A marchas forzadas, la
suite
del hotel comenzó a parecerse a la habitación que, de niño, Caleb tenía en Sodus. Libros repletos de marcapáginas se esparcían por todas partes, y pilas y pilas de pesados tomos alfombraban el suelo.
Un día, a finales de septiembre, cuando Lydia tomaba una siesta, tendida boca abajo sobre el colchón mientras una horda de moscas zumbaban alrededor de un plato de dátiles y ciruelas secas en su mesilla, Caleb se sentaba con las piernas cruzadas ante la pared, valorando las fotografías ampliadas. Imaginó que volvía a estar allí, ante el gran báculo y las serpientes entrelazadas que rodeaban los siete símbolos.
Aquellos símbolos ahora le resultaban muy familiares, viejos amigos, tras afinar sus conocimientos de alquimia y zambullirse en el tema durante buena parte del año. Los cuatro primeros símbolos representaban el Agua, el Fuego, el Aire y la Tierra, y sus correspondientes planetas, Júpiter, Saturno, Marte y Venus. Aquellos eran los principios de la materia más densa, lo que los alquimistas llamaban los elementos de lo Inferior; mientras que el reino de lo Superior contenía las esencias intangibles del alma y el espíritu. Los tres símbolos restantes eran la Luna, Mercurio y finalmente el Sol, a menudo representados como sal, azogue y sulfuro, lo que significaba la unión de lo Inferior y lo Superior en una nueva e inmortal forma de esencia pura. El Oro del alma, la Piedra Filosofal. La quintaesencia.
Le llevó a Caleb mucho tiempo aceptar finalmente lo más obvio: que la secuencia podría ser la clave. Pero lo de menos era el sentido en que leía los símbolos colocados alrededor del báculo: estos no se encontraban en el orden correcto.
Cuando Lydia se levantó, lo sorprendió mirando el signo que se hallaba en la esquina inferior izquierda.
—¿Sabes? Resulta que se trataba de una combinación… —dijo Caleb.
—Genial. —Lydia bostezó, y enseguida pareció animarse—. ¿Y cuál es la combinación?
Con la mirada ausente, en la mente de Caleb se pinceló una escena cósmica de…
…
los planetas de nuestro sistema solar girando alrededor del sol en sus órbitas elípticas
. Habló lentamente, como en sueños:
—Yendo hacia atrás desde el planeta más lejano que podían ver a simple vista, el primero de todos es Saturno.
—¿Por qué hacia atrás? —le interrumpió Lydia.
—El Sol era el centro de todas las cosas. La luz a la que todos aspiraban.
Lydia asintió, como si nunca antes la verdad hubiera sido tan obvia.
—¿Entonces, el siguiente es Júpiter?
—Sí. Luego Marte. Luego Venus, que también es el símbolo de lo material en la Tierra. Luego Mercurio, la Luna y finalmente el Sol.
—Espera, ¿por qué la Luna no va antes que Venus? Está entre Marte y Venus, ¿no?
Caleb negó con la cabeza.
—Supongo que eso confundiría, e incluso mataría, a quienes pensaran así y se atrevieran a probar. No, en la tradición alquímica, la Luna ocupa una posición elevada. Es el segundo objeto más grande que hay en el cielo, empequeñecido únicamente por el Sol. Su influencia, aunque sutil, es indispensable para la vida en nuestro planeta. Y, como si necesitásemos de más confirmación, en el proceso alquímico que consiste en convertir algo en oro, la Luna representa la plata, el paso anterior a conseguir la perfección.
Lydia sonrió, pensativa.
—Vale, así que si giramos los siete símbolos en el orden apropiado, podemos abrir la puerta sin liberar el caudal de agua…
Caleb reflexionó aquellas palabras durante un rato, pero seguía sin tener sentido. Pensó en las instrucciones de los alquimistas, el orden para transmutar el material imperfecto en perfección. Y por fin, en su mente parecía que algo se colocaba en el orden correcto.
—Esa es la pregunta equivocada.
—¿Qué?
—Tratar de evitar esa trampa, en realidad, tratar de evitar cualquier trampa, no es la manera adecuada de enfrentarse a esto.
—¿Qué quieres decir?
—Ten paciencia y te lo explicaré. Primero, pensemos de qué modo arreció el agua. Waxman puso en marcha aquella trampa cuando giró el símbolo del Agua.
Caleb se centró en el símbolo que la representaba.
—Comenzó con el Agua —susurró Lydia—, pero no era lo correcto.
Caleb asintió.
—Saturno está mucho más lejos del Sol que Júpiter.
—Entonces tiene que ser primero Saturno, o el Fuego, y luego el Agua.
—Calcinar, y luego disolver.
Le sudaba la cabeza.
¿Podría ser así de sencillo? ¿Todo se limita a saber el orden correcto de los planetas que pueden observarse a simple vista?
—El problema —prosiguió— es que sabemos que cuando la puerta se abre, también se libera un devastador flujo de agua. Así pues, para que toda esa agua emerja tan aprisa, la cámara que se encuentra en el lugar opuesto debe estar previamente llena, aguardando a que las puertas se abran.
—¿Qué opciones nos da eso, entonces?
—Quizá hayamos pasado algo por alto. —Caleb recorrió las fotos nuevamente con la mirada y volvió a algo sobre lo que había estado reflexionando minutos atrás—. Ahí —dijo, señalándolo con el dedo—, ¿ves eso que se alza sobre todas las demás cosas, sin mezclarse con ellas, en el borde izquierdo del sello? Parece un anillo engarzado a la piedra caliza, a unos dos metros del suelo, con el símbolo de una luna creciente encima.
—¿Y?
Lydia alargó el brazo para coger el cuenco de fruta que había en la mesa y se metió un higo en la boca.
Caleb se frotó la barba rala que ya despuntaba en su barbilla.
—¿Qué hace eso ahí? ¿Habrá otro igual en alguna otra parte? No alcanzo a ver el otro lado de la puerta, pero quizá es porque no hice suficientes fotografías. La luna creciente es un símbolo que representa a Seshat, la esposa de Toth.
Lydia asintió.
—Es la diosa de las bibliotecas y de la escritura. Lo sé, pero…
—También era la creadora de mapas y la diseñadora de las ciudades de los reyes, sus templos, todo eso. Uno de sus símbolos es una cuerda, y en ciertos himnos egipcios se la alababa por «estirar la cuerda», es decir, por medir las distancias en los templos de los reyes y los palacios.
Lydia dejó de mirar a Caleb para observar la foto.
—¿Cogemos entonces una cuerda?
Caleb asintió.
—¿Pero por qué? ¿Qué vamos a hacer con ella?
—La primera misión del verdadero alquimista es purificarse, arrasar mediante el fuego y disolver su ego. Despojarse de toda imperfección.
—Quieres decir… —Lydia ahogó un gemido y su sonrisa resplandeció—. Se supone que no debemos evitar las trampas.
—A eso exactamente es a lo que me refiero —Caleb se incorporó y comenzó a andar—. Piensa en ello… la trampa del agua es una defensa eficaz simplemente por su pura violencia. Un millón de litros de agua a presión surge de la puerta de una sola tacada y arrasa con todo lo que no esté firmemente anclado a algo. La cámara se llena de agua, pero también se vacía enseguida. Mi idea es que, si no estás bien sujeto, no puedes soportar la embestida: pero aguanta la respiración hasta que se vacíe, y entonces habrás superado la prueba.
—¿Pero por qué? —preguntó Lydia—. ¿Por qué construir una trampa así? Seguro que tiene que haber un paso más sencillo para trasponer el sello…
—Sí, pero tienes que ponerte en el lugar de sus constructores. Las escuelas mistéricas egipcias tenían una manera diferente de enseñar: a través de la intuición y la experiencia, el simbolismo y la razón. Imagina un iniciado que tuviera que verse ante aquella ordalía. Sobrevivir a tal envite de agua sería una experiencia renovadora, transformadora. Lo prepararía para la siguiente fase en el proceso de iluminación. Piensa en la gente que sobrevive a un tsunami subiéndose a los árboles, viendo cómo sus vidas, toda su historia, es barrida por la furia del agua. Es imposible que una experiencia así no los transforme.
Lydia se humedeció los labios.
—Sólo los dignos —murmuró—. ¿Entonces, qué va primero?
—Odio tener que decir esto, pero apuesto a que debemos prepararnos para una trampa de fuego. ¿Recuerdas la leyenda acerca de aquellos musulmanes a los que casi persuadieron para destruir el faro? Los cazadores de tesoros árabes liberaron el caudal de agua de mar y fueron arrastrados por un maretazo hasta el puerto, pero los pocos que sobrevivieron describieron otros horrores: fuego, el suelo cayéndose en pedazos… —Pensó en ello—. Estoy seguro de que ni siquiera tocaron los símbolos; se limitaron a intentar romper la puerta.
—Y quizá eso pusiera en marcha todas las trampas, una detrás de otra…
Lydia se acercó a Caleb y, desde atrás, le rodeó la cintura con los brazos. Le besó el cuello y Caleb olió el aroma de los higos, junto con un rastro de su omnipresente perfume a jazmín. Su piel se erizó de excitación, tanto por aquel descubrimiento como por la proximidad del cuerpo de Lydia.
—¿No podrías intentar visualizar la cámara mediante la visión remota? ¿Ver el lugar por el que debería salir el fuego?
La garganta de Caleb se tensó como si se hubiera atragantado con una corteza de pan.
—No, no lo creo.
Una cosa era que las visiones llegaran sin avisar, y otra muy distinta invitarlas a ello. No era algo que a Caleb le apeteciese en aquel momento.
—¿Entonces, simplemente, nos la jugaremos? —preguntó Lydia—. Cogemos una cuerda, o una correa elástica, o no sé, un arnés… Y luego rezamos para que seamos lo bastante dignos, ¿no?
—Preferiría hacer esto solo —dijo Caleb—. No sé si es posible que dos puedan pasar, y además…
—Además —Lydia estrechó suavemente su abrazo— aún no te has perdonado por lo que le sucedió a Phoebe.
O Nina.
O cualquiera de los otros.
Caleb trató de soltarse, pero Lydia no aflojó los brazos.
—No fue culpa tuya —susurró—. Y ahora tienes la oportunidad de resarcirte por aquello. Traspondremos esa puerta, tú y yo. Porque vas a necesitar mi ayuda. Yo llevaré las cámaras y las linternas, y así tendrás otro par de ojos para captar todo aquello que pudiera pasarte desapercibido, y…
—Y entonces el peligro se multiplicará por dos —repuso Caleb, ablandándose—. Pero sé que no vas a aceptar un «no» por respuesta. Además, tampoco me apetece hacerlo solo.
Lydia sonrió, reproduciendo la sonrisa que había aflorado al rostro de Caleb.
—¿Entonces a qué esperamos?
—A que caiga la noche.
Por sus ocasionales visitas tras un paseo por la ciudad, sabía que Qaitbey se había convertido últimamente en un emplazamiento visitado con excesiva frecuencia por los turistas, y los guardias patrullaban la zona con mucha regularidad. Por la noche estaba iluminado desde todos los ángulos posibles para dar mayor empaque a su formidable presencia, pero Caleb imaginaba que podrían colarse en el patio, avanzar bajo el manto de la noche e introducirse en la mezquita, si ponían suficiente cuidado al hacerlo. Pero esta vez no contaban con ningún contacto, de modo que tendrían que usar unas tenazas para saltar el candado.
—Genial —dijo Lydia—. Entonces tenemos un ratito.
Lo apartó de la pared y se lo llevó a la cama.
Era una noche sin luna, y el aire aún seguía espeso de humedad, resistiéndose a la brisa del Mediterráneo. Las estrellas rielaban con un brillo ausente sobre las olas, y mientras Caleb y Lydia atravesaban a hurtadillas el arco que se abría en la pared de arenisca, Caleb no pudo evitar recorrer con una mirada las constelaciones, y se imaginó por un momento como un soldado romano que se internaba en el gran faro, maravillándose ante su flameante almenara, a treinta pisos de distancia sobre su cabeza. Podía imaginar docenas de estatuas y criaturas aladas posadas en los aleros y sobre las ventanas que horadaban la fachada de la torre. Y aquella sencilla pero asombrosa dedicatoria que saludaba a los visitantes:
Sostratus de Cnidos dedica este faro a los Dioses Salvadores.
Tan en silencio como les fue posible, él y Lydia permanecieron en las sombras y corrieron a lo largo del muro hasta la ciudadela interior. Cuatro silenciosos cañones observaban sus movimientos, y Caleb casi pudo escuchar sus explosiones amortiguadas, sus apagados ecos, procedentes de tantos y tantos conflictos que tuvieron lugar en el pasado. Ya en la puerta trasera, metió la mano en su bolsa y sacó las tenazas, pero se detuvo cuando Lydia se arrodilló ante el candado y le pidió que le iluminase con la linterna:
—No vamos a arriesgarnos a que pongan una guardia, por si necesitamos volver por aquí en el futuro.
Unos cuantos giros de muñeca y el sabio uso de una horquilla pinzada con ágiles dedos bastaron para que el candado se abriese.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó Caleb.
Lydia se limitó a sonreír y guiñarle un ojo.
Caleb escuchó un ruido —una pisada blanda, acolchada—, y sintió que su corazón se le encogía en el pecho. Deteniéndose en el umbral, miró atrás, pero no vio que nada se moviese en aquel patio enharinado por la luz de las estrellas.
—Vamos —dijo Lydia, y se deslizó por entre los pasillos de arenisca como si siguiera un propósito, como si aquello fuera un gesto automático. Caleb volvió a sentirse embargado por una desagradable inquietud. Primero, el incidente en la plaza de San Marcos, luego el modo en que Lydia hizo saltar el candado, y ahora esta sensación de que ella ya había estado allí antes.
¿Sales con alguien? ¿Una chica de ojos verdes…?
Acalló su imaginación y siguió el rastro de la linterna de Lydia, que guiaba sus pasos sin el menor titubeo. Subió Lydia al segundo piso, y cuando Caleb la alcanzó se asomó por entre los barrotes de la ojiva y vio las luces que estrellaban la ciudad, los potentes focos que rodeaban la nueva biblioteca. Tras unos instantes de reflexión, siguieron avanzando hasta la gran mezquita. La pesada mochila, a prueba de agua, en la que transportaban todas las cosas que necesitaban ralentizaba su paso, y cuando Caleb la pasó al otro hombro, vio algo aleteando en lo alto, sobre su cabeza, casi rozando la cúpula de ladrillo rojo.
Allá lejos, en la oscuridad que se extendía ante una curva del pasillo, Caleb escuchó su nombre. La voz se parecía mucho a la de Nina. De pronto, Caleb se sintió abrumado por aquella sensación de mal augurio que le había pesado antes, el mismo temor de que allí, bajo sus pies, los secretos del faro dormían sin cuidado, confiados a sus defensas.
De nuevo, una solitaria paloma voló y voló rozando la cúpula que se alzaba sobre sus cabezas, flirteando con el tembloroso halo de luz. Caleb abrió la boca y todo volvió a ocurrir una vez más: un cambio de perspectiva, un salto a un medio diferente donde todo se hacía más real, un algo más frío, sus sentidos más agudizados. Vio a un hombre…