisión. No había más. Lo que caracterizaba a los buenos crupieres era la capacidad para que los clientes compitieran entre sí, pero el juego era tan simple que muchos se enganchaban sin más. Como en el blackjack, tanto el jugador como la banca recibían dos cartas, y el objetivo era que la suma de ambas fuera igual o se acercara al máximo a nueve. El jugador o la banca podían pedir una tercera carta en función de la mano original. Si el jugador sacaba un ocho o un nueve, ganaba o empataba y la banca no podía pedir otra carta. Si sólo conseguía un seis o un siete, debía esperar el resultado de la banca. Y si sacaba menos de cinco, podía pedir otra carta. Aparte de estas reglas, sólo había algunas pequeñas normas respecto a la suma de las cartas de ambos.

En la sencillez radicaba el secreto del éxito. Los clientes eran hombres de negocios y secretarias que acudían allí tras finalizar su jornada laboral, por lo que el ambiente, a diferencia de las carreras de caballos, era más selecto. Sin embargo, Satake sabía que la mayoría de clientes eran unos perdedores, unos inútiles, si bien a él le iba de maravilla que acudieran al Amusement a malgastar su dinero.

—Es ése —le susurró Kunimatsu al oído, al tiempo que señalaba a un tipo sentado a una de las mesas pequeñas. Se sostenía la barbilla con una mano, mientras bebía whisky y estudiaba las apuestas de los otros clientes—. Ya ha perdido cien mil.

Satake lo observó discretamente desde un rincón del local. Debía de tener unos treinta y cinco años. Camisa blanca de manga corta, corbata sobria y pantalones grises. Un hombre vulgar, con una cara vulgar. Nada lo distinguía del resto de oficinistas.

¿Cómo se había atrevido a encapricharse de Anna? Tenía veintitrés años y era una de las chicas más hermosas del Mika, aparte de ser la número uno del local, razón de más para que Yamamoto se diera por satisfecho sólo con verla. Tal y como había dicho la propia Anna, al igual que en el juego, en el negocio también había normas que cumplir. Tras observar unos instantes a Yamamoto, Satake, que normalmente nunca perdía la serenidad, se puso hecho una furia.

El juego de la mesa de Yamamoto estaba a punto de terminar. Sólo quedaban cartas para dos o tres rondas. Con decisión, Yamamoto apostó las pocas fichas que le quedaban al jugador. Al verlo, sus compañeros de mesa apostaron a la banca. Sabían que no debían seguirle el juego. Para disimular, el crupier se apresuró a repartir las cartas. El jugador recogió dos figuras. Cero. Bacará. «Menudo desastre», pensó Satake. Las cartas de la banca sumaban tres. Ambos debían coger una tercera carta. Yamamoto la recogió y, como dictaba el protocolo, la dobló por las esquinas antes de mirarla y tirarla al tapete con rostro compungido. Otra figura. El tipo que hacía de banca sonrió aliviado. Tenía un cuatro. Siete a cero. Ganaba la banca. Juego terminado.

—Será estúpido —murmuró Satake.

Kunimatsu, a su lado, soltó una risita.

Una joven crupier tomó el mando de la mesa. Los clientes cambiaron; sin embargo, y pese a no tener más fichas, Yamamoto se quedó sentado donde estaba. Una chica con pinta de dependienta que estaba esperando para sentarse dirigió una mirada recriminatoria a Kunimatsu. Satake hizo una seña indicando que era su turno y se acercó a Yamamoto.

—Perdone.

—¿Sí? —respondió Yamamoto, sorprendido al ver el cuerpo robusto de Satake, sus rasgos suaves y su vestimenta.

Por dentro debía de estar petrificado, pero su rostro no reflejó emoción alguna.

—¿Sería tan amable de dejar su lugar a otros clientes si no va a jugar?

—¿Por qué?

—Porque hay clientes esperando.

—¿Y si quiero quedarme a mirar?

Había tomado algún whisky de más y echaba la ceniza de cigarrillo sobre la mesa. Satake avisó a uno de los ayudante» de Kunimatsu para que la limpiara.

—Venga conmigo —le dijo a Yamamoto en voz baja—. Tengo algo que decirle.

—Dígamelo aquí.

Algunos de los clientes sentados a la mesa lanzaron una reprobatoria a Yamamoto. Otros, al ver a Satake, prefirieron fingir que no ocurría nada.

—Venga conmigo, por favor.

Yamamoto chascó la lengua, como si estuviera ofendido, pero Satake consiguió sacarlo del local. Una vez en el oscuro pasillo del edificio, le miró a la cara y le dijo:

—Me he enterado de que el otro día pidió dinero prestado, pero en nuestro local no tenemos esa costumbre. O sea que si no tiene dinero para jugar, búsquelo en otro sitio.

—Le recuerdo que su negocio depende de clientes como yo —replicó Yamamoto con una mueca de niño enfurruñado.

—Justamente por eso no prestamos a nadie —insistió Satake—. Y otra cosa: deje de molestar a Anna. Es muy joven, y usted la asusta.

—¿Qué derecho tiene a decirme eso? —objetó Yamamoto, indignado—. Soy un buen cliente. ¿Sabe cuánto he gastado en ella?

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