—¿Y no sabes lo que era?
—Se lo he preguntado, pero nunca me ha contado lo que ocurrió. Cuando saqué el tema, Daniel más bien hizo como si no se acordara. Y eso es una locura, porque significa que los dos actuamos sin más, por pura rutina, siguiendo un cuento de hadas de miles de años que ninguno de nosotros recuerda siquiera.
Shelby se rascó el mentón.
—¿Y qué otras cosas no te ha contado Daniel?
—Es lo que me he propuesto averiguar.
A su alrededor, en el jardín de la cantina, el tiempo seguía avanzando: la mayoría de los alumnos se dirigían a clase y los camareros becados se apresuraban a llevarse las bandejas. En la mesa más cercana al océano, Steven tomaba café a solas. Tenía las gafas plegadas sobre la mesa. Entonces intercambió una mirada con Luce y la sostuvo durante un buen rato, tanto que, incluso cuando ella se levantó para ir a clase, su expresión vigilante se le quedó grabada, lo cual probablemente, era su intención.
Tras el documental más largo y tedioso que había visto en su vida acerca de la división celular, Luce salió de la clase de biología, bajó la escalera del edificio principal de la escuela y salió al exterior, sorprendiéndose al ver la zona de aparcamiento completamente abarrotada: padres, hermanos mayores y un buen número de chóferes formaban una larga cola de vehículos de un tipo que Luce no había visto más que en el carril de transporte compartido que daba acceso a su escuela de secundaria en Georgia.
Los alumnos se apresuraban a salir de clase, zigzaguear entre los coches y arrastrar las maletas a su paso. Dawn y Jasmine se abrazaron para despedirse antes de que Jasmine entrara en un coche lujoso y los hermanos de Dawn le hicieran sitio a esta en la parte trasera de un todoterreno. En realidad, solo se separaban por unas pocas horas.
Luce volvió a entrar cabizbaja en el edificio y se deslizó por la puerta trasera, que raramente se utilizaba, para atravesar los jardines y dirigirse a su habitación. En ese momento no se veía capaz de enfrentarse a ninguna despedida.
Mientras andaba bajo el cielo grisáceo, Luce se seguía sintiendo culpable, aunque la conversación que había mantenido con Shelby le había dejado una mayor sensación de control. Sabía que lo había fastidiado todo, pero el hecho de haber besado a otra persona también le hacía sentir que por fin ella tenía algo que decir en su relación con Daniel. Posiblemente ahora, para variar, obtendría una reacción por parte de él. Ella se podría disculpar. Él se podría disculpar. Tal vez podrían hacer que ese mal trago tuviera también su parte positiva o lo que fuera. Lograr al fin quitarse de encima toda esa mierda y empezar a hablar con sinceridad.
En ese instante, sonó el teléfono. Un mensaje del señor Cole:
Asunto resuelto.
El señor Cole, por lo tanto, ya había comunicado la noticia de que Luce no iba a volver a casa. Sin embargo, había sido muy hábil, y en su mensaje no decía si sus padres aún le dirigían la palabra. Llevaba días sin tener noticias de ellos.
Aquella era una situación sin vencedores ni vencidos: si le escribían, ella se sentiría culpable por no responderles. Si no le escribían, ella se sentiría responsable de ser el motivo por el que no pudieran contactar con ella. Aún no había pensado qué podía hacer con Callie.
Subió ruidosamente la escalera de la residencia vacía. Cada paso que daba resonaba en aquel edificio grande y tenebroso. No había nadie a la vista.
Cuando llegó a su cuarto, esperaba encontrarse con que Shelby también se hubiera marchado ya, o por lo menos con su maleta lista esperando junto a la puerta.
Pero aunque Shelby no estaba en el cuarto, su ropa seguía desparramada por su lado de la habitación. El chaleco rojo seguía en el colgador y su equipo de yoga aún estaba amontonado en un rincón. Quizá no se iba hasta la mañana siguiente.
Antes de que Luce hubiera cerrado la puerta tras de sí, alguien dio un golpecito al otro lado, y ella asomó la cabeza al pasillo.
Era Miles.
Luce notó que se le humedecían las palmas de las manos y que el corazón se le aceleraba. Se preguntó qué aspecto tenía su pelo y si se había acordado de hacer la cama esa mañana, y cuánto tiempo llevaría él andando detrás de ella. Se preguntó también si la habría visto esquivar la caravana de las despedidas de Acción de Gracias o habría observado la expresión de dolor en su rostro al leer el mensaje de texto.
—Hola —dijo él suavemente.
—Hola.
Miles llevaba un jersey grueso de color marrón sobre una camisa blanca. Vestía los vaqueros con el agujero en la rodilla, esos que hacían que Dawn saltara siempre para seguirlo para que luego ella y Jasmine pudieran derretirse por él.
Miles esbozó una sonrisa nerviosa.
—¿Quieres hacer algo?
Tenía los pulgares debajo de las correas de su mochila azul marino y su voz resonó en las paredes de madera. A Luce se le ocurrió de pronto que tal vez ella y Miles eran las dos únicas personas en todo el edificio, y aquella idea le resultó emocionante e inquietante a la vez.
—Estoy castigada para la eternidad, ¿recuerdas?
—Por esto te traigo un poco de diversión.
Al principio a Luce le pareció que Miles se refería a sí mismo, pero entonces se bajó la mochila del hombro y abrió el compartimento principal. Era la cueva del tesoro de los juegos de mesa: Boggle, cuatro en raya, parchís, el juego de
High School Musical
. Tenía incluso un Scrabble de viaje. Era algo agradable, y para nada violento. Luce pensó que se echaría a llorar.
—Creía que te ibas a casa hoy —le dijo—. Todo el mundo se marcha.
Miles se encogió de hombros.
—Mis padres dijeron que no pasaba nada si me quedaba. Volveré a casa en un par de semanas y, además, tenemos opiniones distintas sobre las vacaciones perfectas. Las suyas consisten en cualquier cosa que merezca una reseña en la sección de Tendencias del
New York Times
.
Luce se rió.
—¿Y la tuya?
Miles rebuscó un poco más en la mochila, y sacó un par de envases de zumo de manzana, una caja de palomitas para microondas y un DVD de la película de Woody Allen
Hannah y sus hermanas
.
—Es sencilla, pero es lo que hay. —Sonrió—. Te pedí que pasaras el Día de Acción de Gracias conmigo, Luce. Que hayamos cambiado de sitio no significa que tengamos que cambiar de planes.
Ella esbozó una sonrisa y abrió la puerta para que Miles pudiera entrar. Sus hombros se rozaron cuando pasó, y se miraron a los ojos por un instante. Le pareció que Miles se balanceaba un poco sobre los talones, como si fuera a inclinarse y besarla. Ella tensó el cuerpo, expectante.
Pero Miles se limitó a sonreír, dejó caer la mochila al suelo y empezó a sacar las cosas para Acción de Gracias.
—¿Tienes hambre? —preguntó agitando un paquete de palomitas.
Luce hizo una mueca.
—Soy un desastre haciendo palomitas.
No pudo evitar recordar la ocasión en que ella y Callie estuvieron a punto de incendiar su habitación en la residencia de Dover. El recuerdo hizo que echara de menos a su mejor amiga.
Miles abrió la puerta del microondas y levantó un dedo.
—Soy capaz de pulsar cualquier botón con este dedo y cocino prácticamente cualquier cosa con el microondas. Tienes suerte de que sea tan bueno en ello.
Le resultaba raro haberse sentido mal antes por haber besado a Miles. Se dio cuenta de que él era lo único capaz de hacerla sentir mejor. De no haber ido a su habitación, ella se encontraría ahora sumida en una espiral de culpabilidad sin fin. Aunque no se podía imaginar besándolo de nuevo —y no porque no quisiera, sino porque sabía que no era lo correcto, que no le podía hacer algo así a Daniel—, la presencia de Miles la hacía sentir extraordinariamente reconfortada.
Jugaron al Boggle hasta que Luce entendió las reglas, al Scrabble hasta que se dieron cuenta de que al juego le faltaban la mitad de las fichas, y al parchís hasta que el sol bajó en la ventana y fue preciso encender la luz para ver el tablero. Entonces Miles se levantó, encendió la chimenea y puso
Hannah y sus hermanas
en el reproductor de DVD del ordenador de Luce. El único lugar donde sentarse y ver la película era la cama.
De pronto, Luce se sintió nerviosa. Hasta entonces se habían comportado como dos amigos jugando a juegos de mesa por la tarde. Pero ahora habían salido las estrellas, la residencia estaba vacía, el fuego chisporroteaba en la chimenea y… ¿en qué lugar los dejaba eso?
Se sentaron uno al lado del otro en la cama de Luce; ella no dejaba de pensar dónde tenía las manos, si parecería forzado que las mantuviera replegadas en el regazo o si rozarían las yemas de los dedos de Miles al colocarlas a los lados. Observó por el rabillo del ojo cómo el pecho de él se alzaba con la respiración. Le oyó rascarse la nuca. Se había quitado la gorra de béisbol y Luce percibía el champú de olor a limón de su delicado pelo castaño.
Hannah y sus hermanas
era una de las pocas películas de Woody Allen que no había visto aún, pero no lograba concentrarse. Ya antes de que aparecieran las letras de crédito había cruzado y descruzado las piernas tres veces.
Entonces la puerta se abrió de repente. Shelby entró en la habitación como en una exhalación, echó un vistazo al monitor del ordenador de Luce y exclamó:
—¡La mejor película de Acción de Gracias del mundo! ¿Puedo verla…? —Entonces reparó en que Luce y Miles estaban sentados en la cama en penumbra—. ¡Oh!
Luce se levantó de un salto de la cama.
—¡Por supuesto que puedes! ¡No sabía cuándo te marchabas a casa…!
—Nunca. —Shelby se arrojó en la litera superior, provocando un pequeño seísmo sobre las cabezas de Luce y Miles en la litera inferior—. Mamá y yo nos hemos peleado. No preguntéis, es terriblemente aburrido. Por otra parte, prefiero estar con vosotros.
—Pero, Shelby… —Luce no podía imaginarse una pelea capaz de impedirle regresar a casa para Acción de Gracias.
—Disfrutemos en silencio de la genialidad de Woody —ordenó Shelby.
Miles y Luce intercambiaron una mirada de complicidad.
—¡Eso mismo! —exclamó Miles a Shelby, a la vez que dirigía una sonrisa a Luce.
La verdad es que aquello hizo que Luce se sintiera aliviada. Cuando se volvió a acomodar en su asiento, rozó los dedos de Miles, y él se los apretó. Solo fue un instante, pero bastó para que Luce supiera que, por lo menos durante el fin de semana de Acción de Gracias, las cosas irían bien.
Dos días
L
uce se despertó con el ruido de una percha agitándose en la barra de su armario. Antes de ver quién podía ser la persona responsable de aquel alboroto, fue bombardeada por un montón de ropa. Se incorporó en la cama, apartando una montaña de vaqueros, camisetas y jerséis. Se quitó un calcetín de rombos de la cabeza.
—¿Arriane?
—¿Cuál te gusta más, el rojo o el negro? —Arriane sostenía dos vestidos de Luce contra su cuerpo menudo, balanceándose como si los llevara puestos.
Los brazos de Arriane no lucían la horrible pulsera de localización que había tenido que llevar en Espada & Cruz. Luce no se había dado cuenta hasta entonces, y se estremeció al recordar el cruel voltaje que se hacía pasar a Arriane cuando traspasaba los límites. Cada día que Luce pasaba en California, sus recuerdos de Espada & Cruz se volvían más difusos, hasta que de pronto cosas como esa la devolvían de golpe a la agitación de su estancia allí.
—Elizabeth Taylor dice que solo un tipo de mujer puede llevar el color rojo —prosiguió Arriane—. Tiene que ver con el escote y el color de la piel. Por suerte, tú tienes ambas cosas.
Sacó el vestido rojo de la percha y lo arrojó al montón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Luce.
Arriane se llevó las manos diminutas a las caderas.
—Pues ayudarte a hacer la maleta, boba. Te vas a casa.
—¿Que me voy a casa? ¿A qué casa? ¿Qué quieres decir? —balbuceó Luce.
Arriane se echó a reír y se acercó para cogerla de la mano y sacarla de la cama.
—A Georgia, tesoro. —Le dio una palmadita en la mejilla—. Con los buenos de Harry y Doreen. Y parece ser que una amiga tuya va también en avión.
Callie. ¿Vería de verdad a Callie? ¿Y a sus padres? Luce se tambaleó donde estaba sin saber de pronto qué decir.
—¿No quieres pasar Acción de Gracias con tu familia?
Luce intentó recuperar el aliento.
—¿Y qué hay de…?
—No te preocupes —dijo Arriane tirándole de la nariz—. Fue idea del señor Cole. Tendremos que seguir con la farsa de que sigues muy cerca de casa de tus padres. Y este parecía el modo más simple y divertido de hacerlo.
—Pero en su mensaje de texto de ayer decía que…
—No quería darte falsas esperanzas hasta haber ultimado todos los detalles, incluyendo —dijo con un saludo cortés— al acompañante perfecto. A uno de ellos, por lo menos. Roland estará aquí en cualquier momento.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¡Es tan bueno! —Arriane señaló el vestido rojo que seguía en la mano de Luce—. ¡Ponte este, muñeca!
Luce se puso el vestido a toda prisa y luego se metió en el cuarto de baño para cepillarse los dientes y peinarse. Arriane acababa de aparecer con una de esas situaciones en las que no se puede hacer otra cosa más que dejarse llevar. No había que dar vueltas a nada. Solo actuar.
Salió del baño esperando encontrarse con Roland y Arriane haciendo algo propio de ellos, como uno subido a su maleta y el otro intentando correr la cremallera para cerrarla.
Pero quien había llamado a la puerta no era Roland.
Eran Steven y Francesca.
¡Mierda!
Luce tenía ya en la punta de la lengua la expresión «Os lo puedo explicar todo». El problema era que no se le ocurría nada que decir que la excusara de esa situación. Miró a Arriane en busca de ayuda, pero esta seguía metiendo las zapatillas de deporte de Luce en la maleta. ¿Acaso no se había dado cuenta de la magnitud del problema en el que estaban a punto de meterse?
Francesca dio un paso adelante y Luce se preparó para hacerle frente. Pero entonces las mangas anchas y acampanadas del jersey de cuello alto de color carmesí de Francesca envolvieron a Luce en un abrazo inesperado.
—Hemos venido a desearte buen viaje.
—Claro que te echaremos de menos mañana en lo que cariñosamente llamamos «la cena de los desplazados» —dijo Steven tomando la mano a Francesa y apartándola de Luce—. Pero siempre es mejor para los alumnos que estén con su familia.