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Authors: Lauren Kate

Tags: #Juvenil

Oscuros. El poder de las sombras (23 page)

BOOK: Oscuros. El poder de las sombras
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Era raro que lo que habría podido separar al instante a dos amigas las acercara aún más. Shelby no tenía ninguna culpa. Y si Luce sentía el menor enfado al respecto, lo tenía que tratar con… Daniel. Shelby había hablado de «una noche estúpida». Pero ¿qué había ocurrido en realidad?

Al atardecer Luce descendió por la escalera que llevaba a la playa. Hacía cada vez más frío conforme se aproximaba al agua. Los últimos rayos del sol se colaban por entre la fina capa de nubes y teñían el océano de color naranja, rosa y azul pastel. El mar en calma se extendía ante ella como un camino hacia el Cielo.

Solo supo lo que hacía allí cuando alcanzó el amplio círculo de arena aún ennegrecida por la hoguera de Roland. Al poco se encontró agachada detrás de la gran piedra de lava desde donde Daniel se la había llevado. Donde los dos habían bailado y habían malgastado sus preciosos y escasos momentos juntos peleándose por algo tan estúpido como el color de su pelo.

Callie había tenido un novio en Dover con el que había terminado por culpa de una tostadora. Uno de ellos había atascado el aparato tras querer meter en él un bollo enorme, y el otro se enfadó de forma bárbara. Luce no recordaba todos los detalles, pero sí que se había preguntado: «¿Quién puede separarse por culpa de un electrodoméstico?».

Pero Callie le dijo que en realidad no habían terminado por eso: la tostadora solo había sido un símbolo de todo cuanto iba mal entre ellos.

Luce detestaba pelearse con Daniel. La disputa de la playa, sobre pelo teñido, le recordaba la historia de Callie. Le parecía como un adelanto de una discusión de mayor envergadura y más desagradable.

Al arroparse para resguardarse del viento, Luce cayó en la cuenta de que había bajado hasta allí para averiguar en qué se habían equivocado esa noche. Se había pasado el rato buscando como una idiota indicios en el agua, alguna prueba grabada en la áspera roca volcánica. Había rebuscado por todas partes menos en ella misma. Porque lo que Luce albergaba en su interior era precisamente el enorme enigma de su pasado. Quizá las respuestas estuvieran en algún lugar dentro de las Anunciadoras, pero por el momento quedaban lejos de su alcance.

No quería culpar a Daniel, la ingenua había sido ella al suponer que su relación siempre había sido exclusiva. Sin embargo, él tampoco le había dado a entender nunca lo contrario. En cierto modo, había permitido que se topara con esa sorpresa tan desagradable. Eso le resultaba muy molesto. Era un punto más en la larga lista de cosas que Luce creía que merecía saber y que Daniel no consideraba oportuno contarle.

Entonces notó algo parecido a la lluvia, una especie de llovizna en las mejillas y en las yemas de los dedos de tacto caliente en vez de frío. Tenía una consistencia ligera como el polvo y no era húmedo. Volvió el rostro al cielo y quedó deslumbrada por una intensa luz de color violeta. Como no quería protegerse la vista, continuó mirando incluso cuando la luz aumentó y resultó dolorosa. Las partículas oscilaron lentamente en dirección a las aguas, al borde justo de la costa, formando un dibujo y delimitando una silueta que ella reconocería en cualquier sitio.

Estaba más atractivo si cabía. Se aproximaba a la orilla con los pies desnudos suspendidos a unos pocos centímetros del agua. Sus amplias alas blancas parecían ribeteadas por una luz de color violeta y se agitaban de un modo casi imperceptible bajo el fuerte viento. Resultaba injusto el modo en que mirarlo la hacía sentir: pasmada, eufórica y un poco asustada. Apenas podía pensar en nada. Todos los enojos o enfados se desvanecían, dando paso a una atracción irreprimible hacia él.

—No dejas de aparecerte —susurró ella.

La voz de Daniel recorrió las aguas.

—Te dije que quería hablar contigo.

Luce notó que fruncía la boca.

—¿Sobre Shelby?

—Sobre el peligro al que te expones.

Daniel hablaba sin rodeos. Pensaba que la mención de Shelby le haría reaccionar, pero se limitó a ladear la cabeza. Llegó a la orilla húmeda de la playa, donde el agua se volvía espuma y se alejaba, y permaneció flotando sobre la arena ante ella.

—¿A qué te refieres con Shelby?

—¿En serio vas a fingir que no lo sabes?

—Un momento.

Daniel fue a posar los pies en el suelo y dobló las rodillas en cuanto rozó la arena con los talones desnudos. Al enderezarse de nuevo, sus alas retrocedieron, apartándose de su cara y levantando una ráfaga de aire. Por primera vez Luce se figuró que debían de ser muy pesadas.

Aunque a Daniel no le llevó más de un par de segundos alcanzarla, nunca sería lo bastante rápido para rodear a Luce por la espalda con sus brazos y atraerla hacia sí.

—No volvamos a empezar —dijo él.

Luce cerró los ojos y dejó que la aupara. La boca de Daniel encontró la suya, y ella levantó la cara hacia el cielo dejando que su roce la inundara. No había oscuridad ni frío, solo la fabulosa sensación de estar bañada en su luz de color violeta. Incluso el fragor de las aguas del océano se vio anulado por un murmullo suave, la energía que recorría el cuerpo de Daniel.

Se asió al cuello de él con fuerza y le acarició los firmes músculos de los hombros y trazó el contorno blando y espeso de sus alas. Eran potentes, blancas y relucientes, y siempre le parecían mucho mayores de como las recordaba. Eran como dos velas enormes a cada costado, y cada centímetro de ellas era perfecto y suave. Ejercían cierta tensión al tacto, una tensión semejante a la de un lienzo bien extendido, aunque en este caso, la sensación era mucho más sedosa y deliciosamente suave y aterciopelada. Las alas parecían reaccionar a sus caricias, e incluso se extendían hacia delante para rozarla y acercarla más, hasta que Luce quedó sumergida en ellas, acurrucada cada vez más en su interior y, sin embargo, sin llegar a sentirse satisfecha por completo.

Daniel se estremeció.

—¿Estás bien? —susurró ella, pues él a veces se inquietaba cuando las cosas entre ellos empezaban a subir de temperatura—. ¿Te duele?

Pero aquella noche la mirada de él era ansiosa.

—Es fabuloso. No hay nada igual.

Y él entonces le deslizó los dedos hasta la cintura, y los metió por debajo del jersey. Por lo común, las más suave de las caricias de Daniel hacía que Luce perdiera la cabeza. Pero en esa ocasión su modo de tocarla era más enérgico. Casi violento. Luce no sabía qué le había pasado, pero le gustaba.

Daniel le recorrió la boca con los labios y luego prosiguió hacia arriba, por el puente de la nariz hasta llegar cariñosamente a sus párpados. Cuando se separaron, ella abrió los ojos y lo miró.

—¡Qué bonita eres! —susurró él.

Aunque aquellas palabras eran exactamente las que a la mayoría de las chicas les hubieran gustado oír, en cuanto Daniel las hubo pronunciado, a Luce le pareció como si le hubieran arrebatado el cuerpo y se lo hubieran sustituido por el de otra persona.

Por el de Shelby.

Y no solo el cuerpo de Shelby. A fin de cuentas, ¿qué posibilidades había de que solo hubiera sido ella? ¿Había habido otros ojos, narices y mejillas que hubieran sido besados por Daniel? ¿Y otros cuerpos que se hubieran arrimado a él en una playa? ¿Y otros labios a los que se hubiera aferrado? ¿Otros corazones palpitantes? ¿Habría intercambiado otros susurros de halagos?

—¿Qué te ocurre? —preguntó él.

Luce se sentía mal. Aunque podían llegar a empañar las ventanas con sus besos, en cuanto utilizaban la boca para otras cosas como hablar, todo se complicaba.

Ella apartó la cara.

—Me has mentido.

Contrariamente a lo que ella esperaba y deseaba, Daniel no se burló ni se enfadó. Se sentó en la arena, apoyó las manos en las rodillas y se quedó mirando las olas espumosas.

—¿En qué exactamente?

En cuanto las palabras salieron de su boca, Luce lamentó el curso que tomaba la conversación.

—Podría hacer lo mismo que tú y no decirte nada nunca más.

—No puedo contarte lo que sea que quieras saber si no me dices qué es lo que te molesta.

Ella pensó en Shelby, pero cuando se imaginó en el papel de celosa para que entonces él la tratara como a una niña, se sintió ridícula. En lugar de ello dijo:

—Tengo la impresión de que somos dos desconocidos. Es como si yo a ti no te conociera más que a cualquier otra persona.

—Oh.

El tono de voz de Daniel era tranquilo, y suy rostro conservaba una expresión enojosamente impasible, hasta el punto de que Luce llegó a desear poder sacudirle. No había nada que lo sacara de sus casillas.

—Daniel, me tienes secuestrada aquí. No sé nada. No conozco a nadie. Estoy sola. Cada vez que te veo levantas nuevos muros y no me dejas ir nunca más allá. Nunca. Me has arrastrado hasta aquí…

Aunque pensaba en California, era mucho más que eso. Su pasado, por limitada que fuera la idea que tenía de él, se desplegó en su mente como si fuera el rollo de una película que, al caer, rodara por el suelo.

Daniel la había arrastrado mucho más allá de California. La había arrastrado a lo largo de siglos de luchas como esta. Por muertes agónicas que provocaban dolor a todo su entorno: como esos agradables ancianos que había visto la semana anterior. Daniel había arruinado la vida de aquella pareja, matando a su hija. Y todo por ser una especie de ángel célebre que había visto algo que le apetecía y quería conseguir.

No. Él no solo la había arrastrado hasta California. La había arrastrado a una eternidad maldita. Una carga que debería haber soportado él solo.

—Por culpa de tu maldición sufro yo, y todas las personas que me quieren.

Daniel se estremeció como si acabara de encajar un golpe.

—Quieres volver a casa —dijo.

Ella dio una patada en la arena.

—Quiero volver atrás. Quiero que retires lo que fuera que hiciste y que me metió en este atolladero. Lo único que quiero es vivir una vida normal, y romper con gente normal por problemas normales, como una tostadora, y no por misterios sobrenaturales del universo que tú ni siquiera me confías.

—Espera.

Daniel había palidecido por completo. Tenía los hombros rígidos y le temblaban las manos. Incluso las alas, que instantes atrás parecían poderosas, presentaban ahora un aspecto frágil. A Luce le hubiera gustado extender la mano y tocarlas, como si, de algún modo, ellas pudieran hacerle ver si el dolor que ella veía en los ojos de Daniel era genuino, pero se contuvo.

—¿Estamos rompiendo? —preguntó él en voz baja.

—¿Estamos juntos, Daniel?

Él se puso de pie y le tomó la cabeza con las palmas de las manos. Antes de que ella pudiera separarse de él, notó que el calor le abandonaba las mejillas. Cerró los ojos e intentó resistirse al magnetismo de su contacto, pero era muy potente, más que cualquier otra cosa.

Aquello disipó su enfado, y dejó su identidad hecha añicos. ¿Quién era ella sin él? ¿Por qué la atracción hacia Daniel superaba cualquier cosa que la distanciase de él? La sensatez, la prudencia, el instinto de supervivencia: nada de eso podía competir con él. Seguramente, parte del castigo de Daniel consistía en que ella permaneciera atada a él para siempre, como la marioneta a su titiritero. Luce sabía que no debía desearlo con toda el alma, pero no podía evitarlo. Era verlo, sentir sus caricias… y el resto del mundo pasaba a un segundo plano.

Tan solo deseaba que quererlo no fuera tan duro.

—¿De qué iba eso de la tostadora? —le susurró Daniel al oído.

—Supongo que no sé lo que quiero.

—Yo sí. —Con actitud resuelta, la miraba intensamente—. Yo te quiero a ti.

—Lo sé, pero…

—Nada cambiará nunca esto, oigas lo que oigas, ocurra lo que ocurra.

—Pero yo necesito algo más que ser querida. Necesito que estemos juntos de verdad.

—Eso será pronto, te lo prometo. Todo esto es provisional.

—Eso ya me lo has dicho. —Luce observó que la luna se había alzado sobre sus cabezas. Era de color naranja intenso y estaba en fase menguante—. ¿De qué querías hablarme?

Daniel le colocó un mechón rubio detrás de la oreja y se lo quedó mirando un buen rato.

—De la escuela —dijo, con una vacilación que hizo pensar a Luce que no estaba siendo sincero—. Le pedí a Francesca que estuviera pendiente de ti, pero lo quería comprobar con mis propios ojos. ¿Aprendes alguna cosa? ¿Lo pasas bien?

De pronto Luce sintió muchas ganas de alardear ante él de su trabajo con las Anunciadoras, de su conversación con Steven y de las ocasiones en que había vislumbrado a sus padres. Pero el rostro de Daniel parecía más ansioso y abierto de lo que lo había estado en toda la velada. Parecía esforzarse por evitar una disputa, así que Luce decidió hacer lo mismo.

Cerró los ojos y le dijo lo que él quería oír. Que la escuela estaba bien. Y que ella estaba bien. Los labios de Daniel se posaron de nuevo en los de ella, fervientes, y Luce sintió que un cosquilleo le recorría todo el cuerpo.

—Tengo que marcharme —dijo él al fin poniéndose de pie—. Ni siquiera debería estar aquí, pero no puedo mantenerme lejos de ti. Me preocupo por ti sin cesar. Te quiero, Luce. Por mucho que duela.

Ella cerró los ojos contra el embate de sus alas y la arena que levantó al emprender el vuelo.

10

Nueve días

U
na serie repetida de chasquidos y golpes metálicos interrumpían el canto de las águilas pescadoras. Un prolongado y sonoro sonido de metal contra metal, y el ruido de una fina hoja de plata al rebotar en la cazoleta del oponente.

Francesca y Steven luchaban.

Bueno, no; en realidad practicaban esgrima. Estaban haciendo una demostración para sus alumnos antes de que se enfrentaran en combate.

—Saber cómo blandir una espada, tanto si se trata de un florete de poco peso como estos de hoy como de algo tan peligroso como un sable corto, es una habilidad muy valiosa —dijo Steven con voz grave rasgando el aire con la punta de su arma efectuando movimientos breves, como si estuviera utilizando un látigo—. Los ejércitos del Cielo y del Infierno pocas veces se enzarzan en combates, pero cuando lo hacen… —Sin mirar, desplomó bruscamente su arma a un lado en dirección a Francesca, y ella, también sin mirar, alzó la espada y detuvo el golpe—. Siguen ajenos a la artillería moderna. Las dagas, los arcos y las flechas, las enormes espadas ardientes… esas son nuestras armas eternas.

El combate que tuvo lugar a continuación solo era de exhibición, una mera lección. Francesca y Steven ni siquiera llevaban las máscaras.

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