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Authors: Lauren Kate

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Oscuros. El poder de las sombras (26 page)

BOOK: Oscuros. El poder de las sombras
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Ocho días

—E
spera un momento. —La voz de Callie retumbó al otro lado de la línea—. Deja que me pellizque para comprobar que no estoy…

—No, no estás soñando —contestó Luce desde el teléfono que le habían prestado. Pese a que la recepción era mala desde su posición en el lindero del bosque, el sarcasmo de Callie se percibía de forma nítida y clara—. Soy yo, de verdad. Siento ser tan mala amiga.

Era jueves, después de cenar, y Luce se encontraba apoyada contra un robusto tronco de secuoya. A su izquierda había una colina ondulada, más allá el acantilado y, tras este, el océano. Encima de las aguas el cielo todavía brillaba con luz de color ámbar. Se dijo que posiblemente todos sus amigos estaban en el pabellón haciendo
s’mores
[1]
, y contándose cuentos de demonios junto a la chimenea. Era una actividad de Dawn y Jasmine que formaba parte de las Noches Nefilim que Luce se suponía que ayudaba organizar, aunque en realidad lo único que había hecho había sido encargar una cuantas bolsas de nubes y algo de chocolate negro en la cantina.

Luego se había escapado al lindero oscuro del bosque a fin de evitar a toda la gente de la Escuela de la Costa y retomar un par de asuntos importantes.

Sus padres. Callie. Las Anunciadoras.

Había esperado hasta la noche para llamar a casa. Los jueves en
chez
Price era el día que su madre salía a jugar al mahjong a casa de los vecinos y su padre acudía al teatro municipal para asistir a una transmisión simultánea de la función de la ópera de Atlanta. Luce se veía capaz de hacer frente a sus voces grabadas en el contestador hacía más de diez años y dejar grabado en él que seguía insistiendo sin cesar al señor Cole que le permitiera salir del campus para Acción de Gracias y que los quería mucho.

Callie no le pondría las cosas tan fáciles.

—Creía que solo llamabas los miércoles —decía esta. Luce se había olvidado de la estricta normativa sobre llamadas telefónicas de Espada & Cruz—. Primero dejé de hacer planes los miércoles para esperar tus llamadas —prosiguió su amiga—. Pero al cabo de un tiempo dejé de hacerlo. Por cierto, ¿cómo has conseguido el móvil?

—¿Eso es todo? —preguntó Luce—. ¿Que cómo he conseguido un móvil? ¿No estás enfadada conmigo?

Callie suspiró.

—¿Sabes? Consideré la posibilidad de enfadarme. Llegué incluso a imaginar en mi mente toda la pelea. Pero las dos salíamos perdiendo. —Se interrumpió—. Y lo cierto es que te echo de menos, Luce. Así que me dije: «¿Para qué perder el tiempo enfadándome?».

—Gracias —musitó Luce a punto de llorar de alegría—. Dime, ¿qué has estado haciendo?

—Hum… Soy yo la que dirige la conversación. Será mi castigo por haberme dejado de lado. Y lo que quiero saber es: ¿qué ocurre con ese chico? ¿Creo que su nombre empezaba por C?

—Cam —gimió Luce. ¿Cam era el último chico del que había hablado con Callie?—. Resultó que no era… el tipo de persona que imaginaba. —Calló un instante—. Ahora me estoy viendo con otro y las cosas van bastante… —Recordó el rostro brillante de Daniel y lo rápido que se ensombreció durante su último encuentro, fuera en la ventana.

Luego pensó en Miles, en el cálido y formal Miles, tan agradable y poco dado a los dramas, el que la había invitado a su casa para el Día de Acción de Gracias; el que pedía pepinillos en las hamburguesas de la cantina aunque no le gustaban solo para poder sacarlos y dárselos a Luce; el chico que levantaba la cabeza cuando se reía, de modo que ella podía ver el brillo de sus ojos ocultos tras la gorra de los Dodgers.

—Las cosas van bien —dijo al fin—. Salimos juntos a menudo.

—Oh, vaya, ya veo, vas de un chico de reformatorio a otro. Es un sueño hecho realidad, ¿verdad? Pero esto suena más serio; te lo noto en la voz. ¿Vais a estar juntos por Acción de Gracias? ¿Piensas traértelo a casa para enfrentarlo a la cólera de Harry? ¡Ja, ja!

—Hum. Sí, tal vez —farfulló Luce sin saber si en realidad hablaba de Daniel o de Miles.

—Mis padres insisten en hacer la semana que viene una especie de gran reunión familiar en Detroit —dijo Callie— que estoy boicoteando. Me hubiera gustado hacerte una visita, pero me imagino que estarás encerrada en Villa Reformatorio. —Guardó silencio un instante, y Luce se la imaginó acurrucada en la cama de su habitación en Dover. Le pareció como si hubiera pasado toda una vida desde que ella iban juntas a la escuela. Habían cambiado tantas cosas—. Si vienes a casa, y además con tu chico del reformatorio, no habrá nada que me detenga.

—De acuerdo, Callie, pero…

Un grito agudo interrumpió a Luce.

—¿Quedamos de verdad? Imagínatelo: en una semana nos acurrucaremos en tu sofá y nos pondremos al día. Yo haré mis famosas palomitas de azúcar para que nos ayuden a soportar el aburrido pase de diapositivas de tu padre. Y ese caniche loco tuyo se pondrá como una fiera…

De hecho, Luce nunca había estado en la casa de ladrillo rojo de Callie en Filadelfia y Callie nunca había visitado la casa de Luce en Georgia. Lo único que habían visto eran fotografías. La visita de Callie era una perspectiva perfecta, justo lo que Luce necesitaba en ese momento. Pero también parecía completamente imposible.

—Ahora mismo consultaré los vuelos.

—Callie…

—Te envío un e-mail, ¿vale? —Callie colgó antes de que Luce pudiera responder siquiera.

Aquello no era bueno. Luce cerró el móvil. No debería molestarse por que Callie se hubiera autoinvitado a Acción de Gracias. En realidad, debería pensar que era maravilloso que su amiga todavía tuviera ganas de verla. Sin embargo, Luce no se sentía más que impotente, añorada de su casa y culpable por perpetuar aquel estúpido ciclo de mentiras.

¿Podría volver a ser una persona normal y feliz algún día? ¿Qué hacía falta en esta tierra, o fuera de ella, para que Luce se pudiera sentir tan satisfecha de su vida como Miles parecía estarlo de la suya? Su mente no dejaba de dar vueltas en torno a Daniel. Y tenía la respuesta: el único modo de poder sentirse despreocupada de nuevo sería no haber conocido nunca a Daniel, no haber conocido el amor verdadero.

Entonces algo se agitó entre las copas de los árboles y la asaltó un viento gélido. Aunque no se había concentrado en una Anunciadora en concreto, se dio cuenta de que, tal como Steven le había contado, su deseo de obtener respuestas había invocado a una.

No. No era una sola.

Se estremeció al levantar la cabeza y descubrir en el enramado cientos de sombras furtivas, tenebrosas y malolientes.

Se deslizaban juntas por las elevadas ramas de la secuoya que tenía sobre la cabeza. Era como si alguien en las nubes hubiera vertido un enorme frasco de tinta negra por el cielo y esta hubiera ido a caer encima de aquella bóveda arbolada, empapando una rama tras otra hasta convertir el bosque en una capa sólida de oscuridad. Al principio casi resultaba imposible distinguir dónde terminaba una sombra y empezaba la siguiente, qué sombra era auténtica y cuál era una Anunciadora.

Pero al poco empezaron a cambiar de forma y a definirse con más claridad; al principio con timidez, como si se movieran inocentemente bajo la luz débil del día, pero luego con mayor intensidad. Se soltaron de las ramas que habían ocupado y fueron extendiendo sus zarcillos de oscuridad cada vez más hacia abajo, aproximándose a la cabeza de Luce. ¿Le hacían señas para que se acercase o estaban amenazándola? Se armó de valor, pero no lograba recobrar el aliento. Había demasiadas. Quiso tomar una bocanada de aire, intentando no dejarse llevar por el pánico a sabiendas de que era demasiado tarde.

Echó a correr.

Tomó dirección sur, de regreso a la residencia. Pero aquel remolino negro y abisal se limitó a seguirla, susurrando en las ramas bajas de las secuoyas mientras se aproximaba. Luce notó los pinchazos gélidos de su tacto en los hombros. Gritó al sentirse manoseada, apartándolas con las manos desnudas.

Cambió de rumbo, tomó la dirección opuesta y se encaminó hacia el pabellón nefilim, al norte. Allí encontraría a Miles, a Shelby o incluso a Francesca. Pero las Anunciadoras no la dejaban marchar. De inmediato se deslizaron para adelantarla y se irguieron ante ella, absorbiendo la luz e impidiéndole el paso al pabellón. Su zumbido amortiguó el murmullo distante de la hoguera de los nefilim, haciendo que los amigos de Luce parecieran irremediablemente alejados.

Luce se obligó a detenerse e inspirar profundamente. Sabía mucho más de las Anunciadoras que antes, razón por la cual debería tenerles menos miedo. ¿Qué problema había? Tal vez sabía que estaba acercándose a algún recuerdo o información que podía cambiar el rumbo de su vida. Y su relación con Daniel. Lo cierto es que no solo le aterraban las Anunciadoras, sino que tenía pánico a lo que pudiera ver en ellas.

O lo que pudiera oír.

El día anterior por fin había surtido efecto el consejo de Steven de aplacar el ruido de las Anunciadoras, y Luce ya podía escuchar sus vidas anteriores. Era capaz de dejar de lado el ruido estático y centrarse en lo que deseaba saber. En lo que necesitaba saber. Seguramente, Steven había querido darle esa ayuda, y seguramente sabía que ella escucharía y aprendería algo de las Anunciadoras.

Luce se volvió y regresó a la soledad oscura de los árboles cuando el zumbido de las Anunciadoras se calmó y disminuyó.

La oscuridad de debajo de las ramas la envolvió en un abrazo frío y de olor putrefacto a causa de las hojas en descomposición. Bajo la luz crepuscular, las Anunciadoras se deslizaron hacia delante y se acomodaron a la luminosidad mortecina que la rodeaba, camuflándose de nuevo entre las sombras naturales. Algunas se movían rápidas y rígidas, como soldados; otras, en cambio, tenían una elegancia ágil. Luce se preguntó si su apariencia era indicativa de los mensajes que contenían.

Con todo, había muchas cosas de las Anunciadoras que las hacían impenetrables. Sintonizarlas no era intuitivo, no era como manipular el dial de una radio antigua. Lo que había oído el día anterior, esa voz entre la algarabía, le había llegado por accidente.

Tal vez el pasado le había parecido insondable en otros tiempos, pero ella ahora notaba que presionaba por aflorar contra esas superficies oscuras, esperando salir a la luz. Luce cerró los ojos, ahuecó las manos y las juntó. Allí, en la oscuridad, con el corazón latiéndole agitado, deseó que salieran. Invocó a esas cosas frías y oscuras y les pidió que le devolvieran su pasado a fin de iluminar su historia y la de Daniel. Las invocó para resolver el misterio de quién era él y por qué la había escogido a ella.

Aunque la verdad le rompiera el corazón.

En el bosque se oyó una risa femenina. Era una risa tan clara que parecía rodear a Luce y resonar en las ramas de los árboles. Intentó ver de dónde procedía, pero había tantas sombras reunidas que Luce no sabía cómo localizar la fuente. Y entonces se le heló la sangre.

La risa era suya.

En realidad, había sido suya cuando era niña. Antes de Daniel, antes de Espada & Cruz, antes de Trevor… Antes de una vida llena de secretos y mentiras y de tantas preguntas sin respuesta. Antes de que viera a un ángel. Era una risa inocente, demasiado despreocupada para pertenecerle ahora.

Una ráfaga de viento se agitó en las ramas que tenía sobre la cabeza y un buen número de hojas de secuoya se desprendieron y se precipitaron al suelo. Parecían gotas de lluvia mientras se unían con sus miles de antecesoras en el suelo blando del bosque. Entre ellas cayó también una hoja grande.

Gruesa pero ligera como una pluma, totalmente intacta, descendía lentamente, ajena a la fuerza de la gravedad. Era negra en vez de marrón. Y, en lugar de caer al suelo, fue a posarse en la palma extendida de Luce.

No era una hoja. Se trataba de una Anunciadora. Cuando Luce se inclinó para observarla con mayor atención, oyó de nuevo la risa. En algún lugar dentro de ella, otra Luce se reía.

Suavemente, Luce estiró los extremos de la Anunciadora, que era más flexible de lo que se esperaba, si bien al tacto era fría como el hielo y pegajosa. Cuando alcanzó un tamaño de poco menos de un metro, Luce la soltó y se alegró de ver que se mantenía a la altura de su vista. Hizo un gran esfuerzo para concentrarse: en atender y desentenderse de cuanto la rodeaba.

Al principio no notó nada, pero luego…

Otra risa creciente se oyó en el interior de la sombra. A continuación, el velo de oscuridad se rasgó y mostró una imagen en el interior.

En esta ocasión, Daniel fue el primero en aparecer.

Aunque fuera a través de una Anunciadora, verlo era una delicia. Llevaba el pelo un poco más largo que ahora. Estaba bronceado: tenía los hombros y la nariz de un intenso color marrón dorado. Llevaba un bañador azul marino ceñido que le quedaba muy bien, del tipo que había visto en las fotografías de familia de los años setenta.

Detrás de Daniel se veía el lindero de un bosque tropical espeso y denso, exuberante y repleto de bayas y flores blancas que Luce no había visto antes. Se encontraba al borde de un acantilado pequeño pero no menos impresionante que daba a un estanque de agua espumosa. Sin embargo, Daniel no dejaba de mirar hacia arriba, al cielo.

La risa de nuevo. Y luego la voz de Luce, entrecortada por unas risitas.

—¡Rápido! ¡Tírate de una vez!

Luce se inclinó hacia delante para acercarse más a la ventana de la Anunciadora y vio a su antiguo yo flotando en el agua con un biquini amarillo anudado detrás del cuello. Su larga cabellera flotaba en torno a su cara en la superficie del agua, como un halo de intenso color negro. Daniel la miraba, pero no dejaba de dirigir la vista hacia lo alto. Tenía los músculos del pecho tensos. Luce se sintió mal al presentir por qué.

El cielo se estaba llenando de Anunciadoras que, como una bandada de cuervos negros, formaban una nube tan espesa que taparon el sol. La antigua Luce no se daba cuenta de nada en el agua, no veía nada. Pero cuando la Luce del bosque vio en la imagen de una Anunciadora todas aquellas Anunciadoras revoloteando y arremolinándose en el aire húmedo de aquel bosque tropical, se sintió súbitamente mareada.

—¡Me estás haciendo esperar mucho! —gritaba la Luce del pasado a Daniel—. Dentro de poco me voy a congelar.

Daniel apartó la vista del cielo y miró abajo con expresión consternada. Le temblaban los labios y tenía el rostro pálido como un fantasma.

—No te congelarás —le dijo.

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