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Authors: David Sakmyster

Tags: #Aventuras, #Histórico

Objetivo faro de Alejandría (20 page)

BOOK: Objetivo faro de Alejandría
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—En cualquier caso, no sabemos con certeza lo que representan los símbolos. Así que no hay manera de que entremos.

—Y ese es el motivo por el que mamá y «papá» quieren mi ayuda.

Phoebe asintió.

—Supongo que habrás intentado nuevos trances, nuevas visiones remotas.

Tomó un sorbo de agua.

—Pero no ha habido suerte —dijo su hermana—. No pude ver otra cosa que la puerta, aparte de una nueva aparición de César, tal y como tú lo viste. Estamos atascados. Hemos intentado volver a centrarnos en el pergamino, una y otra vez. Y en cierta ocasión llegamos a ver algo extraño; vi un castillo en lo alto de un escarpado acantilado, y un hombre envuelto en un manto rojo al que subían hasta la cima en grilletes. Pero no supimos qué significaba aquello.

Caleb frunció el ceño.

—¿No has vuelto a ver Nápoles, ni la biblioteca de Herculano?

Phoebe sacudió la cabeza.

—Te lo he dicho, estamos atascados. Pero ya conoces a mamá, no va a dejar las cosas así. Y ahora, con Waxman metido en casa a todas horas, es como tenerla a ella dos veces.

—Lamento oír eso. Espero que no te estén pidiendo ayuda constantemente. ¿Han seguido adelante con la Iniciativa Morfeo?

—No. Se disolvió a principios de este año. Aunque Victor todavía va y viene —Phoebe trató de formular una sonrisa—. Es difícil atraer nuevos voluntarios cuando estos se enteran de lo que sucedió en Alejandría. La posibilidad de sufrir una muerte violenta como que les quita un poco de moral.

—Ya. ¿Y qué hay de ti?

Phoebe asintió:

—Estoy bastante ocupada. No dejan de llegarme piezas del museo para que las traduzca: tablillas, pergaminos medievales, esa clase de cosas. —Dedicó a Caleb una mirada cansada—. La mayoría de los días me meto en la cama con un terrible dolor de cabeza.

—¿Y qué tal…?

—¿Mi discapacidad? Voy tirando. Bueno, ya me he acostumbrado —levantó los brazos y sacó músculo—. Me estoy poniendo bastante cachas. Los baños para discapacitados son toda una aventura, y no te cuento la película que es ponerme los pantalones por la mañana: tardo una hora. —Se encogió de hombros—. Vamos, lo de siempre…

—Lo siento.

—Para —le reprendió—. Oye, si no vas a volver conmigo y ayudarnos en esto, ¿podrías al menos firmarme el libro?

Caleb lo cogió, abrió la cubierta, se lo pensó durante un segundo y luego escribió algo de lo que, supuso, pronto se arrepentiría. A la postre, no podía dejar de recompensar su esfuerzo, aunque fuera de aquella limitada manera. Escribió: «A mi hermana pequeña. A mi sol y mi luna. Los otros elementos —los otros planetas— son meras sombras, empequeñecidas bajo el influjo de tu luz». Sólo era una suposición por su parte, pero si el cierre que sellaba la puerta era de veras una combinación, el orden tendría que tener alguna relación con la orientación de los planetas, quizá la distancia que cada uno de ellos tenía con respecto al sol.

Tras darle un beso en la mejilla, Caleb llevó a Phoebe hasta la puerta, abrió su paraguas y detuvo un taxi. La ayudó a entrar y luego guardó la silla en el maletero. Se inclinó al interior antes de cerrar la puerta:

—Mi dirección de correo electrónico está en la contracubierta —le dijo—. Escríbeme más a menudo, y hablamos. Te lo prometo. Te echo mucho de menos.

Phoebe pestañeó y se mordió el labio inferior:

—Yo también te echo de menos, hermanito.

Caleb regresó al café, sonrió a los pocos clientes que quedaban en él y se dirigió directamente al velador donde la mujer seguía sentada, sonriendo. Al acercarse, esta dejó su taza y le alargó una mano.

—Buen trabajo —dijo.

Los ojos le brillaban como piedras de jade. Algunos mechones del flequillo le caían sobre el rostro y acariciaban sus labios, en los que había un tono púrpura que resultaba demasiado llamativo para sus delicadas facciones.

—Gracias.

Caleb le estrechó la mano, y ella movió sus dedos suavemente contra los suyos, sorprendiendo —e intrigando— a Caleb con aquel alarde seductor. Aquello sólo iba a ser el comienzo.

—Lamento haber llegado tarde —dijo—. Doubleday tiene la costumbre de decirles a los publicistas dónde deben ir en el último minuto. Pero ahora que nos hemos conocido, podremos preparar la agenda juntos, así no tendré que hacerle esperar otra vez.

—Perdone. Usted es…

—Oh, creí que lo sabría. Soy Lydia Jones.

Le estrechó la mano un poco más fuerte. Caleb sintió que sus ojos se veían arrastrados a aquel resplandor de piel que asomaba sobre los botones abiertos de su blusa. En lugar de bajar la vista hacia las tentadoras sombras, se fijó en el colgante que llevaba: un
ank
egipcio, una cruz con un lazo en sus brazos.

—De nuevo —insistió, retirando por fin su mano—, lamento haber llegado tarde, pero me satisface ver que se ha manejado usted con tanta soltura. Lee muy bien, con mucho estilo, aunque nos gustaría que abreviase las presentaciones de cara al futuro. Hubo gente que se marchó antes de tiempo.

—Entendido —dijo Caleb, aún mirando su colgante.

—Ejem —la mujer le tocó la barbilla y le obligó a mirarla a los ojos—. ¿Ve algo que le guste?

—Lo siento —tartamudeó Caleb, sonrojándose violentamente—. Su colgante, el
ank
. Es que, ¿sabe?, la mitología egipcia…

—Oh —la mujer se tocó el collar—. Sí, soy una suerte de especialista en autores de historia antigua. Siempre me las tengo que ver con los escritores más polvorientos del mercado. Esto es un regalo de un antiguo cliente, un tipo que dio el campanazo con un único libro, acerca de la cultura egipcia y su simbolismo. Bueno, vayamos a comer algo y aprovechemos para programar sus próximas apariciones. Espero que tenga hambre.

—Estoy famélico —dijo, siguiéndola hasta una mesa.

Desde algún lugar ubicado en los atestados anaqueles de su memoria, el aviso de Phoebe llegó hasta él como un susurro. Una rubia de ojos verdes. Pero Caleb se sentía arrastrado por el destino, y mientras se sentaba junto a Lydia y respiraba el aroma de su perfume a jazmín, exótico como la ondulante brisa vespertina que despereza las aguas del Nilo, no pudo explicarse su reacción, aquella andanada de deseo que no había experimentado desde que conoció a Nina.

Comieron y hablaron, y Caleb la miraba en cuanto podía, entusiasmado con su nueva compañera.

4

A
L otro lado de la calle en la que se encontraba la librería del Soho, la lluvia azotaba un edificio de ladrillo marrón de tres plantas y caía en torrentes alrededor de un toldo verde que cubría a un hombre envuelto en una gabardina, protegiéndolo de todo excepto de la aguanieve arrastrada por el viento.

George Waxman trató nuevamente de encender su cigarrillo, y esta vez, por fin, lo consiguió. Tomó una profunda bocanada de aquel humo mentolado y esperó a que su socio cruzara la calle. Como un relámpago amarillo, los taxis pasaban frente a él a toda prisa, majando los baches llenos de agua, y Waxman cerraba los ojos cada vez que lo hacían, imaginando que una anciana se deshacía en insultos hacia él y le gritaba:

¡Es culpa tuya! ¡Tuya!…

Waxman apretó los dientes, casi mordiéndose la lengua, pese al cigarrillo.

—Lárgate, madre.

¡Escúchame, hijo!

Al otro lado de la calle, el hombre al que Waxman esperaba, cubriéndose la cabeza con un periódico doblado, esperaba a que pasaran varios coches y autobuses para cruzar.

—Cállate.

Lo siento, hijo. Te estoy esperando.

—Déjame en paz.

¿Igual que me dejaste tú a mí, despedazada, después de que causases aquel terrible accidente? No parabas de llorar, de berrear, en el asiento de atrás. Tu padre no valía para nada, y le bastó con ver cómo eras para largarse con alguna puta y abandonarme contigo, que no hacías más que chillar y gimotear todo el santo día.

—Madre, ahora no…

Sí, ahora sí. El cruce, el autobús… Sé que lo recuerdas, lo sé muy bien.

—Por favor. Tengo cosas que hacer.

Oh, sí, claro tus cosas. ¿Crees que eso aliviará el peso de tu conciencia?

—No, madre. Ya es tarde para eso. Sólo tenía cuatro años el día en que moriste…

El día en que me mataste.

—Pero estoy a tiempo de salvar a otros.

La lluvia se escurría por el arcén y se precipitaba por entre los dientes de la alcantarilla.

Waxman se llevó la mano a las sienes, se cubrió los oídos y apretó tan fuerte como pudo. La imagen ardió tras la pantalla de sus párpados: la cabeza de su madre, cortada por un trozo dentado de aquel autobús que entró por la ventanilla del conductor, sus ojos clavados en él, sus labios todavía moviéndose.

Victor Kowalski corrió por la calzada, esquivando un Honda plateado. Tenía los pantalones empapados y las mangas de la camisa caladas. Llevaba un maletín de cuero colgado de un hombro.

La lluvia seguía martilleando palabras en el toldo de lona:

No te librarás de mí, Georgie. Aunque rebases tu preciosa puertecita del faro. Aunque llegues hasta el tesoro.

Waxman se quedó rígido. Su madre nunca le había hablado así. Durante años, su voz le había perseguido, pero nunca había llevado sus comentarios más allá de un insulto directo, con el que pretendía recrudecer su culpa.

—¿Qué has dicho?

Alargó una mano para impedir que Victor hablase.

Un sonido como el de una carcajada recorrió las paredes de ladrillo marrón y cayó a las rebosantes alcantarillas.

Puedo ver tu futuro, Georgie. Oh, sí. Pronto tendremos algo en común. El que la hace la paga, muchacho. Oh, sí.

Y otra vez, la carcajada.

—¡Madre! —musitó Waxman, y de pronto la lluvia cesó, y la voz que susurraba en los intersticios del agua.

—¿Señor?

Waxman lanzó una maldición, mirando con rabia aquel sordo goteo, los charcos, los sumideros que no cesaban de succionar agua. Luego dedicó una mirada de idéntica furia a Victor.

—¿Qué?

—Es ella. Lydia.

Waxman miró sobre el hombro de su socio hacia la librería, donde Caleb Crowe se sentaba junto a su publicista en una mesita, cerca del velador.

—¿Estás seguro?

—Sí. Usa otro nombre, pero es ella.

Los ojos de Victor emanaban ese gélido brillo metálico común a los tipos como él. Asesinos. Fanáticos. Mientras Nina tuviera que estar fuera de servicio, Victor era el mejor hombre con el que Waxman podía trabajar.

—Envíame un informe a las ocho, y una transcripción de lo que la mujer le ha dicho antes de que te marchases.

—Perfecto —respondió Victor, secándose la goteante frente—. Lamento no haberme podido quedar más tiempo. Parecía que Lydia empezaba a sospechar, y no quería arriesgarme a que Caleb me reconociese.

Idiota. ¿Tan difícil es mezclarse entre la gente en una librería?

—De acuerdo —dijo Waxman—. Pero mantén la vigilancia. Quiero saber lo que hablan. A dónde van. Sobre todo ella.

Mientras Victor se alejaba, Waxman permaneció un momento donde estaba, deseando poder confiar más en él, deseando tener tanta confianza en sus habilidades como la que tenía en las de Nina. La echaba terriblemente de menos, y no sólo por eso.

Siguió allí un rato más, hasta que la lluvia volvió a hacer acto de presencia y con ella los susurros. Se hicieron más y más audibles, más maliciosos, y Waxman sintió un nuevo escalofrío recorriendo su columna vertebral hasta expandirse por sus piernas, entumeciendo sus pies y cosquilleando sus dedos. Echó a andar, golpeando el suelo con los tacones. Los susurros le acompañaban, y en cada charco que rebasaba pensó que veía el rostro burlón de su madre.

—Espera —gritó Waxman, corriendo tras Victor—. Cogeremos un taxi.

5

Sa el-Hagar, Egipto — Marzo

Seis meses más tarde, convertida Lydia ahora en su ayudante de documentación además de su agente publicitario, Caleb comenzó a trabajar en una secuela del libro, un estudio comparado de bibliotecas en el mundo antiguo. El plan consistía en describir lugares de conocimiento como la biblioteca de Nínive del rey Ashurbanipal, que Marco Antonio había esquilmado para repoblar la Biblioteca de Alejandría y así contentar a su reina. Fue en el Templo de Isis, en la antigua ciudad de Sais, donde Heródoto y Platón afirmaron que el dios Toth había reubicado la totalidad del saber del mundo, las antiguas tablillas y pergaminos que en el mundo hubo antes del Diluvio. Algunos psíquicos, entre los que se contaban Edgar Cayce y Madame Blavatsky, llegaban incluso a afirmar que los refugiados de la hundida Atlántida habían llevado sus avanzados conocimientos hasta Egipto con el propósito de civilizarla, y que Toth había sido uno de sus representantes, razón por la cual se le adoraría posteriormente como un dios.

El nuevo libro recogía leyendas tales como la que afirmaba que la Gran Pirámide había sido construida con el propósito de verse convertida en un inexpugnable depósito, una biblioteca que resistiría el paso del tiempo, los desastres naturales y la furia de los elementos. Por supuesto, Lydia prefería obtener evidencias de primera mano, y al saber de los talentos de Caleb, lo empujó a intentar hacerse con la prueba psíquica de aquellas afirmaciones. Sin muchas ganas, Caleb había hecho algunos intentos sólo por complacerla, pero no había obtenido nada mínimamente sustancioso, y ambos prosiguieron con el desarrollo normal de sus investigaciones.

En la contracubierta del nuevo libro proyectaban transcribir la cita favorita de Lydia, procedente del
Timeo
de Platón; una cita que aludía tanto al tema del libro como a la verdadera esencia y función de las bibliotecas: «Siempre que vosotros, o los demás, os acabáis de proveer de escritura y de todo lo que necesita una ciudad, después del período habitual de años, os vuelve a caer, como una enfermedad, un torrente celestial que sólo deja a los iletrados e incultos, de modo que nacéis de nuevo, como niños, desde el principio, sin saber nada ni de nuestra ciudad ni de lo que ha sucedido entre vosotros durante las épocas antiguas».

Era la tesis central que ambos defendían: que las bibliotecas de la antigüedad, llenas de pergaminos, tablillas de barro y otros testimonios escritos, tenían su origen en la imperiosa necesidad de conservar dichos textos. Habida cuenta de los cada vez mayores conocimientos acerca del cielo y la tierra, e incluso de la burda depravación del hombre, sin duda debió de crecer el miedo —una suerte de paranoia cósmica— hacia la posible pérdida de aquel cúmulo de saberes humanos. Las bibliotecas, según afirmaban Caleb y Lydia, habían sido construidas en sus orígenes con los materiales necesarios para evitar los efectos de los terremotos y la embestida del agua, con el fin de que, superadas esas perturbaciones, ya fueran ocasionadas por la mano del hombre o por la acción del cosmos, la historia de los avances humanos pudiera recuperarse, y la civilización pudiera progresar, más que volver atrás.

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