—¿Cómo vamos a ir hasta allí? —preguntó Luce sin querer pedirle a Shelby si podrían volver a tomar prestado el coche de su patético ex novio—. Por cierto, ¿a cuánto queda Las Vegas de aquí?
—Demasiado para ir en coche —intervino Miles—. Pero a mí me viene muy bien, porque siempre he tenido ganas de practicar la transposición.
—¿Quieres decir pasar al otro lado?
—Eso mismo.
Miles se puso de rodillas y recogió con las manos los fragmentos de la sombra. Aunque parecían hechos añicos, no dejó de amasarlos con los dedos hasta que obtuvo una bola grande y descuidada.
—Como os he dicho, esta noche no podía pegar ojo. Así que, de algún modo, me colé en el despacho de Steven a través de la vidriera del montante que hay encima de la puerta.
—Sí, claro —le espetó Shelby—. Pero si suspendiste en levitación. No eres lo bastante bueno para elevarte y atravesar esa ventana.
—Y tú no tienes fuerza para arrastrar la estantería de libros hasta ahí —replicó Miles—. Pero yo sí, y tengo esto que lo demuestra. —Sonrió y sostuvo un libro grueso y negro titulado
Manual sobre Anunciadoras: invocarlas, vislumbrarlas y viajar en diez mil sencillos pasos
—. Tengo también un enorme moretón provocado por la salida mal planificada a través de la parte superior de la puerta, pero en cualquier caso… —Se volvió hacia Luce, que a duras penas podía contenerse para no arrebatarle el libro de las manos—. Pensé que con tu talento para vislumbrar y mi conocimiento superior…
Shelby resopló.
—¿Y qué habrás podido leer tú? ¿Un 0,3 por cien del libro?
—Un 0,3 por cien muy útil —dijo Miles—. Creo que tal vez podremos hacerlo sin perdernos para siempre.
Shelby ladeó la cabeza con suspicacia, pero no dijo nada más. Miles no dejaba de manipular a la Anunciadora con las manos y empezó a extenderla. Al cabo de uno o dos minutos, se había convertido en una masa de color gris que casi tenía el tamaño de una puerta. Los extremos estaban algo tambaleantes y era casi traslúcida, pero en cuanto él se la separó un poco del cuerpo pareció adquirir una forma más sólida, como un molde de yeso después de secarse. Miles acercó la mano al lado izquierdo de aquel rectángulo oscuro, palpando la superficie en busca de algo.
—¡Qué raro! —murmuró mientras seguía toqueteando a la Anunciadora—. El libro dice que, si logras expandir lo suficiente la extensión de la Anunciadora, la tensión de la superficie se reduce a un ratio que permite la penetración. —Suspiró—. Se supone que debería haber…
—Un libro fantástico, Miles. —Shelby hizo una mueca—. Ahora ya eres un auténtico experto.
—¿Qué buscas? —quiso saber Luce, acercándose a Miles. De pronto, al observar cómo las manos de él se desplazaban por la superficie lo vio.
Un cerrojo.
Luce parpadeó sorprendida y la imagen se desvaneció, pero ella sabía dónde se encontraba. Se acercó a Miles y apoyó la mano contra el lado izquierdo de la Anunciadora. El tacto le hizo proferir un grito ahogado.
Era como uno de esos cerrojos de metal pesado con pasador y manija que se utilizaban para cerrar las puertas del jardín. Estaba helado y tenía un tacto áspero a causa del óxido invisible.
—Y ahora, ¿qué? —dijo Shelby.
Miró a sus dos amigos boquiabiertos, se encogió de hombros, manipuló la manija y finalmente corrió el pasador invisible.
En cuanto se soltó, la puerta de la sombra se abrió de golpe y estuvo a punto de echar a los tres al suelo.
—Lo hemos conseguido —susurró Shelby.
Ante ellos se abría un pasillo largo y profundo de color rojo y negro. Su interior era pegajoso y olía a moho y a cócteles aguados hechos con licores baratos. Luce y Shelby se miraron con inquietud. ¿Dónde estaba la mesa de blackjack? ¿Y la mujer a la que habían visto antes? Un fulgor rojo se encendía y se apagaba desde el interior, y Luce entonces oyó el sonido de las máquinas tragaperras, y el ruido de las monedas al caer en las bandejas de premio.
—¡Qué guay! —dijo Miles a Luce cogiéndola de la mano—. He leído sobre esta parte. Se llama fase de transición. No tenemos más que seguir andando.
Luce tendió la mano hacia Shelby y la asió con fuerza mientras Miles entraba en el interior de aquella oscuridad pegajosa y tiraba de ellas para que entraran.
Solo anduvieron un par de metros, en realidad lo justo para llegar a la puerta de la habitación de Luce y Shelby. En cuanto la puerta gris y nebulosa de la Anunciadora se cerró detrás de ellos produciendo un inquietante sonido, su habitación en la Escuela de la Costa desapareció. Lo que a lo lejos había sido un profundo y brillante color rojo aterciopelado de pronto pasó a ser un blanco intenso. La luz blanca avanzó rápidamente hacia ellos, los envolvió y les llenó los oídos de sonido. Los tres se tuvieron que proteger los ojos. Miles iba al frente y arrastraba a Luce y a Shelby detrás de él. De no ser así, Luce se podría haber quedado paralizada. Cogida a sus amigos, se notaba las palmas de las manos sudadas. Oía un único acorde musical, alto e intenso.
Luce se frotó los ojos, pero la cortina nebulosa de la Anunciadora le oscurecía la visión. Miles extendió el brazo hacia delante y describió un suave gesto circular hasta que la cortina empezó a desconcharse, como si se tratara de trozos de pintura antigua cayendo del techo. Por cada una de las laminillas que caía penetraban en aquel ambiente frío y húmedo ráfagas del aire del desierto que calentaban la piel de Luce. Cuando la Anunciadora se deshizo en pedazos a sus pies, la vista que tenían ante sí de pronto adquirió sentido: se encontraban frente a la Strip de Las Vegas. Aunque Luce solo la había visto en fotografías, la punta de la Torre Eiffel del hotel Paris Las Vegas se erguía ahora a lo lejos a la altura de su vista.
Eso significaba que se encontraban muy arriba. Luce se atrevió a mirar abajo: estaban de pie en el exterior, en el tejado de algún sitio, con el borde situado a apenas un par de metros de sus pies. Y más allá: el bullicio del tráfico de Las Vegas, las copas de una hilera de palmeras y una piscina cuidadosamente iluminada. Todo ello situado a al menos treinta pisos del suelo.
Shelby se soltó de la mano de Luce y empezó a recorrer con cuidado los límites del tejado marrón de cemento. Tres alas de longitud idéntica y forma rectangular se extendían desde un punto central. Luce giró sobre sí misma y abarcó trescientos sesenta grados de luces de neón intensas y, más allá de la Strip, a lo lejos, una cordillera de montañas desérticas, iluminadas de forma desagradable por la polución lumínica de la ciudad.
—¡Maldita sea, Miles! —exclamó Shelby saltando por encima de las claraboyas para escudriñar otras partes del tejado—. Esta translocalizacón ha sido fabulosa. Ahora mismo me siento casi, casi atraída hacia ti.
Miles se metió las manos en los bolsillos.
—Hummm… Gracias.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Luce.
La diferencia entre su voltereta dentro de la Anunciadora y aquella experiencia era como la noche y el día. Había sido mucho más civilizado. No había hecho vomitar a nadie. Además, había funcionado, o al menos eso le parecía.
—¿Qué ha ocurrido con la vista de antes?
—He tenido que alejarme un poco de la escena —dijo Miles—. Pensé que resultaría bastante raro que los tres apareciéramos de una nube en medio de un casino.
—Sí, pero no demasiado —admitió Shelby forcejeando con una puerta cerrada—. ¿Alguna idea brillante para salir de aquí?
Luce hizo una mueca. La Anunciadora temblaba fragmentada a sus pies. No podía imaginar que tuviera fuerza suficiente para ayudarles ahora. No había modo de salir de aquel tejado, ni tampoco de regresar a la Escuela de la Costa.
—¡Tanto da! ¡Soy un genio! —exclamó Shelby desde el otro lado del tejado.
Se encontraba encorvada sobre una de las claraboyas manipulando una cerradura. La abrió con un gruñido y luego levantó una hoja de cristal con bisagra. Introdujo la cabeza e hizo un gesto para que Luce y Miles la siguieran.
Luce escrutó con cuidado la claraboya abierta y vio un enorme y lujoso cuarto de baño. Había cuatro compartimentos bastante espaciosos a un lado, y una hilera de lavamanos de mármol levantados ante un espejo dorado en el otro. Delante de un tocador había una lujosa butaca de color malva con una mujer sentada mirándose en el espejo. Luce solo le veía la parte alta del peinado, que llevaba recogido hacia arriba y ahuecado, pero su reflejo mostraba un rostro muy maquillado, un flequillo espeso y manicura francesa en unas manos que aplicaban de nuevo una capa adicional e innecesaria de pintalabios rojo.
—En cuanto Cleopatra se marche a través del tubo de su pintalabios, bajamos sin más —susurró Shelby.
Debajo de ellos, Cleopatra se levantó del tocador, juntó los labios, se quitó una mancha roja de los dientes y se encaminó hacia la puerta.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Miles—, ¿queréis que me meta en el baño de señoras?
Luce miró de nuevo el tejado desolado. En realidad, solo había un modo de entrar.
—Si alguien te ve solo tienes que fingir que te has equivocado.
—O que vosotros dos os estabais dando el lote en una de las cabinas —añadió Shelby—. ¿Qué pasa? Esto es Las Vegas.
—No le demos más vueltas. Vamos.
Miles se sonrojó al descolgarse por la ventana. Extendió lentamente los brazos hasta que los pies le quedaron justo encima del elevado recubrimiento de mármol del tocador.
—Ayuda a Luce a bajar —exclamó Shelby.
Miles cerró la puerta del baño y luego levantó los brazos para coger a Luce. Ella intentó imitar la técnica suave que él había empleado, pero sus brazos estaban flojos cuando se descolgó por la claraboya. Aunque no podía ver gran cosa bajo los pies, notó la fuerza de las manos de Miles en torno a su cintura antes de lo que había esperado.
—Puedes soltarte —le dijo él. Cuando lo hizo, la bajó con elegancia hasta el suelo. Extendió los dedos por los costados de ella sobre la camiseta fina que los separaba del contacto con la piel. Seguía con los brazos en torno a ella cuando Luce posó los pies en las baldosas del suelo. Iba a darle las gracias, pero cuando le miró a los ojos se sintió muy cohibida.
Se apartó de él demasiado rápido, farfullando una disculpa por haberlo pisado. Ambos se apoyaron contra el tocador, tratando con nerviosismo de no mirarse a los ojos y manteniendo la mirada clavada en la pared.
Eso no debería haber ocurrido. Miles solo era un amigo.
—¡Hooola! ¿Alguien piensa ayudarme?
Las piernas enfundadas en medias de Shelby se agitaban en la claraboya pataleando con impaciencia. Miles se colocó debajo de la ventana y la asió con brusquedad del cinturón para luego bajarla suavemente tomándola por la cintura. Luce se dio cuenta de que dejaba a Shelby con más rapidez que a ella.
Shelby se apresuró por el suelo de baldosas doradas y abrió la puerta.
—¡Eh, vosotros, vamos! ¿A qué esperáis?
Al otro lado de la puerta, unas camareras muy bien maquilladas y vestidas de negro iban y venían sobre tacones altos de lentejuelas, con bandejas de cocteleras que apoyaban en el antebrazo. Unos Hombres embutidos en trajes oscuros y caros se arremolinaban en torno a las mesas de blackjack, donde jaleaban como adolescentes cada vez que se arrojaba una mano. Allí no se oía el soniquete incesante de ninguna máquina tragaperras. Reinaba un peculiar aire de silencio y exclusividad, y resultaba tremendamente excitante. Pero no tenía nada que ver con la escena que habían presenciado en la Anunciadora.
Una camarera se les acercó.
—¿Os puedo ayudar en algo? —Bajó su bandeja de acero para escrutarlos.
—¡Oh, vaya! Pues caviar —dijo Shelby sirviéndose tres blinis y pasando uno a cada uno—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?
Luce asintió.
—Solo íbamos abajo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el deslumbrante vestíbulo del casino, Miles tuvo que empujar a Luce para que saliera, a sabiendas de que al fin habían llegado al lugar adecuado.
Las camareras eran mayores en aquel lugar, parecían más cansadas y enseñaban mucha menos carne. No parecían deslizarse por la alfombra naranja manchada, sino que andaban pesadamente por ella. Y la clientela era más semejante a la que atestaba las mesas en la visión: autómatas con sobrepeso, de clase media, mediana edad, tristes, que se vaciaban las carteras. Ahora no tenían más que encontrar a Vera.
Shelby los condujo por el laberinto repleto de máquinas tragaperras, los hizo pasar junto a grupos de gente arremolinada en las mesas de la ruleta que gritaban a la bola diminuta mientras esta giraba; mesas cuadradas con gente que soplaba a los dados, los lanzaba y finalmente celebraba el resultado; pasaron una serie de mesas de póquer y otros juegos raros como el pai gow hasta que finalmente llegaron a unas mesas en las que se jugaba al blackjack.
La mayoría de los repartidores de cartas eran hombres: altos, encorvados, con el pelo lustroso; hombres con bigote gris y gafas; uno de ellos llevaba mascarilla. Shelby no se detuvo para mirar a ninguno, e hizo bien: en el rincón más alejado del casino se encantaba Vera.
Llevaba el pelo negro recogido en lo alto en un moño asimétrico. Su cara parecía fina y hundida. Luce no sintió la misma emoción que cuando había visto a su otra familia de otra vida en Shasta. De todos modos, ella aún no sabía quién era Vera para ella excepto una mujer cansada de mediana edad que sostenía una baraja de cartas ante una mujer pelirroja y medio dormida para que la cortara. La mujer partió la baraja por el centro de forma descuidada, y a continuación las manos de Vera empezaron a volar.
Las otras mesas del casino se hallaban abarrotadas, pero la pelirroja y su diminuto marido eran las dos únicas personas que estaban con Vera. Con todo, ella desplegaba todas sus habilidades y daba las cartas con tanta soltura que parecía que ese trabajo no requiriera esfuerzo alguno. Luce advirtió entonces en Vera una elegancia y unas aptitudes para el espectáculo que no había notado antes.
—Bueno —dijo Miles junto a Luce mientras cambiaba el peso de un pie al otro—, ¿vamos a…?
De pronto las manos de Shelby se posaron sobre los hombros de Luce, y prácticamente la hundieron en uno de los asientos de piel que había junto a la mesa.
Aunque se moría por mirarla, al principio Luce evitó el contacto visual. Le inquietaba que la mujer la reconociera antes de que ella tuviera alguna oportunidad. Sin embargo, Vera escrutó a cada uno de ellos con el mínimo interés y Luce se acordó entonces de lo diferente que ella parecía ahora con el pelo teñido. Tiró de sus mechones nerviosamente sin saber qué hacer a continuación.